Había
estado caminando todo el día, deambulando solo, un poco un ir de aquí para
allá, dejando que la intuición me marcara la senda a avanzar, sin apenas darme
cuenta de nada, por aquel interminable bosque
del macizo ibérico. Pinos altos de verdes hojas propias de comienzos del
verano, pinos de gran envergadura que apenas dejaban filtrar los incipientes rayos
de sol del mes de junio aceptando que el suelo también tiene derecho a ellos. Me había detenido algunas veces a descansar.
Me paraba a menudo para secarme con el pañuelo mi sudorosa frente y para tomar
el aire impoluto que mis pulmones me exigían en mi tan desusado esfuerzo,
apenas unos instantes de respiro, dejando que el aliento fluyera mansamente
desde mis pulmones, volver a tomar aire y después proseguía mi camino. Aunque,
para ser sinceros, no sabía cuál era éste. Es lo que sucede en esas ocasiones
en que no te marcas un objetivo. Tan sólo pretendes caminar, pasar un día de
montaña, solo, aislado de la gente como medida terapéutica para el espíritu.
Iba
sin cesar de un lado a otro sin una ruta fija que seguir. Era la acción misma
de mi caminar quien determinaba mi posible meta. Me gusta andar y andar por la
montaña sin dirigirte a ningún sitio fijo, cansarme por cansarme. Estaba
contento. Es algo que nunca he podido evitar. Encuentro un extraño e
inexplicable placer en ello. Incluso al anochecer seguía yo caminando y deteniéndome
a ratos para descansar un poco. La noche había caído y me quedé medio echado debajo
de un inmenso pino que me había inspirado, desde el mismo momento en que lo vi,
más confianza que los demás. Estaba realmente cansado, extenuado, pero sin sueño.
Ahora tenía la ocasión de recordar, de repasar muchas cosas, de revisar mi vida
hasta el momento, de dar libertad a mi pensamiento para que se detuviera a
contemplar todo aquello que me podía producir algún deleite especial. Recordé
viejas historias, esas que se explican en las frías noches de invierno cuando
todos estamos sentados alrededor de un buen fuego que nos conforta, esas noches
cuando el viento chilla y gime con furor,
como si nos reprochara el haberle dejado fuera, en la calle, negándole
una silla a nuestro lado, junto al fuego, para no dejarle explicar a él también
su vieja historia. Pasó por mi mente el recuerdo grato de la noche de matacerdo,
con aquel rostro femenino e infantil que en mi adolescencia había turbado por algún
tiempo mi voluntad. Mi primer amor de niño que se hace hombre y que siempre
tiene reservado un pequeño rincón en el desván de sus recuerdos y que, en
instantes como éste, en que el cansancio no te deja conciliar el sueño y el que
la mente fluye con entera libertad siempre sale nítido y confuso a la vez,
contorneado apenas como un esbozo que una vez quedó aparcado en el recuerdo, cuando
la mente reposa en las cálidas noches de estío. Recordaba, así mismo, la cara
que puso mi madre la primera vez que encontró en uno de mis bolsillos del
abrigo un paquete de tabaco, marca Jean, y la reprimenda que me dieron aquella noche.
Ahora ya adulto reconozco que en el fondo tenían toda la razón; yo aún era demasiado crío como para ir
por las calles con un pitillo en la boca. También vino a mi mente la primera
noche que pasé fuera de casa: entonces tenía cinco años y me habían enviado a Barcelona,
con los primos, a casa de la hermana de mi madre. Aquella noche había sentido
por primera vez sobre mis hombros todo el peso del mundo que se desplomaba sobre
mí. Todo se caía, todo se venía abajo como un
castillo de naipes y yo en mi
niñez me sentía impotente para detenerlo. No pude dormir en toda aquella noche,
Es algo que ya siempre me ha acompañado, como mochila de equipaje pegada a la
espalda y que, por mucho que me esfuerce, jamás lograré olvidar.
Todos
los pensamientos y recuerdos del pasado venían y se iban como aquel que pasa y
no quiere que nadie lo vea, como aquel se simplemente se desliza sigilosamente
con la pretensión de no dejar huella. Venían, pero se iban con la misma premura
con que habían llegado. Sombras y humos, por un momento recuperadas, que se esfuman
y desaparecen sin que apenas te percates de ello.
