ANDRÉS MARCO

viernes, 25 de octubre de 2019

Mis primeros recuerdos




Mis primeros recuerdos no sé hasta qué punto puedo llamarlos así. Primeros recuerdos. Hoy lo son, mañana tal vez sean otros más primeros o bien ya no recuerde estos. La memoria tiene estas bromas. Sobre todo cuando te haces mayor. Juega al escondite contigo. Hoy me acuerdo, mañana no. Por lo tanto hoy que están presentes en mi memoria los plasmo no sea que un mañana no muy lejano ya no estén activos en mi cabeza. Son apenas fogonazos, pequeños chispazos, trozos de fotografías  imprecisas, borrosas, desenfocadas de unos tiempos ya muy lejanos.

Qué edad podría tener yo entonces. Si acaso tres años., no más. Mi hermano era muy pequeño. Aún dormía en la cuna. Tenía un problema y cuando se le disparaba la acetona en sangre había  que ponerle con premura un suero en la pierna. La imagen borrosa me dice que el practicante no se lo inyectó, por lo que se ve, bien y la pierna se le hinchó muchísimo. Mis padres y el médico, en el comedor de casa hablaban en voz baja. Muy preocupados, intuyo aunque en aquel entonces yo no podía darme cuenta. Simplemente atendían a mi hermano y a mí me dejaban a cargo del abuelo que vivía ya con nosotros.  Mamá, de poco a poco, le iba poniendo  trapos mojados en la pierna para intentar de que la inflamación remitiese. Al menos eso es lo que me dice mi diáfana memoria de aquellos instantes. Estaban los tres muy nerviosos. No era la primera vez que le suministraban ese suero y jamás se había presentado ese problema. Luego, qué sucedió. No lo sé. El flash en mi memoria no lo explica. Mi hermano sigue, adulto, vivo así que...

La segunda foto que conservo en el álbum de mi memoria es todavía más difusa y difícil de precisar, aunque esta foto tiene movimiento. Es como un pequeño vídeo. Quién iba a decir que en plena postguerra, en un pueblo perdido en un valle entre montañas, existía ya el vídeo. No. No existía, pero mi recuerdo es como una película de varios minutos filmada en plan casero, por un aficionado que va cortando la sucesión de imágenes cuando a él le apetece. Imágenes en ocasiones desenfocadas, en otras la película queda enganchada, se atasca;  en otras salta o va demasiado deprisa.

Es un domingo por la mañana, seguro que no demasiado pronto. Yo voy cogido con mi manita al cochecito de bebé, negro y con ruedas de goma  grandes, con radios y  un respaldo también negro de un material que no logro identificar. Plástico no, seguro. Estoy hablando  posiblemente del otoño de 1955. En el carrito va sentado mi hermano pequeño y detrás del mismo, empujándolo, va el abuelo y yo al lado. El padre de mamá. Va vestido, según lo veo, de domingo. Pantalón de pana negro, al igual que la chaqueta. Camisa blanca. Y claro está, la boina en la cabeza. Esa boina  que luego tantas veces me gustó jugar con ella cogiéndosela de la cabeza al abuelo para ponérmela yo mientras el abuelo hacía ver que se enfadaba y quería que se la devolviera porque tenía frio en su cabeza casi calva.  Ponía cara de ofuscamiento, de enfado desmedido, exigiéndome que le devolviese la boina a su cabeza. Yo al final siempre cedía y se colocaba en su testa, siempre  mal puesta y él, como me tenía sentado en sus rodillas comenzaba entonces a hacerme cosquillas y acabábamos los dos riendo. Todo era para él pura pantomima.

El abuelo camina bien, por tanto aún no había sufrido la embolia que le paralizó parte de su lado derecho y que a partir de entonces le imposibilitó bastante su capacidad de movimiento. A partir de ese hecho ya siempre caminó con garrotes y arrastrando la pierna derecha, si bien siempre pudo articular con relativa comodidad  sus brazos, sin limitarle la posibilidad de vestirse solo o poder comer con la mano derecha. Si bien movía mucho mejor la izquierda. Solo que mi abuelo no era zurdo como yo.

