ANDRÉS MARCO

lunes, 14 de febrero de 2011

R O S A M U N D A


                               
 

Rosamunda, a sus catorce años, era una niña encantadora en la que se manifestaban cada vez más los rasgos de mujer que se está haciendo poco a poco y que muy pronto dejará de jugar con  los conejillos del corral. A Rosamunda no le importaba sentir en su cuerpo la aparición de nuevas formas que la obligarían a tener que modificar su modo de vida actual. Era consciente de que un día no muy  lejano tendría que aparejarse con algún mancebo del lugar, aunque de momento no le hacía perder el tino ninguno, y formar un hogar propio fuera de sus padres y todas aquellas cosas, pequeños lugares, recuerdos y vivencias que constituían su único tesoro; un tesoro que anidaba en su corazón a falta de algo mejor que colmara sus posibles anhelos.

Rosamunda no tenía ni grandes problemas ni grandes preocupaciones. Nada alteraba su plácido sueño de momento. Sus días eran como los de cualquier otra muchacha de su edad hija de siervos que trabajaban la tierra algo alejados, hay que reconocer que tal vez en exceso, de la protección del castillo de cuyo señor eran vasallos. Aunque este arrope ya no resultaba necesario. Antes sí, eran demasiadas las incursiones agarenas, nadie tenía la capacidad suficiente para hacerles frente y el morar alejado de la protección del castillo suponía un peligro que nadie estaba dispuesto a correr. Pero desde  que se estableció el amán de Las Cien Doncellas había llegado la calma para los cristianos. Las algazaras de los sarracenos ya no  preocupaban a casi nadie. Todos respiraban tranquilos. El señor y los moros quedaban lejos; ya no venían las huestes musulmanas en  rapiña de mujeres para sus harenes. Entre villanos se comentaba, con chanza, que eran ahora más peligrosas las cabalgadas de los soldados del castillo que siempre se hacían con alguna que otra mozuela, siempre la más apetitosa, para  calentar las sábanas de  sus señores. Las bromas y comentarios respecto al número de concubinas del amo eran el pan de cada día. No en vano, en estas ocasiones, se referían a él como El Sultán.

A Rosamunda todas estas vicisitudes no le preocupaban lo más mínimo. Se estaba haciendo mujer y comenzaba a aceptar que su existencia sería siempre precaria, sin grandes sucesos, y que muy pronto se ajaría envejeciéndose prematuramente. Entonces sería una mujeruca fea y sucia como todas las del lugar en las que  el señor no se fija. Y si llegara la ocasión  de tener que ser una concubina más, que Dios no lo consienta, lo  aceptaría como algo lógico y normal. La existencia del vasallo en todo momento es precaria, ya se sabe, el señor dispone de sus vidas a su albedrío y ellos, sujetos al vasallaje, nada pueden hacer en contrario. Mas éste no es el caso. Hasta el momento Rosamuda ha llevado una  vida tranquila sin que incidencia alguna perturbase su crecer entre los animales de casa, en medio del campo, sin verse obligada hasta ahora a trabajar en el mismo. Sus hermanos sí, pero ellos son más mayores y, además, son hombres. Lo suyo  es cuidar de las gallinas, los conejos, vaca y cochino. Nadie le ha hablado aún de amancebarse. Sabe que un día un mozo la pedirá al señor del castillo. Y éste accederá sin más. Hace años que el derecho de pernada no se ejerce. Él tiene más que suficiente con las damas del castillo y alguna que otra que sus soldados le consiguen.                          