Estaba
muy cansado, las piernas me dolían acalambradas por momentos, mas no tenía ni
pizca de sueño. Una noche cálida, con el rumor de la briza que mece las copas
de los pinos, pequeños ruidos de animalillos que aprovechan la nocturnidad para
moverse y saciar su hambre, arriba, el cielo majestuosamente estrellado con la
luna apenas emergiendo al fondo, a mi
derecha, en toda su plenitud dejando que se puedan apreciar, por decirlo
de algún modo, sus cráteres. Y contemplando ese cielo inmenso, sobrecogedor, llegué a interrogarme por cuál
sería, entre todas ellas, mi estrella de la buena suerte. Aquella que desde mi
nacimiento presidía mis días y mis noches, aquella que velaba por mi vida como si
fuese una madre amorosa y tierna que apaciblemente cuida el placentero sueño del
reciente fruto de sus entrañas y de su amor.
El
silencio se había apoderado de la noche y de mí. Ni siquiera los mosquitos se habían hecho
presentes para intentar contrariar mi descanso.
Todo contribuía a facilitar las cosas. Me sentía solo, pero en mi soledad era
más feliz que nunca: la paz y la tranquilidad de la dulce y estrellada noche del
mes de junio en las montañas de del sur de la provincia de Teruel también pusieron su parte. Vinieron muchas más
cosas a mi
mente:
recuerdos y más recuerdos que aguardaban una cola interminable esperando el momento
oportuno de colarse, de pasar ante mi mente
para abstraerme de todo y sumergirme por
unos instantes en su mundo, al mundo en el que una vez fue y que nunca volverá
a ser. El tiempo se había detenido desde hacía mucho y dejaba que todos estos
recuerdos aún vivos tuvieran su momento de protagonismo en el baile interminable de mi memoria. La música
era lenta, suave, invitaba a bailar, a dejarse arrastrar por ese placentero son
que marcan los propios pensamientos. En la abstracción de mis recuerdos y de
mis pensamientos del lejano pasado, en el tiempo unas veces, y no tanto otras, pero
muy próximo a mí y a mi vida, el cansancio pudo más que ellos y Ia música dio
sus últimas notas. Tuvo que sonar una nana, de ello estoy seguro. Invitaba a
dormir y dormí no sé por cuánto tiempo: pudo ser por unas horas, por unos días,
o tal vez por unos años e incluso pudo ser por toda la eternidad de la que aún
no he despertado. Ciertamente no lo sé. El sueño vence al final siempre y mi mente
quedó en blanco, ausente, desconectada del todo, dejando que los sueños
se posesionaran de sus espacios y
encontraran en todo momento resquicios por los que colarse en esa nada casi
absoluta, en esa nada contemplativa del vacío que todo lo llena y que todo lo
abarca con avaricia como si pretendiera quedarse instalada para siempre.
Y
a la noche le sucedió el día con todo su majestuoso esplendor, y al día la nueva
noche con su belleza suave y tranquila, y a esta noche un nuevo día y otra
nueva noche, y así sucesivamente no sé por cuánto tiempo mientras yo permanecía
allí, mediotumbado debajo de aquel pino que me inspiraba más confianza que los
demás.
Lo
que después sucedió no sé si he de considerarlo como parte de un sueño que sin
duda soñé entonces, o si es parte de una realidad que se sale de toda norma lógica
y que por lo tanto te obliga a dudar de su veracidad. No lo sé y no creo que
pueda saberlo alguna vez. Tampoco creo que nadie lo consiga porque aunque lo
hubiesen vivido ellos no llegarían jamás a creerlo. Procurarían olvidarlo, incluso
considerándolo como algo imaginario producto de una mala pasada que te ha
gastado el sueño, como una broma de mal gusto que te ha jugado el destino
motivada por tu agotamiento al caminar consecuencia de la falta de hábito. Pero
yo no podré olvidarlo nunca.