Como iba recordando salimos los tres de la Plaza de las Escuelas, pasamos por la Plaza de la Fuente. Alguien joven nos ha parado un momento para preguntarle al abuelo si vamos a misa. No puedo precisar más. Si es mayor seguro que es la tía Isabel y si es joven, Esmeralda. Luego vamos subiendo por la calleja hasta la Plaza de la Iglesia. Entramos dentro del templo, supongo, porque esa imagen concreta no aparece en mi película de los hechos. Pero claro, aquí mi mente me juega una mala pasada y no recuerda la entrada dentro del edificio. Claro que si en la secuencia posterior estamos dentro significa que hemos traspasado la puerta de entrada.  El abuelo deja el carro detrás de una de las  columnas, la que queda  en el lado de la derecha mirando al altar. La columna de delante, así puede controlar el carro supongo por si tiene que sentar en el mismo a mi hermano y salir con él a la calle por algún motivo, como puede ser el llanto de un niño tan chico. Estamos en unos años en los que no se tenían tantas contemplaciones con los niños como sucede ahora. Entonces los críos éramos los últimos monos a tener en cuenta. Si un bebé lloraba en misa lo normal era que todo el mundo lo mirarse, bueno, mirase a quien lo tenía en brazos recriminándole que consintiera los lloros del bebé. Así que mi abuelo se aseguraba tener el cochecito muy cerca para salir deprisa y evitar las irredentas miradas acusatorias. Y más siendo él el padre de la señora maestra.  Vamos, es una suposición mía, porque en aquel entonces al que hago referencia lo desconozco.

El asunto es que el abuelo está sentado en un banco con mi hermano en brazos y yo a su lado, también sentado aunque las piernas no me llegan al suelo y las muevo sin parar. Si el abuelo lleva un niño en brazos, alguien ha tenido que ayudarme a sentarme en el banco de la iglesia porque yo solo no hubiese podido auparme hasta el mismo. Luego me veo  apeado del banco y metiéndome debajo del mismo, arrastrándome por el suelo, jugando a hacer carantoñas a los hombres que están en el banco de detrás del nuestro mientras el abuelo hace ver que me riñe aunque yo sé que no, siempre me consentía todo porque era mi padrino y nacimos el mismo día, pero con ochenta y un años de diferencia. Y digo hombres de detrás es porque los hombres, obligatoriamente, debían sentarse mirando al altar a mano derecha, los niños en los tres bancos primeros y luego el resto. Y las mujeres en el ala izquierda mirando al altar en el que se oficia, con las niñas en los tres bancos de delante de ellas. Recuerdo que en el sermón del cura muchos hombres salían al banco de la plaza, adosado a la pared del ayuntamiento para fumarse un cigarro. El abuelo, si bien también fumaba, jamás salió en ese intermedio. Luego regresaban todos y el órgano interpretaba el himno nacional, según he sabido después aunque no sé si aún era obligatorio en aquellos años. La plegaria por el Caudillo y  el recuerdo por los mártires caídos por Dios y por la patria sí. Yo aquel entonces no estaba por esos detalles. Pero algo muy escondido en ese desván que recuerdos que todos tenemos al fondo de nuestros cerebros me dice que sí, que la plegaria con toda su parafernalia sí se decía aún. El órgano sonaba pero no logro recordar su música de aquel entonces.

Si recuerdo que al acabar la misa el abuelo se reunió con papá y mamá y, supongo, regresamos a casa. En la cinta no sale "fin"  ni mamá pero en mi recuperar recuerdos acaba al salir de misa en brazos de papá. Luego papá también ha asistido al oficio dominical, claro que es, por lo que he sabido adulto ya, obligatorio. Si no estás en misa el alguacil te pone una cruz en la lista y luego te multan por habértela saltado. A mamá no la veo en esa secuencia última, aunque seguro que ella sí está. A parte de ser creyente practicante no puede permitirse el lujo de no asistir. Habría estado en boca de todos y eso no, ella no puede aceptar que eso ocurra. Sería un mal ejemplo no sólo para sus alumnas si no para todo el pueblo.


