ANDRÉS MARCO

domingo, 22 de junio de 2014

EL SOL ILUMINA SIEMPRE

El sol ilumina siempre todas partes
aunque tú sólo veas ahora sombras
que cuando sin temor las abandonas
te sorprende lo que  tienes delante.
Sol, nubes, tormentas son normales,
no siempre elegimos con acierto
difícil es discernir entre varios males
y más dejar que se los lleve el viento.
El futuro siempre resulta que es incierto
pero es lo que nos aguarda al momento
y tú, en el pavor, a  las sombras te aferras
y olvidas que si  es tuyo,  ¿a qué esperas?


sábado, 21 de junio de 2014

CIERRO LEVEMENTE LOS OJOS

Cierro levemente los ojos
y  dejándome llevar evoco
aquellos apasionados besos
que ahora quedan tan lejos.
Y es que haciéndonos viejos
hemos encontrado el sosiego
de la ternura sin sonrojos,
caricias, palabras y abrojos
que también se dan a veces,
y  luego alimentan con creces
ese querer ya tan sosegado
que da el seguir a tu lado:
olas suaves acarician la arena
de un mar nocturno calmado,
yo te siento de esta manera
y  feliz amo y me siento amado.

martes, 10 de junio de 2014

LA MANO


LA MANO

Desde muy joven siempre tuve la misma obsesión: aquella mano grande, musculosa unas veces y huesuda, incluso nervuda,  otras, que siempre se me aparecía y que veía cuando menos lo esperaba. Se hacía visible porque sí, sin que yo la llamara o me obsesionara con su necesidad. No la precisaba para nada, es más, no entendía por qué se hacía presente sin que nadie la  reclamara. Hubo un tiempo en el que incluso llegué a temerla y a odiarla. ¿Qué representaba? ¿Qué significaba? ¿Qué sentido tenía su presencia? ¿Por qué sólo se materializaba conmigo, cuando yo estaba sólo? Nunca conseguí  saberlo y  estoy convencido de que jamás lo  sabré. El por qué de su presencia es algo que se me escapa. Después, con el tiempo, dejé de mirarla con recelo e incluso logró hacérseme familiar. Estaba ahí, me había acostumbrado a su presencia, ya no me molestaba. Tampoco interfería en  mi vida. Era como una sombra que me seguía a todas partes. Incluso llegué a la conclusión de que se había constituido en algo así  como una señal de alerta o algo por el estilo.
La mano era  simplemente eso, una  mano, aunque no parecía demasiado humana. Al menos yo no la veía así. Una mano cortada, sin brazo ni ningún otro tipo de continuidad. Además, siempre llevaba puesto un guante. Y, la verdad, no sé por qué razón. No dudo de que sus motivos tendría. El asunto es que éste no siempre era el mismo, aunque sí en cuanto a la forma y modelo. Lo único que variaba era su color: unas veces negro, otras blanco, en ocasiones  rojo y en algunas otras era una amplia gama de colores que nunca había visto yo hasta entonces.
Era insólita, extraña, rara. Habituado a su presencia como un  elemento ya más que familiar, a veces se me ocurría dirigirle la palabra o bien  hacerle preguntas como se hace con cualquier ser humano, pero nunca me contestaba. Siempre quieta, impertérrita, ocupando su lugar como una estatua de mirada inexpresiva y con los ojos puestos en el infinito, como si la cosa no fuese con ella. Cuando llegué a acostumbrarme y verla como un elemento más de mi entorno familiar, continué dirigiéndole la palabra, aún a sabiendas de que no iba a responderme, No obstante, sí dejé de interrogarla sobre cosas que  según mi intuición podían resultarle molestas, por no decir incómodas e incluso agresivas, dado que ésta era la única evidencia que tenía de ella. Así que me limité a saludarla cuando aparecía y también a hacerle observaciones sobre las cosas más triviales y  que no supusieran conflicto. Y siempre me contestaba con un ligero movimiento de los dedos o bien emitiendo una jerga de sonidos extraños e indescifrables para mí.
No niego que a veces creí que se trataba de un ser extraterrestre, que era un habitante de algún otro planeta, que iba perdido o desorientado y que esperaba que yo le ayudase, que yo le marcara el camino de regreso. Pero ¿cómo podía hacerlo yo si desconocía todos sus motivos? Sabiendo tan pocas cosas de aquel ser  estaba claro que a todas luces me resultaba imposible. Me faltaban datos. Esta idea duró algún tiempo en mi pensamiento y, por tanto, siempre procuraba ayudarle en lo posible, pero  nada, no tenía consecuencias.
Al final desistí de esta idea y me vi inducido a pensar que se trataba de un espíritu del más allá. De algún fenómeno no parapsicológico. Un ente venido del otro mundo. Difícil de aceptar ¿no?