Me
desperté o al menos creí despertarme en una estancia vacía, sobre un lecho
duro, pero mejor que la sombra de aquel pino que me había inspirado una vez, al
anochecer, más confianza que los demás. No podía, por más que lo intenté,
explicarme cómo había hecho para llegar hasta allí, pero eso cuando estás
convencido de que se trata de un sueño importa más bien poco. Por una de las
ventanas un rayo de sol incidía directamente sobre mi cara. Lo reconozco: era
el rayo que se filtraba entre las ramas de los pinos del bosque, y sin
embargo ahora me faltaban alrededor mío tales
pinos. Entraba por la ventana del cuarto en donde yo estaba. Por su inclinación
supuse que hacía ya mucho que habría amanecido. No se veía a nadie ni se oía nada.
Nuevamente tenía la ocasión de poner mi mente en blanco. Sentía algo de
angustia y mucho sueño. Tenía sueño, deseaba poder levantarme pero mis pocas fuerzas
me impedían hacerlo. Era mejor aguardar a que ocurriera algo. Sí, eso es lo
mejor, lo mejor, seguro de que es lo mejor que se puede hacer. Después de todo,
tratándose de un sueño, poco importa.
Despertaré
en algún momento, cuando menos lo piense, y entonces todo se habrá transformado:
seré nuevamente como siempre: estaré solo en el monte, caminando, divagando
entre los pinos, respirando el aire puro que aquella oportunidad me brindaba. Y
suponiendo lo peor: que aquello fuese real, tampoco estaba tan mal: qué
caramba. No estaba precisamente en una celda. Se trataba de una habitación,
desconocida para mí, eso sí, y nada más. Estoy seguro de que si intento levantarme,
salir, y marcharme nadie me lo va impedir. Por qué han de hacerlo. Me han recogido
del monte, y me han traído hasta aquí: su acción es de agradecer: no todos son
capaces de hacerlo así. Intuyo que no debo
preocuparme demasiado, todo es un sueño del que tarde o temprano he de despertar. Y
cuando esto suceda me encontraré mediotumbado
debajo de un pino.
Llevo
varios días con ellos. En su apariencia externa parecen, son, normales. Llevan aquí
muchos años, al menos así me lo parece a mí. Su estatura es normal, su cara es
propiamente aragonesa -por algo estamos en la sierra de Teruel- Son muy activos, trabajadores,
siempre dispuestos a hacer algo. No obstante, si hay una cosa que me inquieta
de ellos es el hecho de que no hablen.
En
estos días que estoy en este pueblo, que no consta en ningún mapa y que no
tiene nombre no he podido hablar con nadie. Les dirijo la palabra, les pregunto
cosas, pero nada; nadie me contesta. Me miran a la cara y no dicen nada. Ni
siquiera dejan entrever que no me entiendan. Nada. No dicen nada y siguen con
sus tareas y sus cosas. Y sin embargo no
me hacen sentir extraño, al contrario, todo va muy bien; pero eso de que no
hablen. Yo me pregunto a veces si es que acaso todos serán mudos. Mas no lo
creo. Anoche vi a una niña que lloraba. Gesticulaba con las manos y emitía sonidos
entremezclados con los lloros que yo no entendí. De aquí deduzco que son
capaces de hablar. Lo que no llego a entender es por qué conmigo no lo hacen. Entre
ellos se entienden con una simple mirada o con un gesto; no necesitan hablarse,
pero yo no soy uno de ellos. Necesito oír a alguien. Por ahora duermo en la
misma casa en la que me encontré solo el primer día, incluso lo hago en la
misma habitación. No pongo en duda de que fueron ellos los que me encontraron
debajo de aquel pino que me inspiraba más confianza que los demás y me trajeron
hasta aquí, con ellos. Me ayudaron, posiblemente me salvaron de alguna amenaza
y yo les estoy agradecido por ello. Estoy seguro de que si sigo vivo es por
ellos. Me salvaron la vida, luego estoy
en deuda con ellos, algo les debo. Lo que no llego a comprender es por qué practican esa fea costumbre de no
hablar. Ni siquiera entre ellos, por lo menos cuando yo estoy delante. Un
sencillo gesto les basta. Es un pueblo aislado de la civilización: no tienen
electricidad, ni conocen la radio y mucho
menos la televisión. Sus métodos de trabajo, por lo que he podido observar, son
muy rudimentarios: agricultura e industria artesanal. No son muchos habitantes,
unas trescientas personas más o menos, hay pocos niños pero bastan para
dar el punto colorista de alegría preciso a este pueblo. Juegan, corren, se
pelean, se distraen, se divierten como niños que son ayudan en sus casas, pero no hablan. Son
mudos, estoy seguro de que son mudos. Es un pueblo que se autoabastece, es
suficiente para sí mismo, no necesitan nada de nadie que provenga de fuera. Yo
pienso que es por eso que no hablan ellos. Son felices así, a su manera, y a
fuerza de la costumbre de no hablar, se les han atrofiado las cuerdas vocales. Incluso
creo que han olvidado cómo son las palabras. Me gusta este sitio, la verdad: estoy
muy bien con ellos, todos son muy amables conmigo, se esfuerzan por regalarme
cosas, por ayudarme en todo, por hacerme mi estancia con ellos agradable, son
muy generosos: soy su invitado: por eso lo hacen, estoy convencido, pero eso de
que no sepan o no quieran hablar...