Sin embargo las cosas de Rosamunda se torcieron sin contar con ella. Su belleza y lozanía fueron las causantes. Un día, muy de mañana, llegaron a casa los soldados junto con un caballero. Su hermosura y pureza, y el atractivo de la niña, todo hay que decirlo, habían llegado a oídos del castillo y  el señor había dispuesto que Rosamunda integrara el grupo de Las Cien Doncellas que en aquel año serían entregadas a los sarracenos a cambio de la tranquilidad y paz de todo el territorio. Desde luego a Rosamunda esta decisión no le hizo ni pizca de gracia. Ser parte del tributo, dejar a sus padres y hermanos, y todo lo suyo a cambio de una existencia incierta en tierra de infieles no podía  resultar apetecible para nadie; y mucho menos para  Rosamunda, tan carente de vida fuera del restringido círculo  familiar en que se había criado. Incluso era posible que la obligaran a renunciar a su Dios y convertirse en una adoradora del Alá de los mahometanos. No obstante esto último resultaba bastante improbable; no solía ser práctica habitual entre los árabes, más bien todo lo contrario: mientras les sirviera con sumisión aceptaban  que los cristianos mantuvieran sus dioses.                                                                                             
No hubo retracción posible. Había sido elegida y no podía negarse. El señor era dueño de sus vidas y haciendas y él disponía libremente de todo ello para el bien común. Afirmar que Rosamunda lo aceptó sin más sería una falacia. Pero tampoco le preocupó en exceso. El futuro siempre resulta incierto y hay que resignarse. Por lo que la gente contaba tampoco era tan mala la existencia entre los infieles. Incluso era posible que mejorara su condición. ¿Quién podía asegurarle lo contrario?.

El pago del amán no fue aquel año precisamente un gaudeamus. Los moros eran conscientes de la situación vergonzante que cada año se repetía por las mismas fechas y no deseaban convertirla aún en más claudicante para sus tributarios cristianos. Importaba acarrear con el legado de las doncellas sin provocar ni incidentes ni humillaciones innecesarias.

Rosamunda fue una más entre las otras noventa y nueve pesarosas jóvenes, casi niñas todas ellas, que eran entregadas para siempre a los infieles. Ni tan siquiera consintió en que las lágrimas afloraran a sus mejillas. Hasta cierto punto, una vez aceptado su destino, le atraía ese futuro de aventura incierto que irremisible le aguardaba. La expectativa de salir del entorno cotidiano, dejar el valle, su condición servil a ultranza para integrarse en un mundo, por lo que se hablaba, mucho más sugerente podía  perfectamente cautivar la mente de cualquier jovencita ávida de nuevas experiencias. Rosamunda había condonado su suerte; estaba decidida a poner al mal tiempo buena cara. Después de todo el aquí y el allí no ofrecían grandes diferencias.


Han pasado dos años de trajines y cambalacheo en los que Rosamunda no ha dejado nunca de ir de aquí para allá. Una vez incorporada al mundo musulmán fue entregada en custodia a una importante familia, en cuya casa sirvió como ayudante de cocina hasta que fuera asignada definitivamente como prebenda a otra casa que  mereciera la donación de la doncella. Al servicio de esta familia, dentro de su séquito de siervos, viajó de un lado a otro, llegando incluso en una ocasión a conocer la Corte de Córdoba, sus jardines, su luz, su esplendor, su magnificencia. Córdoba quedó para siempre en su corazón.

A lo largo de todo este tiempo Rosamunda fue tratada con suma consideración. No olvidemos que había sido entregada en custodia y su nuevo señor no podía disponer libremente de ella. Más bien todo lo contrario, era responsable ante el Califato de la salud y bienestar de la doncella. Rosamunda ya no es aquella niña que hacía presagiar una futura mujer llena de encantos a descubrir. Ahora era una joven mujer realmente hermosa, llena de atractivo; una doncella a cuyo carácter se han ido incorporando  signos claramente agarenos. Nadie la ha obligado a abjurar de su fe y de su Dios, sigue siendo, en el fondo, una buena ferviente cristiana; pero poco a poco se ha ido acostumbrando al modo muslimen. También ora mirando a La Meca junto con todos, por si acaso.  Viste como una árabe cualquiera, le seducen las comidas y condimentos de su nuevo pueblo. Sin embargo no olvida  los campos en los que un día vio la luz primera, sus padres y hermanos, la parquedad cristiana en la que se educó de pequeña. Hay algo en ella que le hace estar en constante contradicción: se siente musulmana, piensa y se comporta como tal pero en lo hondo de su alma queda una profunda reminiscencia de su niñez, de todas aquellas cosas que conformaron su modo de ser.