Una vez paso por mi cabeza la idea absurda y tonta de lanzarle algo para ver cómo podía reaccionar y para saber  también si de alguna forma era tangible, si era material o no, pues al menos a mí me lo parecía. Estando un día solo en casa, bueno, solo del todo no, con ella que me hacía compañía, como siempre; no sé cómo ocurrió, pero ocurrió. El asunto es que le lancé un cenicero de vidrio que tenía cerca de mi mano. No tuvo tiempo de reaccionar. Éste le atravesó por completo y fue a estrellarse contra la pared. Por un momento creí que la mano gesticulaba algo, inteligible para mí pero sí algo, sonidos bastante confusos. Y continuó allí inmóvil, pensativa, como si nunca hubiese pasado  nada entre ella y yo. Yo sabía que no había sido precisamente así, sino que me había atrevido a eso, a intentar agredirla sin que mediara motivo alguno. Me callé y me quedé quieto, como atontado, mirándola fijamente, asustado, expectante, atemorizado, tenía miedo de que hiciera algo contra mí como castigo a mi osadía, algo que me hiciera arrepentir de mi acto de agresión. Mas no pasó nada. Se limitó a pasearse de un lado a otro de la habitación, rozando el techo con las yemas de los dedos -si es que a aquello se le pueden llamar dedos- y no dijo nada. Después, de improviso, sin apenas percatarme de ello ni mediar gesto alguno, desapareció.
No la volví a ver en varios días, con lo que mi tranquilidad fue en aumento pues no estando no podría hacerme nada. Y además, ahora, sabía que no era material, y eso ya era algo, y también sabía que me había abandonado, que se había ido. Por lo tanto yo volvería a ser una persona normal y corriente, como otra cualquiera, como las que veo todos los días por la calle. Y  también que aquella terrible pesadilla en forma de mano no la volvería a tener nunca más.
Transcurridos apenas  unos días me percaté del error que había cometido al hacer suposiciones tan precipitadas. Al despertarme una mañana, a la misma hora de siempre, la mano estaba allí de nuevo. Como un cuadro o un florero, ornamental, algo perpetuo, impasible,  observándome tal como lo haría una estatua. Me estaba contemplando sin más pero no se había hecho notar. Simplemente me había percatado de su regreso nada más porque había mirado  hacia aquel rincón del techo. Al ver que yo la miraba atónito  movió un poco los dedos en señal como de saludo. La saludé también yo con un leve movimiento de cabeza y ella me respondió de igual forma. Noté que estaba contenta. Y en el fondo también me alegré yo: me había acostumbrado a su compañía silenciosa y la había extrañado mucho durante su ausencia.
Cuando tuve ocasión de detenerme a pensar y aceptar lo que me estaba volviendo a suceder  me alegré todavía más. Después de mi atentado contra su integridad no había reaccionado en contra mía. Pasado su lógico enfado regresaba de nuevo  a casa y seguiría mis pasos como siempre lo había hecho. En cierta forma era hasta divertido el tenerla siempre como una señal de alerta. Cuando íbamos por la calle juntos, si a ella algo no le gustaba o le inquietaba lo que veía, se movía yendo de un lado a otro sin parar hasta que yo me fijaba en ella y entonces nos marchábamos. Me avisaba siempre de todos los peligros y siempre acertaba. Se había convertido en algo así como mi guardián, en mi ángel custodio, como si fuese mi segunda vida que velaba incesantemente por mi seguridad. Y yo me sentía muy satisfecho de tenerla. Sólo la poseía yo y con su presencia y compañía yo era un ser especial y privilegiado, aunque nunca supe claramente qué motivos le impulsaban a estar constantemente conmigo.
A medida que pasaba el tiempo nuestra amistad fue en aumento y nos convertimos en amigos inseparables. Éramos una misma cosa, como amasados y cocidos a fuego lento en un horno de fundición. Desconocía su procedencia y su naturaleza, su origen. Mas todo eso no importaba. Estábamos bien así juntos. Y de esta forma tan normal iba transcurriendo nuestra vida. Nunca más me había atrevido a hacerle preguntas indiscretas sobre su procedencia o por qué estaba conmigo y no con otras personas, por qué nada más la veía yo y mucho menos osé atentar contra su vida. Nos respetábamos mutuamente y juntos funcionábamos a las mil maravillas.
Después estuve un tiempo bastante largo sin ella. Me dejó, me abandonó. Desapareció sin darme ninguna explicación, sin decir nada. De esta época apenas consigo recordar nada. Ahora los médicos me han dicho muchas cosas sobre ella. Me explican que la mano nunca llegó a existir y que es por eso que no consigo recordar cómo era. Que sólo era el producto de mi mente enferma. Y que por eso he estado internado cuatro años en una clínica psiquiátrica. Para curarme de mi locura. Ahora, según ellos, ya estoy curado y por eso no volveré a ver mi mano. Yo no sé nada de nada, ni siquiera recuerdo haber estado en una clínica curándome de una supuesta locura. Dicen que yo estaba loco, pero no les creo. No cabe duda de que todo ha sido un artilugio de gentes envidiosas y perversas que me la han arrebatado para siempre porque ellos nunca permitirán que haya un ser privilegiado, especial, entre ellos. Por eso dicen que estoy loco. Para encerrarme y quitármela mientras. Pero yo sé que ellos no la tendrán nunca. Ella no me cambiaría jamás por otro.