Otro recuerdo de cuando era muy pequeño es que he ido los las tías "Chon" y "Bonica" a las huertas de la Umbría y que al regreso ha llovido un poco y me he mojado los zapatos, los calcetines y los pies. Una vez en casa de la abuela, la madre de papá, las tías deciden que ponga los pies en la placa metálica que rodea el fuego encendido del comedor para que se sequen zapatos, calcetines y pies. Yo, sentadico en una sillica muy baja estoy ensimismado contemplando las llamas y de súbito estallo en lágrimas. Los pies me están quemando. Ni las tías ni la abuela han contemplado el hecho de que el metal caliente iba a quemarme en nada. La tía "Chon" me descalza y me pone una toalla mojada en las plantas de los pies mientras regaña al fuego por haberse pasado con su niño.  

El resto de la tarde no queda grabado en mi recuerdo salvo una pequeña imagen en la que estoy con un perolico de barro en una mano mientras con la otra voy comiendo la sopa de pan que la abuela me ha preparado.  Mamá siempre la ponía en un plato pero esa noche no estoy en casa ni mamá está. Es casa de la abuela y tengo a las dos tías y a la abuela para que me contemplen. La secuencia sigue cuando la tía "Bonica" me coge en brazos y me sube a la habitación diciéndome que esa noche dormiré con ellas. En sus brazos mientras me hace arrumacos me dice que dejará el ventanuco abierto porque ya no llueve y así antes de dormirme podremos ver el cielo estrellado. Yo recuerdo acariciando sus mejillas y diciéndole tía bonica, como siempre aunque su nombre es Mónica. Claro que la tía "Chon" es Consolación, como la abuela. El problema estriba en que yo hablo aún  bastante mal, luego todavía soy muy pequeño. La tía Consolación introduce entre las sábanas una botella de agua caliente envuelta en una toalla para que me caliente los pies pero no me queme. Aquella botella es metálica, no como la de casa que me pone mamá que es de goma. Y aquí acaba esa pequeña película en casa de la abuela.


Queralt


 Había llegado a Barcelona a punto de cumplir los once años desde un pueblo no demasiado grande, pero sí muy coqueto y con el que me sentía identificado. Por suerte toda la familia vinimos a un piso que mis padres habían adquirido unos años antes en un barrio obrero en la falda de la montaña del Tibidabo. No era lo mismo. Pero al menos sí era una montaña pequeñita y con algunas posibilidades.

A penas llegar tuve que incorporarme  como medio pensionista a un colegio de curas. Los padres salesianos, para ser más exactos. Se trataba de un colegio con un edificio que desde fuera parecía un castillo. Para mí lo fue desde el primer día de clase, Iniciaba el segundo curso de bachillerato con un horario muy rígido. Yo venía de haber cursado el ingreso y el primer curso preparado en el pueblo por mamá, un poco a mi aire aunque con muchas horas de dedicación al estudio.

El hecho de estar sujeto a una disciplina que yo no comprendía y a unos horarios impuestos sin sentido me desestabilizó lo suyo. Nos ponían castigos sin justificación, porque lo mando yo y no se discute. Mejor acatar el castigo para que no se incrementara el número de vueltas a dar al patio. Las clases se iniciaban a las diez de la mañana pero había que entrar en el colegio antes de las ocho porque había media hora de estudio, santa misa y recreo antes.

Al principio me reboté montando cada mañana un numerito en casa para no tener que ir al colegio. Jamás me salí con la mía.  Me costó mucho adaptarme y aceptar que aquellas eran a partir de ya las normas y que era mejor sobrevivir que enfrentarse. Opté por ser un buen estudiante. El mejor de la clase. El alumno que todos los meses estaba en el Cuadro de Honor del Colegio. Pero continuaba siendo el niño pueblerino e inadaptado, fuera del contexto urbano del resto de mis compañeros. Sí habían chicos internos en el colegio que en vacaciones marchaban con sus familias a sus respectivos pueblos. Pero estaban en otra clase. En la mía todos éramos residentes en Barcelona.

Fue pasando el tiempo. Llegaron y se fueron las navidades y también el invierno. No me había adaptado aún y me costaba aceptar que Barcelona, comparada con mi pueblo, era gris, aburrida, sin calles ni eras, ni barrancos ni montañas como aquellas en las que desde siempre había jugado y había sido feliz.

