ANDRÉS MARCO

jueves, 10 de noviembre de 2011

DE CUANDO EN CUANDO HAGO UN ALTO

De cuando en cuando hago un alto
antes de proseguir con mi  camino
y me quedo leyendo el silencio
tratando de averiguar entre sus líneas
lo que el silencio me susurra al oído.
Me dice que el tiempo precisa tiempo,
que el sol sale para todos todas las mañanas,
que no todas las horas duran lo mismo
y que cuanto nos sucede es nuestra vida,
y que esa vida siempre es para vivirla
con sus luces y sus obvias negruras,
con sus pausas y sus momentos de vértigo
sabiendo que has de seguir tu camino
porque si la vida está llena de dudas
el silencio es el mejor libro de lectura.

EL SEÑOR KLUTE

El señor Klute salió aquella mañana muy temprano aún a la calle.  Le costó un tiempo cerrar la puerta de la casa. Cuando ya la tenía cerrada y con la llave en el bolsillo tuvo que volver a abrirla porque no recordaba si había cerrado o no la llave de paso del gas. Anduvo por el piso revisándolo todo: estaba bien cerrada, al igual que los grifos del agua de la cocina y lavabo y los interruptores de la luz, mas no se fió de sí mismo y para mayor seguridad, nada más por si acaso, optó por cortar el fluido eléctrico en el contador y una vez hechos todos estos trámites previos, ahora sí, se encaminó de nuevo  hacia la puerta de salida. Cerró la puerta  con llave y se dispuso a bajar las escaleras. Un total de treinta y nueve. Maquinalmente, mientras descendía los escalones, repasó en su mente todas las acciones ejecutadas con anterioridad, Todo estaba bien: cada cosa en su sitio y como debía de estar. En un tramo de la escalera  se vio obligado a arrimarse a la  pared para deja r que pasaran corriendo los niños del piso de arriba que iban a esa hora a la  escuela. ¡Estos chiquillos! se dijo a sí mismo viendo cómo bajaban jugueteando y gritando: " Pi, pí, pi,,háganse a un lado!" sin ni tan siquiera saludarlo. Pero todo esto no le importaba:  después de todo eran niños y a los niños todo les está permitido, incluso esa contrariedad que supone el tener que detenerse en un tramo  de    la escalera y hacerse a  un lado para que ellos pasen atolon     dradamente, sin darte ni siquiera los buenos días o al menos las gracias.
El señor Klute salió aquella mañana a  la calle por el portal do su casa.  Fue una aparición casi repentina: emergió bruscamente desde la oscuridad de la entrada, y sin zonas  intermedias pasó directamente a la luz; luz no demasiado intensa, todo hay que decirlo y precisarlo, debido a que  aún era relativamente  temprano y en esta época del año en que estamos las mañanas amanecen perezosamente, como si se levantaran de la cama en un día festivo, con algo de niebla que se desvanece poco a poco desde el suelo con los primeros rayos indecisos del sol. Pero aún con todo tampoco era tan temprano como para que quedara invalidado o al menos reducido a una silueta intuida en la niebla. Podemos decir que la mañana  hoy amaneció con un cielo bastante nublado, y que cuando el señor Klute salió por el portal de su casa no era  tan pronto como en un principio se podría suponer. Antes de salir debemos resaltar  que el señor Klute se había detenido unos momentos  para volver a repasar mentalmente si había olvidado algo: comprobó que llevaba consigo:

·             La cartera y algo de dinero, tres o cuatro billetes,  en el bolsillo interior del abrigo.
·             El paquete de cigarrillos casi por entero lleno y una caja de cerillas, de esas de sobre de propaganda de las que nunca se  recuerda dónde te las han regalado el día anterior, en el bolsillo derecho del mismo abrigo.
·             Y en el izquierdo un par de guantes de piel de color marrón  algo sucios y bastante deteriorados por el uso. Recordó que se los había regalado su hermana Mary hacía unos tres años, para su santo. ¿Dónde estará ahora Mary?. Por un momento se vio pequeño y asido a la mano de una niña algo mayor que él, dos años más, a la que adoraba, con sus trenzas rubias y su carita regordeta y sonrosada, esperando ambos en la acera a que papá llegara con el coche, un coche viejo y destartalado y  que apenas podía ronronear sofocadamente, como todos los días, de su trabajo para que parara y lo cogiera en brazos, lo jugara  y le diera un beso a su pequeñín y le dejara jugar un poquito con el volante del vehículo. Pero no, ya no queda nada de aquel niño pequeño. Ahora han pasado muchos años, tal vez demasiados, y se ha convertido en el señor Klute  que todos conocen. Nada le ata ya a aquel pasado, a aquellos recuerdos que sin saber por qué los guantes, esos guantes algo sucios y bastante ajados a causa del uso, le han traído a la mente.
·             Llevaba así mismo el pañuelo en uno de los bolsillos traseros del pantalón, en concreto en el derecho.
·             El otro bolsillo trasero por completo vacío.
·             La agenda con una serie de anotaciones que nada le sugerían en uno de los interiores de la chaqueta, y algún que otro caramelo perdido en alguna parte que no acertaba ahora a precisar, aunque estaba convencido de haberlos introducido en uno de los bolsillos.