II


¿Tú aquí? Ya no te esperaba. Creía que te habías ido para siempre. Pero ya veo que no es así. Sabes, suponía que no regresarías más. Me alegro de que estés nuevamente aquí conmigo. Como antes, como siempre y para no volvernos a separar jamás. Seguro que será así. Ven, acércate a mi lado y cuéntame cómo te ha ido en este tiempo tan largo de ausencia, ¿no te negarás a hablarme, verdad? ¿Cuánto ha durado esta separación? Sabes, estaba celoso, tenía celos de ti. No me lo explico, pero los tenía. ¿No quieres decirme nada? Ya sé, supongo que a mí no me interesa. Bueno, no importa. Te hablaré de mí. Y ¿qué te puedo decir yo? No recuerdo nada. Nada. Déjame ver, espera, espera, creo que ya recuerdo algo. Sí, eso, sí, eso es. Una habitación  pequeña, muy pequeña, apenas una cama  estrecha, blanca, una lámpara y nada más. Ah!, y una ventana. Calla, calla, no te muevas. No, una ventana no. No había ninguna ventana. Por favor, no hagas ruido con los dedos en el techo, estate quieta. Deja, que ya empiezo a recordar. Sí, había también una ventana, pequeña, con cristales translúcidos, opacos, ah, y unas rejas. Y unos señores horribles vestidos de blanco. Como ahora. Eran cuatro, sabes; sí, sí, cuatro. No sé por qué estaba yo allí, pero lo cierto es que estaba. Y tú no, ¿verdad que no estabas? ¿O sí que estabas?
Bueno, qué más da, lo pasado pasado está. Tú estás aquí otra vez y no te volverás a ir. No me abandonarás ¿verdad? No, no me dejaras. Estoy seguro. Si tú te vas regresarán esos hombres. Sabes, me tienen prisionero y no me dejan salir de aquí. No, no me lo permiten, Me vigilan a todas horas. Mira, ves aquel cuadro, pues me observan desde detrás de él, siempre hay alguien mirándome. No, no te acerques tanto, te pueden ver. Ellos dicen que tú no existes, que eres un producto que mi mente enferma ha creado, pero yo no les creo. Sabes, según ellos ahora ya estoy curado. Lo importante es que estás aquí. Qué ilusos, no creer que tú seas una realidad. Lo eres, ¿no? Dímelo, díselo  a ellos. Que estás  aquí, a mi lado, conmigo, que estás de regreso tras unas largas vacaciones  y que a partir de ahora  no dejarás que me hagan ningún daño... Díselo, hazlo por mí. Para que vean que no estoy loco y que no miento nunca. Me harás ese favor ¿verdad?
Sabes, he decidido que mañana iremos los dos al parque a ver cómo juegan los niños. Me acompañaras, ¿eh? Será como hacíamos antaño. Y no te separarás de mí ¿verdad? No nos dejaran salir.  Sin embargo nos iremos, y no nos lo podrán impedir porque tú puedes con ellos. Me defenderás de ellos, de su acoso. Y no volveremos hasta que queramos. Y después iremos por las calles. Eso, por la noche iremos a ver las luces de los escaparates. Vendrás ¿verdad? Sí, seguro que vendrás. Tú no me puedes fallar. Vendrás. ¡Oh!, mano  extraña, fatídica, extravagante, intrigante, fiel guardián de mi vida
¡Cuán falta me hacías! Fíjate, date cuenta de que no puedes abandonarme. Cuando te vas vienen esos hombres de blanco y me hacen daño. Me dan cosas que yo no quiero. Y aunque me niego me hacen hacer lo que quieren. Lo hago siempre. Pueden conmigo porque tú no estás. Mas ahora será diferente, porque no me abandonarás nunca. ¡Prométemelo! ¡Prométemelo! No me dejarás nunca más solo. Por qué te pones tan negra. Qué pasa. No será nada malo. ¿Oyes?, ya vienen. Vete, que no te vean. No quiero que te vean. Vete. No, mejor: quédate y diles todo, que eras y eres real, que existes, que estás aquí, que yo no estoy loco, que ya nunca te irás. No, deja, que no te
vean. Corre, corre, escóndete, que ya vienen, que ya están aquí.
Ya lo has visto. Lo has visto ¿no? Me han hecho daño, me han dado una cosa mala, siempre me la dan. Yo no la quiero, pero me la tomo porque dicen que es para curarme. Es para dormir, sabes. Me entra sueño y duermo bien varias horas. Es un tranquilizante o algo así. Me la dan porque me odian. Me quieren matar para impedir que esté contigo. Me quieren matar. Te das cuenta: me quieren matar. Quieren quitarme mi mano. Pero tú no les dejarás. No, no, no tampoco yo les dejaré. Eso no sucederá nunca. No, no. Eso sí que no. Tengo sueño, sueño...sueño. Quiero mantener mis ojos abiertos, pero no puedo. Es más fuerte que yo. Tengo mucho sueño. Voy a descansar. Me hace falta. Sabes, dicen que debo descansar mucho, que me va muy bien.
Dicen que ya no tengo remedio. Me llaman otra vez loco. Pero estoy cuerdo. Lo tengo clarísimo. Jamás he estado tan lúcido como ahora. Yo lo sé porque tú estás conmigo, a mi vera, cuidando en todo momento mi sueño, velando...vigilando para que no me hagan más daño.  Me duele la cabeza. Me pesa mucho. Me da vueltas y más vueltas. Gira y aunque intento yo detener ese rotar aferrándola con fuerza con mis manos, no lo logro. Tengo sueño...sueño...No puedo más. Si vuelven no les dejes entrar. Yo sé que cuando duermo ellos vienen y me hacen muchas cosas mientras. Pero sólo cuando estoy durmiendo. Sueño...sueño. Dime  cosas,  no te calles, lo que sea, no importa, pero intenta que me mantenga despierto. No dejes que me duerma. Me da miedo el silencio del sueño. Tengo pesadillas horribles. No me abandones ahora. Habla, habla, habla para que no me duerma. Dormir ...sueño,..loco,..mano...sueño...locura...todo es lo mismo. Todo resuena en mis oídos. Es igual. Es como un ligero zumbido. Todo da Vueltas a mi alrededor, la habitación gira y gira,  locura, loco, loco, todo da vueltas. El techo y el suelo se confunden, son lo mismo. Sueño que estoy loco y cuerdo a la vez. Loco, loco, loco, loco... ¡No! Loco no ¡Eso nunca! Mano, ven. No te vayas ahora, hazme ese pequeño favor, hazlo sólo por mí. Loco...loco...pesadillas. Todo es una pesadilla, quiero despertar...una tortura permanente...un tormento que nunca cesa y que puede más que mis fuerzas. Una locura que... gira y gira sin ...cesar, sin ...ningún freno que la pare. Locura ...loco...loco. No puedo más. Loco, loco...loco....











-III-


Sí, ciertamente la mano volvió y estuvo conmigo en aquella habitación. Vino a verme en mis últimas horas, a despedirse en mi marcha. Quería estar a mi lado en esos  momentos cuando el último aliento de vida decide abandonarte para siempre.
Ahora sé que estuve cuatro largos años en un manicomio y después en casa seis meses sin la mano. Y un día volvieron a por mí con un coche blanco y me llevaron nuevamente allí. Me cerraron en la misma habitación porque volvía a dar indicios de locura, según ellos, claro está. A mí nunca nadie me quiso escuchar, nadie jamás me hizo caso y sin embargo  ellos nada más tenían que abrir la boca. En su manicomio estuve hasta que llegó mi muerte. Ellos me observaban y me cuidaban. Eso al menos es lo que siempre sostuvieron. Les debo estar agradecido. Pero no había remedio posible para mi mente trastocada.  Mi demencia pudo más que mi vida y acabo con ella.
Mas sucedió algo inesperado. Aquella mano grande, carnosa unas veces, huesuda otras, de distintos colores, con un guante siempre puesto, a pesar de que una vez atenté contra su integridad, había vuelto a despedirse de mí en mis últimas horas. Quería decirme el adiós final, el hasta siempre. Quiso que me dejaran morir en paz, sin más tormentos, sin más medicamentos, sin más pesadillas, sin más hombres de bata blanca que me dieran cosas. Que pudiese morir tranquilo, solo, con ella: mi única compañera fiel, con mi bienhechora, con lo que para mí era como mi vida. Porque era precisamente ésta la que se iba para siempre.
Ahora ya estoy muerto. La vida me abandonó  en aquella lúgubre habitación blanca, pequeña, con un lecho estrecho, diminuto, en el que apenas cabía una persona y una ventana  de cristales traslúcidos con una reja metálica. Después me arrojaron en la fosa común del cementerio, pues nadie se hizo cargo de mi cuerpo. Y ya ven, estoy bien y libre de todo, hasta de mi supuesta locura. Sin embargo yo no he regresado para decirles todo esto, sino para testificar y afirmar que la mano existió, que estuvo conmigo. Que era auténtica. Era una realidad y no una fantasía mía. La mano era una mano y nada más. No era material. Pero eso sí, era una mano.