Sí,
me gustaría mis queridos amigos, teneros a todos vosotros reunidos aquí, a mi lado
con esta gente tan maravillosa. Estaríais muy bien aquí con ellos y
tendríamos la oportunidad de poder hablar de muchas cosas entre nosotros, de
poder decirnos lo que siempre hemos pensado de cada uno y que no hemos tenido
el valor suficiente de echárnoslo a la cara, estoy seguro de que a ellos no les
importaría. Podríais hablarme y explicarme todas esas cosas que habéis hecho y
vivido después que yo os abandoné porque
ya no os hacía falta. O tal vez porque era yo quien no os necesitaba. Puede que
fuese un poco de ambas cosas. Seríamos todos muy felices aquí. Y cuando no supiéramos
qué hacer iríamos a dar vueltas por el bosque y nos sentaríamos debajo del pino
grande y majestoso que dejaba filtrar entre sus ramas los rayos del sol de
junio. Sería maravilloso. Me gustaría que esto lo pudieran ver todas las
personas que yo amo: serían todas felices aquí en mi compañía. También me
gustaría que estuvieran aquí esas personas que nosotros conocemos y que nos repugnan,
esos pelotas asquerosos, egoístas hipócritas
que se aprovechan de todos nosotros. Siempre con una sonrisa a flor de piel, forzada,
siempre diciendo a todo que sí, siempre observándote para engañarte, para
aprovecharse, estrujándote todo lo que pueden para sacarte tu última gota de
sangre y quedarse con ella.
Sí,
todos esos también me gustaría que vieran esto. Pero pensándolo mejor, no, será
mejor que ellos no lo vean nunca. Vendrían
enseguida, como aves de rapiña, bien aleccionados, preparados desde su tierna
infancia, para chupar la sangre de estos benditos que todavía conservan toda la
pureza de la inocencia, que desconocen la maldad humana. Mejor es que sigas mi
consejo: primero pegadles un tiro a todos ellos, matadlos, deshaceos de ellos,
y una vez que no quede ninguno, podéis venir aquí, a mi lado. Eso es, pegadles un
tiro, matadlos y tened la seguridad de
que habréis hecho un gran beneficio a la humanidad aunque ésta nunca os lo
reconocerá y mucho menos os mostrará el más mínimo agradecimiento: gente como
esa sobra en el planeta, hay demasiados, abundan como setas en el bosque en un setiembre
lluvioso, pegadles un tiro y después este paraíso será ya de todos.
Ha
pasado un año. El sol del mes de junio ha regresado para alegrarnos un poco la
vida con su presencia. Y yo continuo en su compañía. Les ayudo en el campo y en
todo lo que puedo: les he enseñado muchas cosas, les he ayudado a construir
nuevos útiles y herramientas para que todo
aquello que precisan lo obtengan sin tanto trabajo, incluso hemos hecho una
noria grande y todo un sistema de cañerías para llevar el agua desde el rio y
la fuente hasta sus casas y hasta los campos
faltos de riego. Hemos, juntos, racionalizado
el trabajo y ellos están muy contentos: me aceptan como uno más de la gran
familia que ellos forman. No obstante, siguen sin hablar. Ahora estoy seguro de que
si no me hablan es porque no saben ni pueden, son mudos. Viven y conviven entre
ellos sin tener ningún contacto con el mundo exterior, así que aunque naciera algún
niño no mudo -digo yo-, éste quedaría condenado a no poder hablar porque nadie
le podría enseñar a hacerlo. Es por esto
que no se preocupan de escucharme: no podrían contestarme nunca. Acogen de muy
buen grado todo lo que yo hago y todo lo que les enseño y ellos aprenden y se
amoldan muy rápidamente. Hay bastantes viejos muy simpáticos y agradables; yo creo
que aparentan ser mucho más jóvenes de lo que en realidad son. Me gustaría
poder conversar un rato, aunque sólo fuese un poco nada más, con alguno de ellos.