Y todo esto sin olvidarse del llavero y de las llaves del piso que aún estaban en sus manos. Al pasar junto a la hilera de los buzones de la correspondencia había mirado el suyo para ver si había algo dentro. No, no había nada. ¿Quién se acuerda alguna vez del señor Kute hasta el punto de escribirle una carta, o al menos una postal?. De todos modos debía asegurarse: para ello se había entretenido en abrirlo, la llave siempre le entró mal y tuvo que forcejear un poco, al final cedió y pudo comprobar que efectivamente estaba vació. Lo había cerrado. Había mirado en su reloj de pulsera, un Omega normal y corriente que no le recordaba nada excepcional, y había visto que aún le quedaba tiempo de sobras para llegar al trabajo. Pensó que antes de ir a la oficina podía detenerse un momento en cualquier bar del camino, que no fuera el de siempre, y tomar un pequeño desayuno.
El señor Klute salió aquella mañana a la calle por el portal de su casa. Salió de la negrura: vestía un abrigo algo más largo de lo normal, gris, de lana, un pantalón marrón oscuro de tergal y un sombrero normal, de esos que  parecen tiroleses sin serlo del todo, de color también marrón con una cinta del mismo color, si bien algo más oscura. Cuando salió  había guardado las llaves de su casa, junto con el llavero, en el bolsillo del pantalón y se disponía a ponerse los guantes. se detuvo un momento para mirar el cielo y corroborar que aunque estaba nublado, después, con el correr de la mañana, poco a poco se iría despejando y al final incluso luciría tímidamente el sol,  y que por lo tanto había acertado al dejar en casa el paraguas. Para él el llevarlo consigo suponía un trauma. Cierto que le resultaba muy molesto: cuando lo llevaba nunca sabía cómo hacerlo: debajo del brazo, en la mano, a modo de bastón... No importaba: se sentía incómodo con él y tenía el convencimiento de que se lo olvidaría al cabo del día en alguna parte, y siempre lo dejaba descuidadamente en el lugar más imprevisto: se veía obligado cuando se percataba del olvido a volver sobre sus pasos: a veces lo encontraba y otras, las menos, también hay que decirlo, no. Casi siempre solía dejarlo sobre una silla en el bar en que desayunaba y como le conocían y, sobre todo, porque sabían cuan descuidado era, cuando regresaba a por él ya se lo tenían preparado. Una vez decidió no volver a comprar ninguno más después de haber perdido el último de la forma más tonta: lo dejó olvidado en el autobús y al bajar se mojó hasta quedar la ropa empapada porque llovía a cántaros aquella tarde. Sin embargo, al poco tiempo compró oro y ese mismo día decidió dejarlo siempre olvidado en casa, tanto si llovía como si no. De esta manera perderlo iba a resultar del todo imposible. También cabe preguntarse: ¿entonces, para que lo había comprado?. Mas la cosa tenía una motivación que no todo el mundo llegará a comprender: el señor Klute necesitaba tener un paraguas, era algo que iba con su  modo de ser y sin él, sin su tenencia, y ante la posibilidad de no poder utilizarlo en caso de lluvia si quería, ya nunca más sería el señor Klute.

El señor Klute salió aquella mañana por el portal de su casa, sin paraguas, y se encaminó con paso lento hacia la esquina más próxima de la calle. El tráfico seguí serpenteando de forma incesante y ante la imposibilidad de cruzar la calle porque el semáforo estaba en rojo para los peatones decidió aguardar un poco. Pensó que no tardaría mucho en cambiar porque antes que él se habían detenido, seguramente con el mismo propósito: una señora anciana vestida de negro y que iba algo encorvada hacia delante, otra señora algo gorda y entrada en años acompañada de un caballero que debía ser, por lo que se veía, su marido, dos muchachas jóvenes que no paraban de hablar entre sí o , tal vez, discutían, sin ánimos de pelea, algún tema  de interés para ambas, un joven que acababa de llegar y que denotaba cierto nerviosismo y prisa por atravesar la calle  y un señor de edad media que fumaba un cigarrillo de tabaco negro, según dedujo tras oler el humo que éste desprendía al consumirse.  Por fin el tráfico, toda esa serie de monstruos metálicos y sin sentimientos que ruedan por las calles amenazando a los peatones, se detuvo. La luz está verde y entre la muchedumbre el señor Klute atraviesa la calzada. Camina con lentitud, mientras unos le empujan sin querer, otros le adelantan, sin que a él le importe, porque seguramente  llevan más prisa que nuestro protagonista bien porque deben llegar lo antes posible a algún lugar o cita determinado o bien,  porque ya deberían de estar allí, llegan tarde, y no tienen tiempo que perder o bien, tal vez, porque aunque nadie ni nada les llama  u obliga a hacerlo, están acostumbrados a caminar siempre así, apresuradamente, y también se cruza con gente que atraviesa la calle en dirección contraria. Gente que parece que no tienen ni vida ni rostro. Cada una de esas personas son un mundo interior propio: una creación complicadísima y casi perfecta pero que ahora , en el momento de cruzar la calle poco importa. Recuerda que cuando era pequeño  muchas veces su padre le había hablado de lo importante que es una vida, de todo lo maravilloso que un ser humano encierra dentro de sí  y de lo fácil que    resulta destruirla, romper ese mundo casi perfecto, destruir es paisaje. Mas ahora todas esas personas no le sugieren nada en absoluto, no le mueven a nada: son rostros que pasan sin poder detenerse para hablar con ellos, conversar un rato sobre cualquier tema intranscendente, o al menos retener en la mente sus rasgos particulares para si alguna vez atravesando esa misma calle u otra cualquiera vuelve a encontrarse con ellos detenerse, pararlos y decirles:” Hola, qué hay, qué es de su vida. ¿No me recuerda?. Tal día, o una vez, aunque usted no lo sepa, nos cruzamos ocasionalmente al atravesar tal calle....”. No obstante nada de todo es posible: primero porque no puede conservar todos los rostros en su mente porque simplemente no los ve, nada más los mira, pasan a su lado sin detenerse y eso es todo, y en segundo lugar porque sería una locura. Antes de alcanzar el otro extremo de la calle, la acera salvadora, la luz se torna naranja e inmediatamente roja. No pasar, el tiempo asignado se ha acabado, pero retroceder, volver atrás, ya no es posible, resultaría demasiado peligroso. Opta por terminar de una vez: entre el estruendo de bocinas, motores y gritos. Exponiendo su vida corre hacia la otra acera llegando a ella al final salvo y jadeante.