sábado, 7 de junio de 2014

AQUÍ ESTA DEL TODO PROHIBIDO

Aquí está del todo prohibido decir
que la justicia es un cachondeo
aunque tenga dos varas de medir:
si robo y aumento  lo mucho que tengo
como rico que soy, yo tengo ángel
Y si me pillan un poco lo devuelvo,
de este modo me perdonan  la cárcel.
Lo nuestro es ir a puro degüello
nacimos con ese divino  privilegio
ya  lo mamamos  desde  el colegio:
nosotros somos la casta dominante,
un juez aparece, lo llevamos por delante
que se han creído los del pueblo,
que nosotros nos chupamos el dedo,
el caviar no es para la boca del cerdo
arramblamos con   todo lo que podemos,
con nosotros la justicia se paraliza,
ya se sabe: quien tiene padrinos, se bautiza.


domingo, 1 de junio de 2014

EL PINO QUE ME INSPIRABA MAS CONFIANZA QUE LOS DEMÁS

 EL PINO QUE ME INSPIRABA MAS CONFIANZA QUE LOS DEMÁS
Había estado caminando todo el día, deambulando solo, un poco un ir de aquí para allá, dejando que la intuición me marcara la senda a avanzar, sin apenas darme cuenta de nada, por aquel interminable bosque  del macizo ibérico. Pinos altos de verdes hojas propias de comienzos del verano, pinos de gran envergadura que apenas dejaban filtrar los incipientes rayos de sol del mes de junio aceptando que el suelo también tiene derecho a ellos.  Me había detenido algunas veces a descansar. Me paraba a menudo para secarme con el pañuelo mi sudorosa frente y para tomar el aire impoluto que mis pulmones me exigían en mi tan desusado esfuerzo, apenas unos instantes de respiro, dejando que el aliento fluyera mansamente desde mis pulmones, volver a tomar aire y después proseguía mi camino. Aunque, para ser sinceros, no sabía cuál era éste. Es lo que sucede en esas ocasiones en que no te marcas un objetivo. Tan sólo pretendes caminar, pasar un día de montaña, solo, aislado de la gente como medida terapéutica para el espíritu.
Iba sin cesar de un lado a otro sin una ruta fija que seguir. Era la acción misma de mi caminar quien determinaba mi posible meta. Me gusta andar y andar por la montaña sin dirigirte a ningún sitio fijo, cansarme por cansarme. Estaba contento. Es algo que nunca he podido evitar. Encuentro un extraño e inexplicable placer en ello. Incluso al anochecer seguía yo caminando y deteniéndome a ratos para descansar un poco. La noche había caído y me quedé medio echado debajo de un inmenso pino que me había inspirado, desde el mismo momento en que lo vi, más confianza que los demás. Estaba realmente cansado, extenuado, pero sin sueño. Ahora tenía la ocasión de recordar, de repasar muchas cosas, de revisar mi vida hasta el momento, de dar libertad a mi pensamiento para que se detuviera a contemplar todo aquello que me podía producir algún deleite especial. Recordé viejas historias, esas que se explican en las frías noches de invierno cuando todos estamos sentados alrededor de un buen fuego que nos conforta, esas noches cuando el viento chilla y gime con furor,  como si nos reprochara el haberle dejado fuera, en la calle, negándole una silla a nuestro lado, junto al fuego, para no dejarle explicar a él también su vieja historia. Pasó por mi mente el recuerdo grato de la noche de matacerdo, con aquel rostro femenino e infantil que en mi adolescencia había turbado por algún tiempo mi voluntad. Mi primer amor de niño que se hace hombre y que siempre tiene reservado un pequeño rincón en el desván de sus recuerdos y que, en instantes como éste, en que el cansancio no te deja conciliar el sueño y el que la mente fluye con entera libertad  siempre sale nítido y confuso a la vez, contorneado apenas como un esbozo que una vez quedó aparcado en el recuerdo, cuando la mente reposa en las cálidas noches de estío. Recordaba, así mismo, la cara que puso mi madre la primera vez que encontró en uno de mis bolsillos del abrigo un paquete de tabaco, marca Jean, y la reprimenda que me dieron aquella noche. Ahora ya adulto reconozco que en el fondo tenían toda la  razón; yo aún era demasiado crío como para ir por las calles con un pitillo en la boca. También vino a mi mente la primera noche que pasé fuera de casa: entonces tenía cinco años y me habían enviado a Barcelona, con los primos, a casa de la hermana de mi madre. Aquella noche había sentido por primera vez sobre mis hombros todo el peso del mundo que se desplomaba sobre mí. Todo se caía, todo se venía abajo como un  castillo de naipes  y yo en mi niñez me sentía impotente para detenerlo. No pude dormir en toda aquella noche, Es algo que ya siempre me ha acompañado, como mochila de equipaje pegada a la espalda y que, por mucho que me esfuerce, jamás lograré olvidar.
Todos los pensamientos y recuerdos del pasado venían y se iban como aquel que pasa y no quiere que nadie lo vea, como aquel se simplemente se desliza sigilosamente con la pretensión de no dejar huella. Venían, pero se iban con la misma premura con que habían llegado. Sombras y humos, por un momento recuperadas, que se esfuman y desaparecen sin que apenas te percates de ello.    
Estaba muy cansado, las piernas me dolían acalambradas por momentos, mas no tenía ni pizca de sueño. Una noche cálida, con el rumor de la briza que mece las copas de los pinos, pequeños ruidos de animalillos que aprovechan la nocturnidad para moverse y saciar su hambre, arriba, el cielo majestuosamente estrellado con la luna apenas emergiendo al fondo, a mi  derecha, en toda su plenitud dejando que se puedan apreciar, por decirlo de algún modo, sus cráteres. Y contemplando ese cielo inmenso,  sobrecogedor, llegué a interrogarme por cuál sería, entre todas ellas, mi estrella de la buena suerte. Aquella que desde mi nacimiento presidía mis días y mis noches, aquella que velaba por mi vida como si fuese una madre amorosa y tierna que apaciblemente cuida el placentero sueño del reciente fruto de sus entrañas y de su amor.