Es lo único que encuentro a faltar.
No
hace mucho, una noche en casa de uno de ellos, comencé a hablar y hablar yo solo sobre mis cosas, sobre mi mundo, sobre lo
que yo hacía antes y me di cuenta de que uno de ellos, el propietario de la casa,
me escuchaba y estaba muy atento a todo lo que yo decía, ensimismado en mis
palabras, asintiéndome con la mirada. Apenas me percaté de su interés me dirigí
a él, pero éste, incómodo, se hizo el
tonto: como si no entendiera nada de todo cuanto yo le decía: se estaba haciendo voluntariamente el sordo. Aquella
noche saqué de allí la impresión de que aquel anciano sabía hablar, o que al menos
podía ser capaz de hacerlo, y que me comprendía perfectamente, pero que por
algún motivo no quería decirme nada, tal vez existía alguna razón ancestral por
la que prefería permanecer mudo, y yo debía averiguar cuál era ésta. Así que a
la noche siguiente regresé a su casa
decidido a hacerle hablar. Volví a
dirigirme a él y el anciano me escuchaba y observaba todo atentamente, mas no
me replicaba. Al final de la noche, cuando nos quedamos ya solos, y después de
mucho hablar y hablar y de interrogarle sobre el por qué de todo cuanto sucedía
allí, sin obtener nunca respuesta, le pedí que al menos me dejara conocer su
nombre. Yo deseaba saber cómo se llamaba el hombre que me escuchaba, quería
conocer el nombre de la única persona a la
que no le importaba demostrarme que al menos se preocupaba de escucharme. No
dijo nada, no obstante cogió un carbón del fuego y escribió con trazos poco
seguros pero legibles en el suelo: me llamo José Martín Cercós y tengo 116 años.
No escribió nada más, pero me hizo un gesto como pidiéndome que no se lo
revelara a nadie.
Aquello
me alegró mucho, no sólo me escuchaba alguien y era capaz de entenderme, sino
que aquel hombre tan anciano, por lo menos él, sabía además escribir su nombre y sus
apellidos. Me sentí, desde aquel preciso momento, mucho mejor. Una extraña
sonrisa en sus labios me demostraba su complacencia por el hecho de que yo ya
supiera algo de ellos, aunque este algo fuera tan poco e insignificante. Al
menos sabía ya que había uno que se llamaba José Martín Cercós y que tenía 116
años. No los aparentaba, pero si él afirmaba que los tenía, no me cabe la menor
duda de que era cierto. Es el primer dato que conozco de ellos y ya es algo
para empezar.
Anoche
volví a hablarle y a interrogarle sobre demasiadas cosas que bullían desde
hacía demasiado tiempo en mi cabeza. Estuve mucho rato en su compañía. Y por
fin me sorprendió. Lo esperaba desde hacía días pero me sobresaltó lo repentino
del acontecimiento.
Me
miró con fijeza a la cara, me observó
con sumo detalle, como si estuviese estudiando mis rasgos faciales o tal vez
buscando y encontrando las palabras idóneas para comenzar nuestro diálogo. Sin
saber apenas cómo, de pronto estaba oyendo su voz. Por un breve momento creí
que todo era una alucinación mía. Y no, el anciano había comenzado, se había decidido
al fin, a hablarme. Empezó diciéndome que su nombre y su edad yo ya los conocía.