El señor Klute cruzó la calle y se detuvo un momento para tomar aliento, dejar que al aire, contaminado eso sí, llene sus pulmones, necesitados como están de oxígeno tras el esfuerzo. Luego se decidió a proseguir su camino.  Torció hacia la izquierda rehaciendo sus pasos y su trayectoria anterior, sólo que esta vez por el otro lado de la calle. Enseguida se encontraría con el bar en el que siempre solía detenerse para tomar un ligero desayuno y hacer tiempo. Dudó un instante si debía entrar también hoy en el mismo o bien hacer como alguna que otra vez solía hacer: ir un poco más allá, en la misma manzana de casas y entrar en el otro, tal como en un principio se había propuesto hoy. El señor Klute era un hombre de hábitos establecidos, aunque en alguna contada ocasión le gustaba alterar  de algún modo su monotonía cotidiana improvisando una pequeña variación como era en este caso el cambiar el desayuno y en un lugar diferente, mas esto en sí tampoco suponía en forma alguna alterar su cotidianidad dado que si no entraba en el primero lo hacía en el otro, con lo cual persistía la monotonía. Sin embargo hoy pensó que debía modificar aún más este comportamiento siempre igual en su vida y pasó por delante del local acostumbrado pero sin entrar y lo mismo hizo con el segundo. Pensó que tal vez hoy le ocurriría alguna cosa importante en su vida o, al menos, significativa, pues ya desde un principio rompía lo que hasta ahora había supuesto su norma. Continuó caminando por la acera hasta llegar a la esquina. Allí giró hacia la derecha y se detuvo un momento. Retrocedió un poco sobre sus pasos y se encaminó hacia el quiosco de periódicos que acababa de rebasar. También hoy iba a ser diferente en eso. Sin pensarlo pidió un diario. Pero, ¿cuál?. No importa.  Déme uno cualquiera, el que menos se venda, hoy me llevaré yo ese. Pagó y con el diario bajo el brazo prosiguió su marcha. Al poco de andar sintió que debía de desayunar definitivamente antes de tomar el autobús e ir a la oficina. Entró en el primero que encontró a su paso Y sin más buscó con la vista una mesa vacía y algo alejada de la barra en la que poder leer un poco el diario y estar tranquilo. Una vez aposentado a su gusto llamó al camarero. Pidió lo de siempre: un café con leche con mucho de lo primero y muy poco de lo segundo, tal como a él siempre le gustó el café con leche, dos bollos suizos y un baso de agua. Mientras aguardaba a que cumplieran con su pedido se entretuvo en observar y analizar todas y cada una de las partes, por separado, de aquel lugar. La barra junto a la puerta de entrada, con sus camareros detrás sirviendo a los que siempre llevan prisa y otro más que atendía a las mesas. El papel  pintado representando unas figuras geométricas de color amarillo oro, marrón oscuro y un blanco tirando a tierra. Una amplia ­cristalera a su derecha que daba a la calle y por la que podía  verse el tránsito de la gente y del tráfico, siempre denso y lento en esta zona de la ciudad. Y al fondo la mesa que él ha elegido para sentarse y tomar su desayuno a la vez que se entretiene leyendo o más bien mirando el periódico que acaba de comprar en el quiosco antes de entrar en este local tan nuevo y desconocido para él aunque por su apariencia ase deduce que lleva bastantes años recibiendo clientes. Hoy el señor Klute no tendrá que pedir al camarero que por favor le  acerque la prensa diaria y esperar a que éste le pregunte: “¿Cual desea el señor?”, para contestar:”No importa, una cualquiera; me es indiferente, sólo lo quiero para pasar el tiempo ojeándolo y enterarme a la vez un poco de las cosas que suceden en el mundo”. De todas formas hoy el señor Klute tampoco tendrá que ­esperar al camarero habitual  con el periódico en la mano para entregárselo antes da que él lo solicite. El señor Klute últimamente sostiene que leer el periódico no es más que una pérdida de tiempo ya que lo único bueno que ahora llevan son los comentarios de ­fondo considerándolos en sí mismos como lo que son: opiniones de unos señores que comentan algún tema a veces interesante, reflejando siempre la opinión nada soterrada de la ideología de  la empresa editora  y todo lo demás no es más ­que una sarta de noticias a medias, arregladas y manipuladas para mover a los corazones humanos hacia un fin predeterminado de antemano y casi nunca bueno.  El señor Klute recibe con amabili­dad, aunque con cierta indiferencia, su desayuno y sin más abre el diario, lee por encina las letras más gruesas de los titulares,  menea la cabeza en señal de descomplacencia y lo cierra. Lo plie­ga bien, lo deja encima de la mesa y comienza su desayuno. Bebe de un sólo trago el vaso de agua: siempre lo toma antes de comer cualquier cosa, en ayunas, pues está convencido de que esto le ­va bien para lavar el estómago cada mañana antes de que otra cosa lo invada, y ciertamente le da muy buenos resultados. Come los bollos con cuidado, saboreando la crema con deleite, sorbiendo poco a poco su café con leche. Deja de masticar por un instante, deposita el bollo ­en el plato, toma con dos dedos nada más la taza y la lleva hasta su boca, bebe un poco, a penas una chupada de pajarito y enseguida vuelve a dejar la taza sobre el plato con sumo respeto, cuidando do de no hacer ruido en el choque de taza y plato, a continuación vuelve a tomar el bollo. Es una acción constante e ininterrumpida: primero el bollo y después la taza hasta terminar mucho más tarde de lo que cabría suponer con ambos manjares. Llama al 'camarero y mientras éste llega mira el reloj: todavía es pronto. Incluso hoy que es un día distinto a todos los demás de su vida, aunque no acierta a saber por qué lo es, puede permitirse un dispendio muy especial. No lo piensa demasiado y sin saber cómo ni por qué pide: “Por favor, joven, tráigame un coñac. Del mejor que. tengan" Por su cabeza pasa la fugaz idea de que tal vez es demasiado pronto para tomar este tipo de bebidas alcohólicas, pero un día es un día, él ya es mayor y puede disponer de su vida y de su pecunio como mejor le plazca sin tener que dar cuentas de ello a nadie. Y mirándolo bien, después de todo, nada más va a tomar, saborear mejor dicho, una copita. Quizás le siente mal, le arda el estómago luego, aunque en esta ocasión está convencido de que no: ha comido algo y aunque no está acostumbrado a beber, un poco no le va a hacer daño.  Ase la copa con una mano, mira la transparencia del líquido, su color a través del rayo de luz que atraviesa el líquido, lo huele con deleite antes de catarlo como su libara el elixir de los dioses y a continuación, sólo después de toda esta parafernalia previa, lleva la copa a sus labios de forma segura. Lo saborea poco a poco, con fruición, incluso con más detenimiento que con el café con leche. Todo para él es como si de una ceremonia religiosa, sagrada, se tratara. Se siente mucho mejor ahora, después de haberse deleitado y reconfortado con ese coñac que no esperaba y que sin embargo ha pedido y ha tomado. Paga todo con un único billete y aguarda a que el camarero le devuelva el cambio. Coge el sobrante del platillo y lo deja caer en su mano. A continuación lo guarda en el monedero dejando fuera una  moneda que deposita a modo de propina en el platillo vacío. Se levanta de la silla, coge su sombrero, se lo pone y se dirige hacia la puerta de salida. Sin embargo, se detiene por un instante y se dice a sí mismo: ¿y por qué no? Hoy, aunque sea de forma deliberada, voy  también a olvidar algo en el bar. Y sin más marcha dejando el periódico sobre la mesa del bar.