El silencio se había apoderado de la noche y de mí.  Ni siquiera los mosquitos se habían hecho presentes para intentar  contrariar mi descanso. Todo contribuía a facilitar las cosas. Me sentía solo, pero en mi soledad era más feliz que nunca: la paz y la tranquilidad de la dulce y estrellada noche del mes de junio en las montañas de del sur de la provincia de Teruel  también pusieron su parte. Vinieron muchas más cosas a mi
mente: recuerdos y más recuerdos que aguardaban  una cola interminable esperando el momento oportuno de colarse,  de pasar ante mi mente para abstraerme de todo y sumergirme  por unos instantes en su mundo, al mundo en el que una vez fue y que nunca volverá a ser. El tiempo se había detenido desde hacía mucho y dejaba que todos estos recuerdos aún vivos tuvieran su momento de protagonismo  en el baile interminable de mi memoria. La música era lenta, suave, invitaba a bailar, a dejarse arrastrar por ese placentero son que marcan los propios pensamientos. En la abstracción de mis recuerdos y de mis pensamientos del lejano pasado, en el tiempo unas veces, y no tanto otras, pero muy próximo a mí y a mi vida, el cansancio pudo más que ellos y Ia música dio sus últimas notas. Tuvo que sonar una nana, de ello estoy seguro. Invitaba a dormir y dormí no sé por cuánto tiempo: pudo ser por unas horas, por unos días, o tal vez por unos años e incluso pudo ser por toda la eternidad de la que aún no he despertado. Ciertamente no lo sé. El sueño vence al final siempre y mi mente quedó en blanco,   ausente,  desconectada del todo, dejando que los sueños se posesionaran de sus  espacios y encontraran en todo momento resquicios por los que colarse en esa nada casi absoluta, en esa nada contemplativa del vacío que todo lo llena y que todo lo abarca con avaricia como si pretendiera quedarse instalada para siempre.
Y a la noche le sucedió el día con todo su majestuoso esplendor, y al día la nueva noche con su belleza suave y tranquila, y a esta noche un nuevo día y otra nueva noche, y así sucesivamente no sé por cuánto tiempo mientras yo permanecía allí, mediotumbado debajo de aquel pino que me inspiraba más confianza que los demás.
Lo que después sucedió no sé si he de considerarlo como parte de un sueño que sin duda soñé entonces, o si es parte de una realidad que se sale de toda norma lógica y que por lo tanto te obliga a dudar de su veracidad. No lo sé y no creo que pueda saberlo alguna vez. Tampoco creo que nadie lo consiga porque aunque lo hubiesen vivido ellos no llegarían jamás a creerlo. Procurarían olvidarlo, incluso considerándolo como algo imaginario producto de una mala pasada que te ha gastado el sueño, como una broma de mal gusto que te ha jugado el destino motivada por tu agotamiento al caminar consecuencia de la falta de hábito. Pero yo no podré olvidarlo nunca.
Me desperté o al menos creí despertarme en una estancia vacía, sobre un lecho duro, pero mejor que la sombra de aquel pino que me había inspirado una vez, al anochecer, más confianza que los demás. No podía, por más que lo intenté, explicarme cómo había hecho para llegar hasta allí, pero eso cuando estás convencido de que se trata de un sueño importa más bien poco. Por una de las ventanas un rayo de sol incidía directamente sobre mi cara. Lo reconozco: era el rayo que se filtraba entre las ramas de los pinos del bosque, y sin embargo  ahora me faltaban alrededor mío tales pinos. Entraba por la ventana del cuarto en donde yo estaba. Por su inclinación supuse que hacía ya mucho que habría amanecido. No se veía a nadie ni se oía nada. Nuevamente tenía la ocasión de poner mi mente en blanco. Sentía algo de angustia y mucho sueño. Tenía sueño, deseaba poder levantarme pero mis pocas fuerzas me impedían hacerlo. Era mejor aguardar a que ocurriera algo. Sí, eso es lo mejor, lo mejor, seguro de que es lo mejor que se puede hacer. Después de todo, tratándose de un sueño, poco importa.
Despertaré en algún momento, cuando menos lo piense, y entonces todo se habrá transformado: seré nuevamente como siempre: estaré solo en el monte, caminando, divagando entre los pinos, respirando el aire puro que aquella oportunidad me brindaba. Y suponiendo lo peor: que aquello fuese real, tampoco estaba tan mal: qué caramba. No estaba precisamente en una celda. Se trataba de una habitación, desconocida para mí, eso sí, y nada más. Estoy seguro de que si intento levantarme, salir, y marcharme nadie me lo va impedir. Por qué han de hacerlo. Me han recogido del monte, y me han traído hasta aquí: su acción es de agradecer: no todos son capaces de hacerlo así.  Intuyo que no debo preocuparme demasiado, todo es un sueño del que  tarde o temprano he de despertar. Y cuando  esto suceda me encontraré mediotumbado debajo de un pino.
Llevo varios días con ellos. En su apariencia externa parecen, son, normales. Llevan aquí muchos años, al menos así me lo parece a mí. Su estatura es normal, su cara es propiamente aragonesa -por algo estamos en  la sierra de Teruel- Son muy activos, trabajadores, siempre dispuestos a hacer algo. No obstante, si hay una cosa que me inquieta de ellos es el hecho de que no hablen.