Que allí todos se llamaban igual, ninguno tenía nombre excepto él, pero que
todos eran, más o menos, familia. Él era el único que sabía hablar y escribir
porque una vez marchó del pueblo siendo él muy joven. Estuvo defendiendo a su patria y al
rey en la guerra de Cuba. Me explicó muchas cosas que le sucedieron allí, pero
prefiero no ponerlas ahora porque él me lo solicitó así. Después regresó al
pueblo y ya no ha vuelto a salir nunca más de aquí. Es así feliz, con los
suyos, y jamás se ha planteado dejarlos,
afirma que nada más la muerte le
separará de ellos. Me explicó que este pueblo es muy antiguo, data de tiempos
de los reyes Católicos. Se formó a partir de de un matrimonio que vivió allí en
tiempos de la Reconquista. Los dos cónyuges - la verdad es que me extrañó
sobremanera el oír esta palabra salida de sus labios - eran sordos y la superstición
del pueblo en el que habían nacido les
obligó a refugiarse para salvar la vida aislándose del resto del mundo en este
paraje tan apartado del mundo cotidiano. Poco a poco se les fueron uniendo
otras familias de sordos que se enfrentaban en los pueblos cercanos al mismo
señalamiento. Ellos eran conscientes de que no estaban endemoniados como se decía
en todas partes, sino únicamente eran sordos. Como no podían oírse los unos a
los otros dejaron de hablarse. Total, para qué. Aprendieron a convivir sin
palabras. Se comprendían muy bien mediante el lenguaje mímico. Sus herederos también
nacieron sordos así que prefirieron permanecer en este exilio voluntario. Poco
a poco prescindieron también de los signos: una mirada, un pequeño gesto les
bastaba para comunicarse y comprenderse. Y de esta forma ha seguido ocurriendo
siempre desde entonces. Cuando nace un niño normal, vamos, que no es sordo, la comunidad lo considera y
lo acepta como un sordo más, y no le enseñan a hablar. Total, aunque hablara, nadie
le podría entender y mucho menos responderle. Lo cierto es que nadie sabe
hablar. Son sordomudos para siempre. Podrían aprender si hubiese alguien en la
comunidad que les enseñara, pero como no podrían entenderse, entonces: para
qué. Él habla porque aprendió a hacerlo cuando estuvo en la guerra de Cuba -se
siente dichoso de haber estado allí- porque él no es sordo, puede oír y le enseñaron
a hablar entonces. Pero él quiere demasiado a los suyos y no ha querido abandonarlos nunca más temiendo siempre que alguna vez llegara
alguien del exterior y ellos con toda
seguridad podrían quedar indefensos, no tienen recursos a su abasto para
defenderse de una agresión así, son demasiado inocentes, demasiado confiados,
no conocen la maldad humana, sólo él que sabe hablar podría entonces defenderlos.
Por eso no se ha vuelto a marchar nunca más. Le extrañó mi pregunta de por qué
no se preocupaba él de enseñar a hablar a los niños que nacen y que no son
sordos de nacimiento. Y tenía toda la razón en su respuesta, al menos yo lo
comprendí: podrían hablar si fuesen capaces de oír lo que se les dice, pero qué sentido tiene que unos hablen y otros no
cuando la mayoría de ellos son sordos de nacimiento y en su mayoría y por lo
tanto no podrían relacionarse con la facilidad con que ahora lo hacen. Es más,
con toda seguridad se desvanecería el halo mágico que ahora les protege y
comenzarían las envidias, las peleas, las diferencias entre unos, hablantes, y
los otros, sordomudos. José tiene la seguridad de que los hablantes tratarían
tarde o temprano de aprovechar su arma lingüística para aprovecharse de los
demás. Y eso no deberá ocurrir jamás, no sería justo. Están muy bien así y es
mejor que nada les obligue a hablar. Fue entonces cuando me enseñó una habitación
especial en la que conservaba muchos libros. Me dejó perplejo. Era lo último
que me cabía esperar de aquel hombre tan íntegro y sorprendente. Me dijo que él
leía mucho, que era un amante de la cultura, y que muchos de los libros se los
sabía de memoria de tantas veces que los había leído. Sin embargo se trataba de
una biblioteca muy atrasada: allí
estaban Cervantes, Calderón, Quevedo, Tirso de Molina, Fernando de Rojas, María
de Zayas, el padre Feijó, Góngora, los Moratín, Espronceda, Larra y muchos
otros para mí no conocidos. El libro más moderno que allí había databa de una
edición de 1898. Se trataba nada menos que de las Rimas y Leyendas de G.A.