E1 señor Klute salió aquella mañana de ese bar en el ­que nunca había estado con anterioridad sintiéndose más jovial y alegre que nunca. Quizás aseverar que nunca sería decir demasiado pues el señor, en una época algo lejana, también fue joven por derecho propio y por edad, así que limitémonos a decir que se sintió hoy mejor ­que cualquier otro día de su vida más inmediata. Él mismo recono­cía que era otro distinto: veía las cosas de otro modo. Por su cabeza pasó la idea de no ir ese día a la oficina, después de todo podía permitirse el lujo de hacer novillos, como cuando era pequeño; él siempre asistió a la escuela pero recordó que algunos de sus ­compañeros muchas veces solían faltar y se dedicaban a vagabundear toda la tarde por las calles jugando y aprendiendo muchas de esas cosas  que el señor maestro nunca llegó a enseñarle. También un día por la tarde él hizo la travesura de marchar con otros amigos a ­la orilla del río para dedicarse a  tirar piedras al agua y obser­var cómo los pescadores de caña sacaban los peces del río. Por la noche sintió un gran remordimiento y una gran vergüenza ante su ­padre por lo que había hecho y aunque nunca llegaron a enterarse en casa de su fechoría se juró a sí mismo que nunca más volvería a hacerlo. Y con este con este razonamiento creyó que no podía dejar de ir al trabajo, no porque no pudiera permitirse esta pequeña locura sino porque debía resolver algunos problemas de interés para la casa .A pesar de todo decidió tomarse para sí parte de las horas de la mañana para realizar alguna que otra compra. Satisfacer pequeños caprichos intranscendentes pero capaces de causarle una gran dicha. Así pues hoy no tomó el autobús de todas las mañanas. Pasó junto a la para­da y observó que allí estaban aquel señor algo calvo y con bigotillo de aspecto bastante repelente  que siempre le empujaba al su­bir. También estaba el joven que siempre se apresuraba cuando llegaba el vehículo en ser el primero en subir aunque hubiese otras ­personas delante de él para coger un sitio libre si lo había. Y si lo conseguía no se levantaba nunca para ofrecer su asiento a cual­quier señora anciana que precisara de ir sentada. Por suerte esto sucedía muy raramente pues parece ser que por norma el autobús iba siempre lleno y no quedaba ningún asiento libre y todos ellos: el señor del bigotillo de aspecto repelente, el joven, la anciana, la joven         que siempre llevaba el mismo libro bajo el brazo y que nunca, por lo que podía adivinarse, acababa de leer, él y otros varios más, se veían obligados a permanecer todo el trayecto de pie hasta que poco a poco   se iban disgregando, diseminando como semillas esparcidas en el árido campo sin surcos urbano, en sus respectivos lugares de destino. En su interior se rió al verlos allí todos parados como monigotes de nieve, estáticos, escrutando nerviosos la lejanía para ver si de una vez por todas llegaba el deseado autobús de cada mañana. Luego llegarían los empujones, pisotones, las voces, y todo lo necesario antes de quedarse de pie en la calzada viendo como el autobús se marcha atiborrado de gente hasta los topes mientras tú, sólo tú, no has podido subir porque no has sido capaz de luchar por hacerte con tu hueco o bien, que también sucede muchas mañanas, porque esta vez el conductor no se ha dignado abrir las puertas que engullen a los que anhelantes desesperan.