En estos días que estoy en este pueblo, que no consta en ningún mapa y que no tiene nombre no he podido hablar con nadie. Les dirijo la palabra, les pregunto cosas, pero nada; nadie me contesta. Me miran a la cara y no dicen nada. Ni siquiera dejan entrever que no me entiendan. Nada. No dicen nada y siguen con sus tareas  y sus cosas. Y sin embargo no me hacen sentir extraño, al contrario, todo va muy bien; pero eso de que no hablen. Yo me pregunto a veces si es que acaso todos serán mudos. Mas no lo creo. Anoche vi a una niña que lloraba. Gesticulaba con las manos y emitía sonidos entremezclados con los lloros que yo no entendí. De aquí deduzco que son capaces de hablar. Lo que no llego a entender es por qué conmigo no lo hacen. Entre ellos se entienden con una simple mirada o con un gesto; no necesitan hablarse, pero yo no soy uno de ellos. Necesito oír a alguien. Por ahora duermo en la misma casa en la que me encontré solo el primer día, incluso lo hago en la misma habitación. No pongo en duda de que fueron ellos los que me encontraron debajo de aquel pino que me inspiraba más confianza que los demás y me trajeron hasta aquí, con ellos. Me ayudaron, posiblemente me salvaron de alguna amenaza y yo les estoy agradecido por ello. Estoy seguro de que si sigo vivo es por ellos. Me salvaron la vida, luego  estoy en deuda con ellos, algo les debo. Lo que no llego a comprender es  por qué practican esa fea costumbre de no hablar. Ni siquiera entre ellos, por lo menos cuando yo estoy delante. Un sencillo gesto les basta. Es un pueblo aislado de la civilización: no tienen electricidad, ni conocen la radio  y mucho menos la televisión. Sus métodos de trabajo, por lo que he podido observar, son muy rudimentarios: agricultura e industria artesanal. No son muchos habitantes, unas  trescientas personas  más o menos, hay pocos niños pero bastan para dar el punto colorista de alegría preciso a este pueblo. Juegan, corren, se pelean, se distraen, se divierten como niños que son  ayudan en sus casas, pero no hablan. Son mudos, estoy seguro de que son mudos. Es un pueblo que se autoabastece, es suficiente para sí mismo, no necesitan nada de nadie que provenga de fuera. Yo pienso que es por eso que no hablan ellos. Son felices así, a su manera, y a fuerza de la costumbre de no hablar, se les han atrofiado las cuerdas vocales. Incluso creo que han olvidado cómo son las palabras. Me gusta este sitio, la verdad: estoy muy bien con ellos, todos son muy amables conmigo, se esfuerzan por regalarme cosas, por ayudarme en todo, por hacerme mi estancia con ellos agradable, son muy generosos: soy su invitado: por eso lo hacen, estoy convencido, pero eso de que no sepan  o no quieran hablar...
Sí, me gustaría mis queridos amigos, teneros a todos vosotros reunidos aquí,  a mi lado  con esta gente tan maravillosa. Estaríais muy bien aquí con ellos y tendríamos la oportunidad de poder hablar de muchas cosas entre nosotros, de poder decirnos lo que siempre hemos pensado de cada uno y que no hemos tenido el valor suficiente de echárnoslo a la cara, estoy seguro de que a ellos no les importaría. Podríais hablarme y explicarme  todas esas cosas que habéis hecho y vivido  después que yo os abandoné porque ya no os hacía falta. O tal vez porque era yo quien no os necesitaba. Puede que fuese un poco de ambas cosas. Seríamos todos muy felices aquí. Y cuando no supiéramos qué hacer iríamos a dar vueltas por el bosque y nos sentaríamos debajo del pino grande y majestoso que dejaba filtrar entre sus ramas los rayos del sol de junio. Sería maravilloso. Me gustaría que esto lo pudieran ver todas las personas que yo amo: serían todas felices aquí en mi compañía. También me gustaría que estuvieran aquí esas personas que nosotros conocemos y que nos repugnan, esos pelotas asquerosos,  egoístas hipócritas que se aprovechan de todos nosotros. Siempre con una sonrisa a flor de piel, forzada, siempre diciendo a todo que sí, siempre observándote para engañarte, para aprovecharse, estrujándote todo lo que pueden para sacarte tu última gota de sangre y quedarse con ella.
Sí, todos esos también me gustaría que vieran esto. Pero pensándolo mejor, no, será mejor que ellos no lo vean nunca.  Vendrían enseguida, como aves de rapiña, bien aleccionados, preparados desde su tierna infancia, para chupar la sangre de estos benditos que todavía conservan toda la pureza de la inocencia, que desconocen la maldad humana. Mejor es que sigas mi consejo: primero pegadles un tiro a todos ellos, matadlos, deshaceos de ellos, y una vez que no quede ninguno, podéis venir aquí, a mi lado. Eso es, pegadles un tiro, matadlos y  tened la seguridad de que habréis hecho un gran beneficio a la humanidad aunque ésta nunca os lo reconocerá y mucho menos os mostrará el más mínimo agradecimiento: gente como esa sobra en el planeta, hay demasiados, abundan como setas en el bosque en un setiembre lluvioso, pegadles un tiro y después este paraíso será ya de todos.
Ha pasado un año. El sol del mes de junio ha regresado para alegrarnos un poco la vida con su presencia. Y yo continuo en su compañía. Les ayudo en el campo y en todo lo que puedo: les he enseñado muchas cosas, les he ayudado a construir nuevos útiles y herramientas  para que todo aquello que precisan lo obtengan sin tanto trabajo, incluso hemos hecho una noria grande y todo un sistema de cañerías para llevar el agua desde el rio y la fuente hasta sus casas y hasta los  campos faltos de riego.  Hemos, juntos, racionalizado el trabajo y ellos están muy contentos: me aceptan como uno más de la gran familia que ellos forman. No obstante,  siguen sin hablar. Ahora estoy seguro de que si no me hablan es porque no saben ni pueden, son mudos. Viven y conviven entre ellos sin tener ningún contacto con el mundo exterior, así que aunque naciera algún niño no mudo -digo yo-, éste quedaría condenado a no poder hablar porque nadie le podría enseñar  a hacerlo. Es por esto que no se preocupan de escucharme: no podrían contestarme nunca. Acogen de muy buen grado todo lo que yo hago y todo lo que les enseño y ellos aprenden y se amoldan muy rápidamente. Hay bastantes viejos muy simpáticos y agradables; yo creo que aparentan ser mucho más jóvenes de lo que en realidad son. Me gustaría poder conversar un rato, aunque sólo fuese un poco nada más, con alguno de ellos. Es lo único que encuentro a faltar.