Córdoba supuso para Rosamunda la posibilidad de medrar. Tenía la convicción de que nada la sustraería de su actividad en la  cocina. Mas sin saber cómo alguien fijó sus ojos en ella dentro de la enorme confusión que  en aquel entonces imperaba en la capital del Al Andalus. No era frecuente que una cautiva permaneciera tanto tiempo sin ser  entregada definitivamente. Rosamunda, a pesar de los pesares  había tenido, de momento, la suerte de cara. Su trabajo no le resultaba nada penoso y, de algún modo, sus ansias  primitivas de conocer mundo y gentes se habían satisfecho en parte. En el seno de la mixtura de las conversaciones que entretenían a la corte de Córdoba predominaban los comentarios sobre la galanura y belleza de una joven cristiana cautiva que servía en el séquito de Alí ben Mohamed ibn Hawhita.

Su fama llegó a oídos del también joven Yusuf ben Moharad  Al  Qasi, temido señor e invencible guerrero, famoso por sus campañas, siempre triunfales contra el infiel cristiano. Yusuf detentaba el gobierno de importantes núcleos de población en la propia serranía cordobesa, cercana a la capital. Y así llegó el día en que este joven adalid quiso ver a Rosamunda, posar su mirada dulce en la de ella, convencerse de que, seguro, la belleza de una cautiva, por extrema que fuera, jamás podría alcanzar  la de una cortesana. Y mucho menos la de las concubinas de su harén, mujeres educadas desde su más tierna infancia para colmar los goces del hombre más exigente. Las mujeres cristianas, según la experiencia del joven Yusuf, eran de una catadura mucho más basta, desconocedoras del cuidado del templo de sus propios cuerpos. Cautiva sí, hermosa también, pero  nunca tan cautivadora  como una odalisca.

No obstante, fue el canto del mirlo en el amanecer; el deslumbrar de los rayos del sol que nace en la fría mañana, al agua pura y cristalina que te arrastra y subyuga en las altas montañas. Ojos negros enfrentados a ojos negros y escrutadores, atónitos al contemplar tanta belleza oculta pero intuida agradablemente bajo  el velo y el sayal. Formas redondas en su suavidad, maravillosas y apetecibles, clamando por ser acariciadas por mano aterciopelada y experta. El joven Yusuf cayó en  la trampa. Se derrumbó ante tan suculenta tentación. Prendado de Rosamunda no pudo sustraerla ni un instante de su pensamiento. Una cristiana, una doncella que le impedía conciliar el sueño, una seductora infiel que le arrebataba la posibilidad de concentrarse en cualquier otro menester. En su delirio febril, rebosante de amor, suplicó la merced de que la joven cristiana le fuera regalada  como nueva concubina en recompensa a sus méritos  obtenidos en los campos de batalla.

El Califa no pudo negarle tan sencilla solicitud. Al Qasi era altamente apreciado por todos en la corte cordobesa. El propio Califa le distinguía con su aprecio y amistad personal. Nunca se le negaba ser recibido en audiencia cuando lo solicitaba, sin importar el momento y la ocasión. Era uno de los bienamados del soberano al que nunca se le negaba nada.

Una vez más Rosamunda tuvo que someterse a su sino con  resignación. Nadie la interrogó acerca de si estaba  dispuesta para ser la concubina de tan alto señor.  Con sumisión abandonó a los suyos, a su familia de los últimos tres años - no tenía otra - y entró en el serrallo de Al Qasi. Para cualquier otra mujer esta circunstancia, formar parte del harén de Yusuf ben Moharad Al Qasi, habría supuesto un enorme honor, la máxima distinción que podía alcanzar su condición femenina, dignificada para el resto de sus días. Permanecer una noche en los brazos del apuesto Yusuf era el deseo enfermizo, inconfesable, de las jóvenes cordobesas. Sin embargo, para Rosamunda todo esto le era ajeno.  De algún modo su mente en los últimos años había estado embotada. Tantas modificaciones: los cambios de residencia, la constante movilidad a que estuvo sometida, las novedades, el tener que adaptarse a la fuerza, el deslumbre de la corte cordobesa... en una muchacha de su edad y características, influyeron para que Rosamunda no reaccionara ante el futuro que se le avecinaba.