El señor Klute entró aquella mañana en que salió de casa para dirigirse inmediatamente a la oficina para atender a todas las cosas importantes, fundamentales, que debía realizar en unos grandes almacenes  que encontró a su paso. Una de esas tiendas de varios pisos de alzada en las que se puede adquirir cualquier cosa que uno busque. El señor Klute  entró simplemente por entrar, más que nada por distraerse un poco viendo cómo la gente mira los productos, los toca, los prueba, dice no, los paga, sin discutir  nunca el precio, o simplemente se limitan a hacer como él: entrar para ver y no comprar nada. Puede acontecer que lo que realmente les guste sea ver tantas luces, tantas cosas expuestas juntas, tan atrayentes y la mayoría de las veces inasequibles porque sus salarios no dan para ello o bien su­bir y bajar en las escaleras mecánicas que te llevan de un piso a otro del edificio. Se paseó primero entre collares, peines, pelu­cas, artículos de aseo, bolsos y material fotográfico para termi­nar en esa planta con los discos. A él siempre le agradó la buena música. Se le ocurrió buscar entre tanto material obras de Stravinsky,  en especial: Vida de Un soldado, la Consagración de la Primavera y el Pájaro de fuego. No encontró más que las dos últimas o­bras y en un mismo disco. pero en una versión que le pareció bas­tante mala. Pudo, sin embargo, ver el Concierto para violín y orquesta de Beethoven, el Concierto para piano y orquesta de Tchaikovsky y unos estudios para violín de Paganini. A parte de todas las sinfonías más conocidas de los autores más famosos del mundo de la música clásica. Decidió comprar la conocida Música incidental de ­Peer Gynt, de Grieg. Pensó que para esto sirve el entrar en unos grandes almacenes: para comprar toda una  sarta de cosas que no pensabas adquirir pero que al veras, sin saber por qué, o bien por la publicidad o bien por su precio, o bien porque te gustan en ese momento, te las llevas. Es seguro de que una parte importante de las ventas de estos tipos de grandes almacenes se basan en hacer sus productos atrayentes a los clientes o a los que simplemente han entrado para pasar el tiempo, para curiosear un poco, como le ha su­cedido al señor Klute. Pero aún con todo está seguro de que ha ­efectuado una buena compra, aunque ha caído en el juego. Y prosigue su camino entre mostradores a modo de paradas viendo y observando no sólo los artículos que se ofrecen si no, y lo que es más importante, a las personas que también transitan por ese intrincado laberin­to que es unos grandes almacenes, Deja la planta baja tras dar va­rias vueltas algo perdido y retornando a pasar por caminos ya hollados. La escalera mecánica le sube hasta otra planta sin que a él le cueste fatiga alguna. Lo recorre todo sin encontrar nada que pueda llamarle la atención a pesar de que está toda ella dedicada a  caballeros. Tal vez unos guantes nuevos, pero no, los que lleva ­puestos se los regaló su hermana Mary y los aprecia por lo que son y por lo que representan: no es admisible su sustitución. Podría, también, haber comprado una corbata pero él, el señor Klute, hace bastantes años que relegó al olvido su uso pues no les utilidad alguna, más bien le resultan molestas. Pasó por alto el detenerse ­ en las plantas segunda y tercera ya que no encontraría nada interesante, pues' estaban dedicadas a Señoras y a Niños respectivamente. Y lo mismo le ocurrió con la cuarta y quinta plantas dedicadas por entero a Jóvenes y a Artículos del hogar. Tal vez podía comprar algún regalo para Susanne, pero no, no era ni su cumpleaños ni su santo. Por tanto no había motivo para hacerlo. Se detuvo, no obstante, en la sexta planta para ver Ocasiones y Deportes. Pensó pasar por alto estos últimos artículos ya que dad su edad no podían seducirle en manera alguna y, además, él nunca fue deportista, o al menos persona amante de los mismos. Sin embargo dentro de ese concepto tan amplio como es el de Oportunidades  sí podría encontrar algo  en verdad interesante. Tal vez algún objeto raro o una oportunidad clara dado su precio. Vio cerca de sí un cartel que decía: “Libros" y sin más se dirigió ­hacia allí. Seguramente en este departamento podría encontrar lo que realmente estaba buscando: una buena novela que le entretuviese en sus largas noches de insomnio. El señor Klute, anciano ya aunque no viejo, dormía muy poco por las noches, como suele sucederle a todas les personas mayores, y estaba seguro de que si bien no podría leer demasiado cada vez porque su vista ya no era la de antes cuando era joven, un poco no le haría daño y no le causaría ningún trastorno. Buscó por todos  los lados  esperando toparse con algo realmente digno. En su mayoría eran libros comerciales y sin ningún interés ,mas que nada tratados hogareños, según propia  de­finición del señor Klute, y libros de temas varios orientados hacia personas sin casi cultura. Todo esto no podía interesarle; él era dentro de lo que cabe un señor cultivado y muy capaz de apreciar todo tipo de calidad y hermosura, estuviese ésta donde estuviese. Tras mucho mirar, repasar y cambiar tomos de sitio dio con algo que tal vez le resultaría satisfactorio. Se trataba de una edición encuadernada en ­piel, muy barata dada su calidad, de El Quijote, de don Miguel de ­Cervantes. Comprendió que su lectura, su vuelta a encontrar unos personajes que hace mucho tiempo conoció, le sería encantadora,  especialmente si tenemos en cuenta que la edición respetaba el lenguaje cervantino, y además en castellano: repasar un poco los arcaísmos del len­guaje tampoco le vendría mal, lo cual suponía un atractivo más que añadir a todas las excelencias que la lectura del Quijote siempre comporta. Por unos instantes dejó volar su imaginación y se vio a sí ­mismo Quijote también. Él, un caballero refinado y de buenas cos­tumbres, algo solitario, enamorado una vez de una Dulcinea que él mismo se había creado, un poco loco y alejado en un mundo lleno de buenos Sanchos. Su Dulcinea un día se casó con otro y prosiguió su vida apartándose cada vez un poco más del mundo, riéndose con sus ideas, para muchos descabelladas. Atacó también rebaños de ove­jas creyendo que se trataban de ejércitos armados, y lo eran. Se batió admirablemente, a lo largo de su vida, con molinos de viento que más bien asemejaban y eran gigantes contra los cuales era absurdo luchar, pero contra los que había que combatir para seguir siendo persona. Sí, él era un Quijote de la vida moderna, inmerso en una ciudad que Don Quijote conoció y describió en su época y de que, seguro, hoy habría huido, un ser tal vez encantador desplazado de su momento histórico en el que le había tocado interpretar su farsa.  Decidió adquirirlo y con él bajo el brazo y con una cierta dosis de alegría pensó en que lo mejor sería regresar a la calle y al mundo cotidiano lleno de molinos y de rebaños de ovejas contra los cuales uno no puede abstenerse de combatir lanza en ristre, aúna sabiendas de que a veces has dejar que te nombren gobernador de ínsulas Baratarias, para demostrar que sus extravagancias y chocheces de vejo algo ido no son tales. Él, el Quijote de ahora mismo, sin su Rocinante pero sí con su autobús de cada mañana, iba a recuperar el papel que en su cervantina vida le ha tocado representar.