No hace mucho, una noche en casa de uno de ellos, comencé a hablar y hablar yo  solo sobre mis cosas, sobre mi mundo, sobre lo que yo hacía antes y me di cuenta de que uno de ellos, el propietario de la casa, me escuchaba y estaba muy atento a todo lo que yo decía, ensimismado en mis palabras, asintiéndome con la mirada. Apenas me percaté de su interés me dirigí a él, pero éste, incómodo,  se hizo el tonto: como si no entendiera nada de todo cuanto yo le decía: se estaba  haciendo voluntariamente el sordo. Aquella noche saqué de allí la impresión de que aquel anciano sabía hablar, o que al menos podía ser capaz de hacerlo, y que me comprendía perfectamente, pero que por algún motivo no quería decirme nada, tal vez existía alguna razón ancestral por la que prefería permanecer mudo, y yo debía averiguar cuál era ésta. Así que a la noche siguiente regresé  a su casa decidido a hacerle hablar.  Volví a dirigirme a él y el anciano me escuchaba y observaba todo atentamente, mas no me replicaba. Al final de la noche, cuando nos quedamos ya solos, y después de mucho hablar y hablar y de interrogarle sobre el por qué de todo cuanto sucedía allí, sin obtener nunca respuesta, le pedí que al menos me dejara conocer su nombre. Yo deseaba saber cómo se llamaba el hombre que me escuchaba, quería conocer el nombre de la única persona  a la que no le importaba demostrarme que al menos se preocupaba de escucharme. No dijo nada, no obstante cogió un carbón del fuego y escribió con trazos poco seguros pero legibles en el suelo: me llamo José Martín Cercós y tengo 116 años. No escribió nada más, pero me hizo un gesto como pidiéndome que no se lo revelara a nadie.
Aquello me alegró mucho, no sólo me escuchaba alguien y era capaz de entenderme, sino que aquel hombre tan anciano, por lo menos él,  sabía además escribir su nombre y sus apellidos. Me sentí, desde aquel preciso momento, mucho mejor. Una extraña sonrisa en sus labios me demostraba su complacencia por el hecho de que yo ya supiera algo de ellos, aunque este algo fuera tan poco e insignificante. Al menos sabía ya que había uno que se llamaba José Martín Cercós y que tenía 116 años. No los aparentaba, pero si él afirmaba que los tenía, no me cabe la menor duda de que era cierto. Es el primer dato que conozco de ellos y ya es algo para empezar.
Anoche volví a hablarle y a interrogarle sobre demasiadas cosas que bullían desde hacía demasiado tiempo en mi cabeza. Estuve mucho rato en su compañía. Y por fin me sorprendió. Lo esperaba desde hacía días pero me sobresaltó lo repentino del acontecimiento.
Me miró  con fijeza a la cara, me observó con sumo detalle, como si estuviese estudiando mis rasgos faciales o tal vez buscando y encontrando las palabras idóneas para comenzar nuestro diálogo. Sin saber apenas cómo, de pronto estaba oyendo su voz. Por un breve momento creí que todo era una alucinación mía. Y no, el anciano había comenzado, se había decidido al fin, a hablarme. Empezó diciéndome que su nombre y su edad yo ya los conocía. Que allí todos se llamaban igual, ninguno tenía nombre excepto él, pero que todos eran, más o menos, familia. Él era el único que sabía hablar y escribir porque una vez marchó del pueblo siendo él  muy joven. Estuvo defendiendo a su patria y al rey en la guerra de Cuba. Me explicó muchas cosas que le sucedieron allí, pero prefiero no ponerlas ahora porque él me lo solicitó así. Después regresó al pueblo y ya no ha vuelto a salir nunca más de aquí. Es así feliz, con los suyos, y jamás se ha planteado dejarlos,  afirma  que nada más la muerte le separará de ellos. Me explicó que este pueblo es muy antiguo, data de tiempos de los reyes Católicos. Se formó a partir de de un matrimonio que vivió allí en tiempos de la Reconquista. Los dos cónyuges - la verdad es que me extrañó sobremanera el oír esta palabra salida de sus labios - eran sordos y la superstición del pueblo en el que habían nacido  les obligó a refugiarse para salvar la vida aislándose del resto del mundo en este paraje tan apartado del mundo cotidiano. Poco a poco se les fueron uniendo otras familias de sordos que se enfrentaban en los pueblos cercanos al mismo señalamiento. Ellos eran conscientes de que no estaban endemoniados como se decía en todas partes, sino únicamente eran sordos. Como no podían oírse los unos a los otros dejaron de hablarse. Total, para qué. Aprendieron a convivir sin palabras. Se comprendían muy bien mediante el lenguaje mímico. Sus herederos también nacieron sordos así que prefirieron permanecer en este exilio voluntario. Poco a poco prescindieron también de los signos: una mirada, un pequeño gesto les bastaba para comunicarse y comprenderse. Y de esta forma ha seguido ocurriendo siempre desde entonces. Cuando nace un niño normal, vamos,  que no es sordo, la comunidad lo considera y lo acepta como un sordo más, y no le enseñan a hablar. Total, aunque hablara, nadie le podría entender y mucho menos responderle. Lo cierto es que nadie sabe hablar. Son sordomudos para siempre. Podrían aprender si hubiese alguien en la comunidad que les enseñara, pero como no podrían entenderse, entonces: para qué. Él habla porque aprendió a hacerlo cuando estuvo en la guerra de Cuba -se siente dichoso de haber estado allí- porque él no es sordo, puede oír y le enseñaron a hablar entonces. Pero él quiere demasiado a los suyos y no ha querido  abandonarlos  nunca más  temiendo siempre que alguna vez llegara alguien del exterior y ellos  con toda seguridad podrían quedar indefensos, no tienen recursos a su abasto para defenderse de una