Fueron primero días monótonos, sin nada especial que la sacara de la apatía de un harén que la contemplaba como a una fiera en jaula ajena. Los perfumes, los baños a los que no estaba habituada, el ocio contemplativo, sofocante y asfísico que a nada conduce, las miradas preñadas de odio y celos de sus compañeras de cautiverio nada fácil pasaron como una lluvia que no llegó a calar en una Rosamunda ausente. Se entregó las 24 horas del día al cultivo del cuerpo sin poner nada de su parte, dejando que las celadoras más viejas y expertas lo acondicionaran y entrenaran para esa primera noche de amor  de la que todas hablaban con luz en los ojos e intención en los labios, pero que a ella no  seducía. Aprendió música incitadora y provocativa, melodiosas canciones insinuantes y atrevidas, escuchó cuentos maravillosos que la cautivaron,  se entregó al deleite de la contemplación, conoció el arte de la seducción  y desarrolló todo el arte que una mujer debe  poseer  para ser agradable a los ojos de un hombre tan sofisticado y exigente en el placer como era su nuevo amo.

El tiempo iba pasando. Poco a poco, no sin pocas reticencias, Rosamunda fue encontrando su lugar y acomodo en la cotidianidad del harén. Y así llegó la noche en que fue reclamada por su propietario para que demostrara los conocimientos adquiridos  a lo largo de esos arduos meses de preparación y aprendizaje.

La rosa estaba presta para abrirse y desparramar todo su aroma. Y la rosa se abrió  y arrasó con su fragancia para la eterna gloria de Alá. Se apuró la copa de vino hasta la última gota. Fueron horas que no pasaron para ambos amantes, tiempo detenido en el goce mutuo, arrobamiento de brazos que estrechan y dedos que recorren e indagan, bocas hambrientas que se buscan sin cesar, labios que pronuncian viejas palabras que para ellos suenan a nuevas, cuerpos sudorosos que se funden mientras el deseo no decrece, jadeos entrecortados al unísono, breves instantes de descanso, apenas para reponer fuerzas y reiniciar otro envite más fogoso que el anterior, elevación a la suprema dicha, miradas encendidas de deseo que se contemplan, gasto de vida que se regala con alegría. Rosa deshojada pétalo a  pétalo, rosa ya para siempre sin espinas, rosa  cuyo rosal será siempre amorosamente regado, rosa de olor penetrante, la más apreciada del jardín, rosa para siempre flor.  La rosa fue abierta.

Y tras esa noche de entrega amorosa la niña Rosamunda, a sus diecisiete años dejó de llamarse Rosamunda para convertirse en lo que a partir de ahora iba a ser, La Favorita. Flor exclusiva entre todas las flores del jardín, la única contemplada por los ojos de Yusuf, la reina  y la envidia del serrallo.

Fueron días de dejarse llevar entre las músicas y las canciones, los perfumes, tendida en el diván, saboreando sorbetes y golosinas, pastelillos cada cual más apetecible que el anterior, siempre contemplándose en los cautivadores ojos negros de su amado. Rosamunda no había conocido antes al amor y Yusuf, su Yusuf, fue para ella el descubrimiento de la gran capacidad de amar que su seno había ocultado hasta el momento. La sensualidad que acababa de descubrir no tenía nada que ver con lo que con anterioridad había intuido en su infancia junto a sus padres. Era el amor por el amor, la entrega al placer con infinitas variaciones, cada cual más atractiva que la anterior. Sus hermanos, su padre, le parecieron brutos, siempre maloliendo, mientras que su Yusuf practicaba todo un ritual previo, se acicalaba y perfumaba para la ocasión, la seducía de mil variadas y renovadas maneras, daba tiempo al tiempo, era sofisticado, suave, dulce, embriagador. Él era el músico capaz de obtener armonías y sonidos únicos tañendo el instrumento en que Rosamunda se transformaba en sus manos. Y juntos interpretaban la partitura de su amor ajenos a todo cuanto pudiese estorbar su dicha.