El señor Klute salió a la calle de nuevo aunque esta vez no fue desde la oscuridad del portal de su casa, sino que emergió de la luz para incorporarse a la luz del día llevando consigo un libro recién adquirido y un disco en la mano. Escrutó el cielo y confirmó que no se había equivocado al suponer que con el avanzar del día las nubes dejarían lucir tímidamente unos rayos de sol algo reconfortantes. Se propuso coger un taxi, hecho que nunca solía hacer, para llegar antes a la oficina. A su lado pasaron varios taxis, mas todos iban llenos de gente o al menos con la bandera de ocupado bajada. Debemos reconocer que el señor Klute no estaba acostumbrado a tenérselas que ver con competidores expertos en la búsqueda y captura de taxis libres. ­Más de una vez estuvo seguro de haber conseguido uno, más de una vez se dijo: “por fin logro uno, ahora podré sentarme y descansar un poco mientras el conductor me lleva a donde yo le indique”, y más de una vez se dijo “¡Maldición!” viendo como el vehículo a él y otra persona más rápida se adelantaba y se introducía dentro ante la mirada expectante y confusa del señor Klute. Se convenció de que ­así no conseguiría nada y dedujo que por lo tanto lo mejor se­ría hacer como los demás hacían. Cuando se tiene el coche parado y se está seguro de que ése es el tuyo no reaccionas con apresu­ramientos porque crees que te pertenece ahora y es por esa razón que siempre te lo quitan sin darte tiempo a reaccionar. Por el mo­mento cesó en su intento fallido de encontrar una libre y empe­zó a caminar lentamente al borde de la acera, muy junto a los coches, haciendo el despistado, como si estuviese absorto en al­go lejano a la realidad. De pronto uno libre se detuvo a su lado parado por otra persona detrás de él. Con rapidez abrió la puerta y se introdujo dentro indicándole al conductor que siguiera adelante. Vio como una cara aturdida con claras muestras de enfado gesticulaba fuera levantando el puño algo que no llegó a oír al otro lado de la ventanilla del vehículo, pero no le importó demasiado, era como un juego: él ahora estaba en un lado, dentro, en el bueno y el otro estaba en el otro, o sea: fuera, él esta­ba sentado y tranquilo, el otro estaba furioso y de pie, como él había estado antes­, pero ya distante y por lo tanto fuera del problema, marginado totalmente. Dudó sobre si estaba bien lo que acababa de realizar y pensó que no pero ya estaba hecho y era ­la única manera de hacerse en aquel lugar con un taxi. El viaje fue relativamente largo debido en primer lugar a que el señor Klute se encontraba aún muy cerca de su casa y su trabajo esta­ba en otra sector de la ciudad y por lo tanto era necesario atravesar casi en su totalidad el centro de la urbe, y en segundo lugar porque en esta zona céntrica y a esta hora el grado de densidad del tráfico es muy alto, se producen constantes interrupciones y se marcha casi en su totalidad en caravana. Pero no impor­taba demasiado, el vehículo iba equipado con un magnífico equipo estereofónico y al propietario del mismo, indudablemente, le gustaba la buena música, y en consecuencia tuvo un viaje grato, tranquilo y hasta cierto punto breve comparado con la cotidianidad del autobús.