Bécquer. Me extraño un poco la existencia de este libro allí. No obstante me
alegró mucho de poder ver todos aquellos tomos manejados, leídos, releído, consultados,
memorizados por un hombre sencillo como aquel en un pueblo casi fantasma:
resulta raro encontrar una persona que se haya preocupado tanto por la cultura
como aquel anciano poseyendo de tan pocos medios.
Hablamos
mucho sobre todos ellos, le hice saber de los nuevos libros que ahora se escriben. Que
yo también era uno como aquellos: le hizo gracia: me confesó que no esperaba
que yo fuese un escritor, pero que siendo así, le gustaría poder leer en alguna
ocasión algo mío. Al final de la
conversación me atreví a hacerle la pregunta que todo el tiempo había estado
rondando en mi cabeza: ¿por qué?. Él no me entendió. Tuve que explicárselo
mejor: por qué motivo último él y los suyos deseaban permanecer así, alejados, olvidados
del resto de los hombres. Me contestó que todo era muy sencillo de explicar y
que de algún modo ya me lo había hecho saber: ellos tienen conocimiento de que
existe una civilización más allá de sus límites: la han visto de lejos, pero
nunca se han querido acercar hasta ella per miedo. Han permanecido muchos años
incomunicados, aislados totalmente y un posible regreso a dicha civilización
supondría un gran peligro para ellos con toda seguridad, sería como un trauma -otra
palabra que él dijo y que me extrañó mucho que la conociera- para todos. Dudan
de las posibilidades que les puedan ofrecer y de las apariencias de la
civilización actual. Creen que los convertirían en un espectáculo. En un circo
para ser más exactos. Y ellos no desean ser instrumento de diversión de nadie. Tienen
toda la razón del mundo. Son felices así. Se conforman con lo que tienen, no
exigen nada a los de fuera, sólo que desconozcan su existencia. Están seguros
que el conocimiento de su existencia por el resto de los hombres les perjudicaría
en demasía. Como lobos hambrientos de gloria y de poder se volcarían sobre
ellos, serían una atracción novedosa para las familias que irían a verlos los
fines de semana, se les convertiría en la atracción humana, en el espectáculo humano
para diversión de otros humanos. Abominable. Y ellos están indefensos ante esta
civilización. Yo sé que no tanto, pues la conocen demasiado bien, aunque ellos
no se den cuenta de ello. No obstante, y a pesar de todo, los comprendo perfectamente,
ya pienso como uno más de ellos. Yo soy el único que conoce su existencia, mas
no revelaré nunca dónde están porque aquella noche le prometí al viejo José que
no los delataría jamás ante los míos ya que ahora yo también soy uno de ellos,
al menos siento que los míos son ellos y quiero mucho a todos ellos. También
les juré que no los abandonaría nunca porque después de conocerlos, es mi deseo
permanecer allí con ellos para siempre.
A
la mañana siguiente un rayo de sol me despertó. Estaba yo echado bajo aquel
pino que me inspiraba más confianza que los demás. Estoy seguro que ellos me
dejaron allí, donde un año antes me encontraron dormido, para que yo volviera
con los míos, con mi mundo. No sé, pero entonces dudé de la veracidad del relato:
puede que todo fuera un delirio causado por aquel rayo de sol que se filtraba
entre las hojas de los pinos. Sin embargo, ahora que ya he arreglado todas mis
cosas, ahora que ya hace mucho tiempo de todo aquello, estoy seguro de su
realidad. Sé que todo fue real y estoy seguro de que algún día regresaré con
ellos porque desde entonces ellos son los míos. Una vez se lo prometí al viejo José, a mi querido y entrañable José.
Le dije que nunca les abandonaría y cumpliré más pronto a más tarde mi palabra.
Volveré allí, con ellos, de donde nunca debí salir. Volveré porque me necesitan
y mi sitio está allí, a su lado para ayudarles y ser uno de ellos. Lo prometí y
lo prometido es siempre deuda hasta que se paga. Cumpliré mi palabra dada: un día
volveré con ellos y nunca más los dejaré solos.
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