Fueron días maravillosos en los que Rosamunda dio cuanto tenía que dar hasta que comenzó a sentir las náuseas y los mareos. La noticia de que estaba embarazada se hizo pública con gran algarabía el mismo día en que Yusuf la convirtió en su esposa. No abandonó el Serrallo, pero sí su condición dentro fue muy distinta. Ya no era una concubina más, era la primera esposa de su señor. También abandonó el sobrenombre de La Favorita. Los festejos nupciales duraron cinco días, pero su participación nada más fue la mínima necesaria.

Llegó el sosiego dedicada a que fructificara la vida que llevaba dentro, en medio de los cuidados de todos. Mientras Yusuf tuvo que ausentarse llamado imperiosamente por la corte de Córdoba para volver a guerrear en la frontera. Los infieles se habían negado a pagar el Tributo, habían atacado e infligido una severa derrota a los creyentes y se hacía necesario retomar la situación para que las aguas tornaran a su cauce.

Las flores son efímeras. Aunque se las cuide y riegue, su vida es breve. No es que le faltaran atenciones, tuvo todas las requeridas y más, pero Yusuf no estaba a su lado. Pasaron los nueve meses y nació  un hermoso niño al que pusieron el nombre de Yusuf, como su padre. El niño podía haber significado la alegría para Rosamunda, pero malas noticias hicieron que no fuera así. Las cosas nunca vienen solas y un día un mensajero trajo la confirmación de los malos presagios que el complicado embarazo habían sugerido. Yusuf había caído en la batalla. Su Yusuf, el amor único de su vida los cristianos lo habían cercenado para siempre. Le quedaba el pequeño Yusuf, pero ella sentía que el desgarramiento que se había producido en su interior era para siempre y que  nada iba a hacer que ella rebrotase. La rosa había perdido sus pétalos, se había marchitado para siempre y ya nunca nadie volvería a sentir su fragancia. A partir de ahora iba a ser una rosa muda.

Durante poco más de un año Rosamunda siguió estando entre los mortales, señora de la casa si bien la hacienda pasó a manos del hermano de Yusuf, Amín. Una casa necesita de un hombre que la administre. A pesar de ser la cristiana, todos la reconocían como la única esposa del amo y por tanto su viuda, con todos los derechos. Derechos que a ella no le importaban, únicamente el recuerdo de su amor, de los gozosos días en que fue feliz al lado de su amado. Y en su ensimismamiento fue dejando retazos de sí misma por doquier hasta quedar reducida a una sombra que deambulaba por el harén, a veces se paraba y una sonrisa brotaba en sus mejillas, sin que nadie adivinara el motivo. Y pasó a ser, entre los corrillos del serrallo, La Loca. Nunca nadie osó decirlo delante de ella, pero la maldad siempre anida en los corazones de las comadres. La envidia no perdona.

Cuentan que un amanecer la encontraron dormida para siempre en su diván. Amín ordenó unas exequias acordes con su rango. No en vano había sido la esposa de su hermano. Cuentan también que fue enterrada en el jardín de la casa, en un rincón soleado y al abrigo de los vientos. Así mismo cuentan que con el tiempo de la tumba brotó un rosal sin espinas y con tres rosas, dos grandes y rojas y la otra algo más pequeña y blanca. Su fragancia inunda el jardín desde entonces. Nadie, aún hoy, cuando lo visita puede sustraerse al penetrante aroma embriagador que se respira por doquier. Una pequeña inscripción en árabe reza:

« Aquí yace Rosamunda,
rosa entre las rosas,
cuyo eterno aroma,
ilumina las sombras.»


                                       Barcelona 8 de julio 1998

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