El señor Klute salió aquella mañana del taxi. Lo hizo de una forma lenta y reposada, sin importarle que alguien osara apropiarse indebidamente de su vehículo. Pagó el trayecto y con sus dos paquetes bajo el brazo uno y en la mano el otro, se encaminó hacia su despacho. Se detuvo un momento en la floristería antes de entrar en el edificio para adquirir, como muchas mañanas acostumbraba a hacer, la rosa roja que luego colocará encima de la mesa de su des­pacho en un vaso con un poco de agua. Era algo que siempre le había gustado hasta el punto de que llegó a ser una manía en él: tener una rosa roja en su mesa para en algunos momentos entretenerse mirándola, admirándola, maravillándose con su pequeña gran perfección, deleitándose con su fragancia cuando el trabajo resulta pesado y se precisa un leve instante de aislamiento personal. Con la flor en la otra mano, ahora sí, se encaminó hacia su destino cotidiano repitiendo los pasos y las acciones de todos los días. Abrir la puerta del ascensor si éste estaba o bien aguardar a que llegase, como sucedía en la mayoría de las veces. Una vez dentro marcar el número cuatro y aguardar a que el ascensor se estacionara en la ­planta señalada. Hoy subió solo, no con Susanne como solía hacerlo en la mayoría de las mañanas. Por tanto hoy no tuvo que decir como  casi todas las mañanas: “Buenos días, Susanne”, con voz amable y hasta cariñosa. Susanne es una muchacha muy joven, rubia y muy atractiva, compañera suya de tra­bajo que hace años entró a trabajar junto a él siendo toda­vía una chiquilla encantadora y muy infantil. Desde entonces el señor Klute se encariñó con ella, y ella con él, profesándose un ­amor mutuo y correspondido. Susanne veía en el señor Klute una especie de padre, un amigo mayor y comprensivo, excesivamente bueno y atento para con ella, al que se le podían contar todas esas cosas que ella no podía confiar a otro hombre y mucho menos a una amiga y el señor Klute veía en ella esa hija que nunca tuvo, esa niña magnífica, hecha ya mujer, que le quería y agradecía ese amor pa­ternal que él le tributaba. Estaba seguro de que hoy encontraría a su niña preocupada por su tardanza. El señor Klute es un hombre que nunca falta a su trabajo y si lo hace es por motivo de enfermedad únicamente. Luego su falta esta mañana habrá inducido a Susanne a pensar que estaba enfermo en cama y que por eso no había ido. Abrió el señor Klute la puerta con cuidado y pudo comprobar cómo ella estaba al fondo, en su mesa de trabajo, junto a la de él, con la ­cabeza levantada mirándole sonriente y más tranquila. No, no me ha sucedido nada ­especial, simplemente que al salir esta mañana de casa me he acordado de que debía de realizar unas compras y he decidido tomarme ­unas horas libres, dijo a modo de explicación sin que nadie le ­preguntara nada. Susanne respiró aliviada: no estaba enfermo ni le había ocurrido nada malo, simplemente que hoy había llegado más tarde y por lo tanto no habían subido juntos en el ascensor, sim­plemente ésa era la causa, nada más. Ahora, el señor Klute estaba allí, contento y jovial con una rosa en la mano y con un semblante que le configuraba su encanto, si cabe, aún mayor del que siempre había poseído. ­Se dirigió con paso lento, reposadamente, contando los pasos, mi­diéndolos, hacia su mesa. Una vez allí dejó sobre la mesa los dos paquetes que traía consigo y cogiendo el vaso tiró a la papele­ra la flor marchita que éste contenía y se dispuso a cambiar el agua en la fuente, una vez hecho esto aspiró tiernamente la fra­gancia de la nueva flor y sonriendo la colocó en el mismo sitio y de la misma manera que la anterior. Se quitó el abrigo y el som­brero dejándolos de cualquier forma colocados en el perchero y fi­nalmente se sentó en si sillón. Buscó con la vista las carpetas que el día anterior había dejado encima de la mesa para trabajar hoy en ellas. No estaban, sin duda alguien, con toda seguridad Susanne, convencida de que no vendría ya esta mañana las había guardado en lila de los cajones. Los abrió todos y buscó con tesón. Allí tampoco estaban. Miró hacia la mesa de Susanne con cara de interrogación.­ No los busque, le dijo-ella contestando a su gesto, señor Klute, las he cogido yo esta mañana pensando que usted hoy no vendría y ya hace que he contestado todas las cartas y he tramitado el resto. Así pues, replicó él con calma, todo el trabajo que tenía que realizar ya está concluido, gracias hija, gracias. Pensó el señor Klute que des­de hacía mucho tiempo  él no era  necesario, y puede que prescindible, en aquella oficina, la buena de Susanne tenia capacidad demostrada para poder realizar el trabajo de ambos sin grandes esfuerzos y que quizás él continuaba allí, en la brecha, porque ya era viejo, llevaba excesivos años dedicando su vida a la empresa y, dentro de muy poco, apenas unos meses, le llegaría la anhelada jubilación. En si interior sintió una enorme indignación: él aún  era capaz de trabajar y de brindar varios años más de su trabajo a la casa, pero no debía dejar traslucir este malestar, y mucho menos ante Susanne, pues ella, indudablemente, lo único que había hecho era ayudarle, sin ningún atisbo de mala intención, todo lo contrario. Además, ¿quién podría enfadarse alguna vez con Susanne: nadie. Su  ­gracia y su encanto, su amabilidad y su ingenuidad rayando lo infantil, su feminidad, su todo, eran la chispa y la vida de aquella  oficina. Pensó también que como no tenía nada que hacer lo mejor sería .dedicarse a no hacer nada, a dejar que las horas pasaran lentamente, muertas, sin ningún fruto que agregar a su larga dedicación a los asuntos que allí se gestionaban cotidianamente. Pasó el resto de la mañana haciendo pajaritas, carrozas y barcos  de pa­pel y jugando a rellenar el salto del caballo y los crucigramas del diario, alternando todo  ello con alguna que otra cabezada y devaneo mental por otros derroteros. Así se vio por unos momentos joven y apuesto, con su traje nuevo, con aquella corbata de color verde, de seda, que tanto llegó a gustarle du­rante algún tiempo porque Se la había comprado mamá para que pudiera presentarse  bien vestido, incluso galante, en su oposición para la Administración. La estrenó aquel día y luego de haber ganado una plaza, mal retribuida, eso si, decidió llevarla siempre porque estaba seguro de que aquella corbata de mamá era para él como un ­talismán, algo que lo daba suerte. También se reconoció más hombre hecho y no tan joven recién llegado a la ciudad que había ganado una oposición de administrativo y que cambiaba este puesto que tanto le costó obtener por el que ahora tiene. Desde entonces siempre ­ha estado aquí, en este mismo despacho, trabajando en esta misma mesa, sentado en esta misma silla, haciendo lo mismo desde que llegó, quemando sus días y sus horas puede que inútilmente aquí, es­parciendo las cenizas en todos los rincones de este edificio. Le vino la tentación de abrir su Quijote y empezar a leer aquello ta­n maravilloso que dice: “En un lugar  de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...”, mas pensó que no sería muy oportuno el hacerlo. Después de todo estaba en el trabajo y le pagaban  precisamente pa­ra eso y no para pasar les horas muertas leyendo una novela que nada  tenía que ver con su cometido cotidiano. Puede que éste fuese el momento de .empezar a hacer algo nuevo y productivo para él como sería el  comenzar a leer la novela, pero ya era tarde, a lo largo de su vida había cedido muchas veces, tal vez demasiadas, en bien de la empresa y una más ya no iba de aquí. .No lo abrió,  pero sí en su interior se vengó dedicando parte de su tiempo pagado para que trabajara recordando aquella época  lejana ya en el tiempo, en que él tenía su modesto puesto en la administración  ganada a pulso y que le dejaba tanto tiempo libre para poder leer. Cuando se es joven se tiene el espíritu preparado para muchas cosas; después, a medida que transcurre el tiempo, poco a poco las vas relegando en un acomodaticio olvido. En su juventud gastó mucho dinero y mucho tiempo en adquirir todo tipo de libros. Llegó a poseer una biblioteca más que aceptable que un día vendió a un librero  para  comprar con el resultado de la venta más libros nuevos que no había leído aún. Entonces sí que dormía muy poco y no a causa del insomnio de ahora. Dedicaba todo su tiempo libre y todo su tesón a devorar libros y más libros. Después le ofrecieron la oportunidad de abandonar su mal remunerado puesto y venirse  a trabajar  a este despacho; en el que aún hoy sigue. Toda una vida dedicada a quién sabe qué sin obtener recompensa alguna, sabiendo que si aún le tenían en nómina es porque muy pronto se va a jubi­lar. Pero ahora todas estas cosas poco importan ya, ahora cuando al fin se  da cuenta de todas ellas puede hacer un resumen de su vida muy corto y muy sencillo, el resultado es demasiado fácil y obvio: no ha valido para nada, y qué más da, se ha limitado a vivir su vida como mejor ha sabido hacerlo y no es ahora momento de arrepentirse de algo. Ya es hora de abandonar por hoy el trabajo y por tanto de reincorporarse a la monotonía diaria sin amarguras, sin las  tristezas que a un viejo como el señor Klute ya de nada van a servirle.