Y de este modo llegó la primavera. Más días de luz que me hacían añorar los pinos, las plantas, la vegetación de las riberas del río de mi pueblo. Claro que Barcelona tenía dos ríos. Pero, dónde estaban. Muy lejos de mi casa. Ahora no era posible ir a cazar renacuajos, "cucharetas" las llamábamos nosotros. NI a pescar barbos, ni a jugar por las eras o correr por las calles después de la merienda. Aquí salíamos del colegio a las siete  de la tarde pese a acabar las clases a las cinco. Y todo porque  después de la última había merienda, estudio y rezo del rosario antes de marchar para casa. Pero ahora al menos aún era de día.

Y un día, en esta primavera, tuve la sorpresa de que al día siguiente toda la clase iba a ir de excursión a visitar y oír misa en el Monasterio de Queralt, en la montaña cerca de Berga. Habían dicho que el edificio estaba en la montaña. Pasé toda la noche sin dormir interrogándome cómo sería esa montaña, como el Tibidabo, apenas nada, o una montaña montaña.

A la mañana siguiente subí eufórico al autocar pese al disgusto de ir vestido con un trajecito con pantalón corto, camisa, corbata, chaleco de punto y chaqueta. Y además zapatos de día festivo. "Mamá, que vamos a la montaña", decía yo. Pero mamá no transigió ni un ápice. Su hijo iba de excursión con el colegio y no tenía que desentonar con sus compañeros de la ciudad. No tenía que parecer un niño de pueblo. Aunque a mí, viéndome con esa pinta tan fuera de lo usual, me parecía que desentonaba con mis compañeros. Lo cierto es que la mayoría iban vestidos de otro modo, pero que desentonara no fui el único.

Y tras el viaje llegamos al Monasterio subiendo desde Berga por una carretera bastante estrecha y sinuosa. Estábamos en la montaña. El autocar nos dejó en la explanada y conducidos por los profesores que nos acompañaban entramos en la iglesia del Monasterio para asistir a la santa misa. Yo nada más pensaba que me habían engañado, que para ir a oír misa podíamos haberlo hecho en el colegio y no venir hasta aquí.

Y terminó la misa y al salir a la explanada nos dijeron que nos dejaban un rato para jugar. De pronto miré hacía un lado y cuál no fue mi sorpresa al ver una montaña alta, de las de verdad. Salí escapado, como ánima que huye del diablo, y enfilé hacia la ladera. Y comencé a subir, primero entre algunos pinos, como los de mi pueblo, aunque algo más pequeños. Y luego entre matorrales. Siempre hacia arriba. Con zapatos casi nuevos y con suela de piel, pero importaba. Me aupé y escalé, agarrado a las rocas, siempre hacía arriba, hacia el azul del cielo. No miraba el terreno. Nada más me interesaba el azul, el sol y el aire que me hacían sentir libre.

Y de este modo llegué a la cresta última. A mi izquierda se veía la población de Berga y al girarme contemplé a lo lejos a mis compañeros. Figuritas diminutas que se movían pese a que no llegaba a identificar a ninguno de ellos. Por unos instantes me sentí libre, único, como si estuviese soñando. Abrir los brazos en cruz, levantar la cabeza y dejar que el aire que en aquella altura soplaba acariciara mi cara. Fueron momentos irrepetibles que no es posible describir. Hay que vivirlos. De pronto miré el sol y me percaté que estaba encima mío, o sea, debían ser más de las doce. Tenía que bajar corriendo pensando que si no llegaba a tiempo se irían sin mí.

E inicié el descenso. Pero claro, bajar no es tan sencillo como ascender. Ahora tenía que precisar muy bien dónde ponía los pies para no caerme. Cuando asciendes miras y resulta sencillo colocar los pies pero cuando bajas no puedes ver los posibles apoyos.  En más de una ocasión estuve a punto de caer rodando. No lo hice. Eso sí, desgarré el pantalón y una manga de la chaqueta. Pero no tenía tiempo para contemplaciones. Mis dos rodillas sangraban. Yo tenía que bajar antes de que se fueran así que tripas corazón y, pese al dolor, sabía había que continuar.

Cuando llegué al final del descenso algunos compañeros me estaban buscando. Al verme nada más uno comentó "te has caído, verdad" y yo, sin habla por el esfuerzo, asentí con la cabeza. Un profesor me interrogó "señor Marco, dónde se había metido" y un compañero respondió por mí" es que se ha caído". Yo señalé con el dedo la cresta de la montaña dando a entender que la había ascendido hasta su cima. El profesor me miró escéptico a los ojos y nada más comentó "mentiroso".