agresión así, son demasiado inocentes, demasiado confiados, no conocen la maldad humana, sólo él que sabe hablar podría entonces defenderlos. Por eso no se ha vuelto a marchar nunca más. Le extrañó mi pregunta de por qué no se preocupaba él de enseñar a hablar a los niños que nacen y que no son sordos de nacimiento. Y tenía toda la razón en su respuesta, al menos yo lo comprendí: podrían hablar si fuesen capaces de oír lo que se les dice, pero  qué sentido tiene que unos hablen y otros no cuando la mayoría de ellos son sordos de nacimiento y en su mayoría y por lo tanto no podrían relacionarse con la facilidad con que ahora lo hacen. Es más, con toda seguridad se desvanecería el halo mágico que ahora les protege y comenzarían las envidias, las peleas, las diferencias entre unos, hablantes, y los otros, sordomudos. José tiene la seguridad de que los hablantes tratarían tarde o temprano de aprovechar su arma lingüística para aprovecharse de los demás. Y eso no deberá ocurrir jamás, no sería justo. Están muy bien así y es mejor que nada les obligue a hablar. Fue entonces cuando me enseñó una habitación especial en la que conservaba muchos libros. Me dejó perplejo. Era lo último que me cabía esperar de aquel hombre tan íntegro y sorprendente. Me dijo que él leía mucho, que era un amante de la cultura, y que muchos de los libros se los sabía de memoria de tantas veces que los había leído. Sin embargo se trataba de una biblioteca  muy atrasada: allí estaban Cervantes, Calderón, Quevedo, Tirso de Molina, Fernando de Rojas, María de Zayas, el padre Feijó, Góngora, los Moratín, Espronceda, Larra y muchos otros para mí no conocidos. El libro más moderno que allí había databa de una edición de 1898. Se trataba nada menos que de las Rimas y Leyendas de G.A. Bécquer. Me extraño un poco la existencia de este libro allí. No obstante me alegró mucho de poder ver todos aquellos tomos manejados, leídos, releído, consultados, memorizados por un hombre sencillo como aquel en un pueblo casi fantasma: resulta raro encontrar una persona que se haya preocupado tanto por la cultura como aquel anciano poseyendo de tan pocos medios.
Hablamos mucho sobre todos ellos, le hice saber  de los nuevos libros que ahora se escriben. Que yo también era uno como aquellos: le hizo gracia: me confesó que no esperaba que yo fuese un escritor, pero que siendo así, le gustaría poder leer en alguna ocasión  algo mío. Al final de la conversación me atreví a hacerle la pregunta que todo el tiempo había estado rondando en mi cabeza: ¿por qué?. Él no me entendió. Tuve que explicárselo mejor: por qué motivo último él y los suyos deseaban permanecer así, alejados, olvidados del resto de los hombres. Me contestó que todo era muy sencillo de explicar y que de algún modo ya me lo había hecho saber: ellos tienen conocimiento de que existe una civilización más allá de sus límites: la han visto de lejos, pero nunca se han querido acercar hasta ella per miedo. Han permanecido muchos años incomunicados, aislados totalmente y un posible regreso a dicha civilización supondría un gran peligro para ellos con toda seguridad, sería como un trauma -otra palabra que él dijo y que me extrañó mucho que la conociera- para todos. Dudan de las posibilidades que les puedan ofrecer y de las apariencias de la civilización actual. Creen que los convertirían en un espectáculo. En un circo para ser más exactos. Y ellos no desean ser instrumento de diversión de nadie. Tienen toda la razón del mundo. Son felices así. Se conforman con lo que tienen, no exigen nada a los de fuera, sólo que desconozcan su existencia. Están seguros que el conocimiento de su existencia por el resto de los hombres les perjudicaría en demasía. Como lobos hambrientos de gloria y de poder se volcarían sobre ellos, serían una atracción novedosa para las familias que irían a verlos los fines de semana, se les convertiría en la atracción humana, en el espectáculo humano para diversión de otros humanos. Abominable. Y ellos están indefensos ante esta civilización. Yo sé que no tanto, pues la conocen demasiado bien, aunque ellos no se den cuenta de ello. No obstante, y a pesar de todo, los comprendo perfectamente, ya pienso como uno más de ellos. Yo soy el único que conoce su existencia, mas no revelaré nunca dónde están porque aquella noche le prometí al viejo José que no los delataría jamás ante los míos ya que ahora yo también soy uno de ellos, al menos siento que los míos son ellos y quiero mucho a todos ellos. También les juré que no los abandonaría nunca porque después de conocerlos, es mi deseo permanecer allí con ellos para siempre.

A la mañana siguiente un rayo de sol me despertó. Estaba yo echado bajo aquel pino que me inspiraba más confianza que los demás. Estoy seguro que ellos me dejaron allí, donde un año antes me encontraron dormido, para que yo volviera con los míos, con mi mundo. No sé, pero entonces dudé de la veracidad del relato: puede que todo fuera un delirio causado por aquel rayo de sol que se filtraba entre las hojas de los pinos. Sin embargo, ahora que ya he arreglado todas mis cosas, ahora que ya hace mucho tiempo de todo aquello, estoy seguro de su realidad. Sé que todo fue real y estoy seguro de que algún día regresaré con ellos porque desde entonces ellos son los míos. Una vez se lo prometí  al viejo José, a mi querido y entrañable José. Le dije que nunca les abandonaría y cumpliré más pronto a más tarde mi palabra. Volveré allí, con ellos, de donde nunca debí salir. Volveré porque me necesitan y mi sitio está allí, a su lado para ayudarles y ser uno de ellos. Lo prometí y lo prometido es siempre deuda hasta que se paga. Cumpliré mi palabra dada: un día volveré con ellos y nunca más los dejaré solos.