El señor Klute salió aquella misma mañana del despacho acompañado, como todos los días, por Susanne. Se encaminaron lentamente hacia el restaurante en el que todos les días comían ambos juntos, situado no lejos de allí, apenas andando un par de manza­nas de casas y eso es todo. El señor Klute tenía la costumbre de coger del brazo a la joven Susanne para sentir un apoyo no solo físico en su vejez. Susanne era para él toda alegría y cordialidad, ju­ventud plena y desbordante, esa inmensa capacidad de ilusión y ­ganas de vivir que tanto precisaba el señor Klute porque él nunca fue así y ahora añoraba esos recuerdos que nunca podría tener y que veía en su compañera y amiga. Entraron en el local y se senta­ron en la misma mesa de todos los días para comer el mismo menú de siempre .Hoy el señor Klute apenas comió alegando que sentía un cierto y repentino malestar. Además, en contra de lo corriente de cada día, hoy apenas hablaron. Solían comentar las incidencias de la oficina, de la vida de la ciudad, de las cosas que Susanne ha­cía o pensaba realizar. Discutían temas de interés para ambos mientras saboreaban una taza le café después de la comida.  Pero hoy no fue así .El señor Klute se excusó ante la preocupación de Susanne y sin más cogió un taxi, esta vez sin las peripecias de la vez anterior, y marchó a su casa.     ­

El señor Klute  salió del taxi, pagó el importe del mis­mo y entró en su casa. Miró sin detenerse en el buzón de la co­rrespondencia y viendo que no había nada no se entretuvo en abrirlo y subió muy lentamente las escaleras. Treinta y nueve en total. Llegó arriba jadeante y sumamente cansado. Entró dentro de su piso, dejó las cosas encima de la mesa sintiendo no poder empezar a leer aquello tan maravilloso que dice: En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..., y se acostó sin más pensando que seguramente no sería nada y que a la noche este malestar se le habría pasado y podría, entonces sí, comenzar esa magnífica novela. Tomo una pastilla para calmar aquel dolor de cabeza que sin saber por qué le preocupaba. En muy poco tiempo logró  dormirse y plácidamente durmió durante muchas horas para no despertarse nuca más.

El señor Klute no volverá a salir nunca más por la maña­na para dirigirse a su trabajo. No tendrá que apartarse en un tramo de la escalera a un lado para que “estos chiquillos” pasen corriendo sin darle los buenos días. El señor Klute a partir de ahora no volverá a ponerse aquellos guantes algo sucios y bastante deteriorados por el uso que le traían recuerdos de su niñez ni volverá a detenerse ante el buzón de la correspondencia para ver si  hoy ha recibido esa carta que nunca nadie le escribirá.

El señor Klute no saldrá como todas las mañanas por el ­portal de la puerta de su casa sin paraguas para escrutar que hoy tampoco lloverá a pesar de que las nubes que  todo lo llena porque el señor Klute ahora descansa, descansa, por siempre descansa…



ACTO PÚBLICO


No sé por qué no me salen las palabras. Lo intento una y otra vez, adecuándolas de distintas formas, rebuscando significados ocultos en ellas para no ser mal interpretado, reintentando construir frases en mi mente, pero no, no salen mis palabras. Se aglomeran en mi mente, golpean irremisiblemente unas contra otras, con contundencia, sin piedad, provocando reacciones en cadena que yo no soy capaz de atajar, produciéndome un enorme dolor mientras  intentan adquirir consistencia, sentido, fluir al exterior, con fuerza, con miedo a permanecer por más tiempo encerradas, aprisionadas en la oscuridad de mi mente, que riendo desasirse de mis pensamientos sin importarles demasiado el sentido de las frases, lo importante es escapar como sea. Y, sin embargo, yo no consigo encadenar un pensamiento  que pueda resultar mínimamente lógico, que tenga sentido. No, no lo entiendo. Lo intento una y otra vez, y las palabras no me salen: se aglomeran, se pelean entre ellas, todas quieren ser las primeras y no encuentra la salida ninguna de ellas. Estoy mudo ante un auditorio que espera que yo hable y diga cosas importantes y quién sabe si trascendentes. De pie, ante el micrófono, en el estrado, mientras los además aguardan sentados en sus confortables buta­cas unas palabras mías. sé que tendría que hablar, comenzar por cualquier cosa, decir muchas cosas o por lo menos algo, pero ni siquiera recuerdo, en estos momentos, por qué estoy yo aquí ahora, quién me ha hecho venir y con motivo de qué. Son muchas las veces que la presión del momento puede más. El miedo escénico. Mas no es mi caso, yo estoy acostumbrado, no me impone el número de personas que puedan estar pendientes de mi disertación. Pruebo una y otra vez a ordenar mi mente, recapacito dentro de los lími­tes de mis posibilidades actuales, me pongo colorado, siento en la frente un sudor frío, después mi color cambia a blanco de momia, y prosigo estupefacto, de pie, mirando a todas partes y a ninguna en concreto, sin saber qué hacer, cómo actuar y qué es lo que tengo que decir o hacer. Quisiera reaccionar, to­mar una resolución que modificara la situación actual, pero no se me ocurre nada. Parezco, debo parecer, pues tampoco estoy seguro, una estatua. La gente me mira insistentemente y yo me siento cada vez más incómodo. No sé por qué, pero no me salen las palabras. Una idea burda y tonta se insinúa en mi mente. No es algo concreto, pero creo que tal vez pueda servirme para solucionar el problema, o por lo menos para que el tiempo pase y mientras mi mente sea capaz de establecer una claridad y una coordinación entre mis confusos pensamientos y palabras que no son capaces de encontrar la salida y puedan así tomar un sentido, adaptarse los unos con las otras. Me decido. Gri­to con todas mis fuerzas: “¡No, mierda, no! y saco la lengua a la gente que me aplaude, me aclama alocadamente. Y prosigo al ver su reacción “Idos todos a la mierda”. No tengo ni idea de qué era lo que debía decir, tal vez esto, mi mente sigue confusa, pero desde luego mi acción ha sido espontánea y ha dado un resultado. La multitud sigue aclamándome.