ANDRÉS MARCO

viernes, 25 de octubre de 2019

Queralt


 Había llegado a Barcelona a punto de cumplir los once años desde un pueblo no demasiado grande, pero sí muy coqueto y con el que me sentía identificado. Por suerte toda la familia vinimos a un piso que mis padres habían adquirido unos años antes en un barrio obrero en la falda de la montaña del Tibidabo. No era lo mismo. Pero al menos sí era una montaña pequeñita y con algunas posibilidades.

A penas llegar tuve que incorporarme  como medio pensionista a un colegio de curas. Los padres salesianos, para ser más exactos. Se trataba de un colegio con un edificio que desde fuera parecía un castillo. Para mí lo fue desde el primer día de clase, Iniciaba el segundo curso de bachillerato con un horario muy rígido. Yo venía de haber cursado el ingreso y el primer curso preparado en el pueblo por mamá, un poco a mi aire aunque con muchas horas de dedicación al estudio.

El hecho de estar sujeto a una disciplina que yo no comprendía y a unos horarios impuestos sin sentido me desestabilizó lo suyo. Nos ponían castigos sin justificación, porque lo mando yo y no se discute. Mejor acatar el castigo para que no se incrementara el número de vueltas a dar al patio. Las clases se iniciaban a las diez de la mañana pero había que entrar en el colegio antes de las ocho porque había media hora de estudio, santa misa y recreo antes.

Al principio me reboté montando cada mañana un numerito en casa para no tener que ir al colegio. Jamás me salí con la mía.  Me costó mucho adaptarme y aceptar que aquellas eran a partir de ya las normas y que era mejor sobrevivir que enfrentarse. Opté por ser un buen estudiante. El mejor de la clase. El alumno que todos los meses estaba en el Cuadro de Honor del Colegio. Pero continuaba siendo el niño pueblerino e inadaptado, fuera del contexto urbano del resto de mis compañeros. Sí habían chicos internos en el colegio que en vacaciones marchaban con sus familias a sus respectivos pueblos. Pero estaban en otra clase. En la mía todos éramos residentes en Barcelona.

Fue pasando el tiempo. Llegaron y se fueron las navidades y también el invierno. No me había adaptado aún y me costaba aceptar que Barcelona, comparada con mi pueblo, era gris, aburrida, sin calles ni eras, ni barrancos ni montañas como aquellas en las que desde siempre había jugado y había sido feliz.

Y de este modo llegó la primavera. Más días de luz que me hacían añorar los pinos, las plantas, la vegetación de las riberas del río de mi pueblo. Claro que Barcelona tenía dos ríos. Pero, dónde estaban. Muy lejos de mi casa. Ahora no era posible ir a cazar renacuajos, "cucharetas" las llamábamos nosotros. NI a pescar barbos, ni a jugar por las eras o correr por las calles después de la merienda. Aquí salíamos del colegio a las siete  de la tarde pese a acabar las clases a las cinco. Y todo porque  después de la última había merienda, estudio y rezo del rosario antes de marchar para casa. Pero ahora al menos aún era de día.

Y un día, en esta primavera, tuve la sorpresa de que al día siguiente toda la clase iba a ir de excursión a visitar y oír misa en el Monasterio de Queralt, en la montaña cerca de Berga. Habían dicho que el edificio estaba en la montaña. Pasé toda la noche sin dormir interrogándome cómo sería esa montaña, como el Tibidabo, apenas nada, o una montaña montaña.

A la mañana siguiente subí eufórico al autocar pese al disgusto de ir vestido con un trajecito con pantalón corto, camisa, corbata, chaleco de punto y chaqueta. Y además zapatos de día festivo. "Mamá, que vamos a la montaña", decía yo. Pero mamá no transigió ni un ápice. Su hijo iba de excursión con el colegio y no tenía que desentonar con sus compañeros de la ciudad. No tenía que parecer un niño de pueblo. Aunque a mí, viéndome con esa pinta tan fuera de lo usual, me parecía que desentonaba con mis compañeros. Lo cierto es que la mayoría iban vestidos de otro modo, pero que desentonara no fui el único.

Y tras el viaje llegamos al Monasterio subiendo desde Berga por una carretera bastante estrecha y sinuosa. Estábamos en la montaña. El autocar nos dejó en la explanada y conducidos por los profesores que nos acompañaban entramos en la iglesia del Monasterio para asistir a la santa misa. Yo nada más pensaba que me habían engañado, que para ir a oír misa podíamos haberlo hecho en el colegio y no venir hasta aquí.

Y terminó la misa y al salir a la explanada nos dijeron que nos dejaban un rato para jugar. De pronto miré hacía un lado y cuál no fue mi sorpresa al ver una montaña alta, de las de verdad. Salí escapado, como ánima que huye del diablo, y enfilé hacia la ladera. Y comencé a subir, primero entre algunos pinos, como los de mi pueblo, aunque algo más pequeños. Y luego entre matorrales. Siempre hacia arriba. Con zapatos casi nuevos y con suela de piel, pero importaba. Me aupé y escalé, agarrado a las rocas, siempre hacía arriba, hacia el azul del cielo. No miraba el terreno. Nada más me interesaba el azul, el sol y el aire que me hacían sentir libre.

Y de este modo llegué a la cresta última. A mi izquierda se veía la población de Berga y al girarme contemplé a lo lejos a mis compañeros. Figuritas diminutas que se movían pese a que no llegaba a identificar a ninguno de ellos. Por unos instantes me sentí libre, único, como si estuviese soñando. Abrir los brazos en cruz, levantar la cabeza y dejar que el aire que en aquella altura soplaba acariciara mi cara. Fueron momentos irrepetibles que no es posible describir. Hay que vivirlos. De pronto miré el sol y me percaté que estaba encima mío, o sea, debían ser más de las doce. Tenía que bajar corriendo pensando que si no llegaba a tiempo se irían sin mí.

E inicié el descenso. Pero claro, bajar no es tan sencillo como ascender. Ahora tenía que precisar muy bien dónde ponía los pies para no caerme. Cuando asciendes miras y resulta sencillo colocar los pies pero cuando bajas no puedes ver los posibles apoyos.  En más de una ocasión estuve a punto de caer rodando. No lo hice. Eso sí, desgarré el pantalón y una manga de la chaqueta. Pero no tenía tiempo para contemplaciones. Mis dos rodillas sangraban. Yo tenía que bajar antes de que se fueran así que tripas corazón y, pese al dolor, sabía había que continuar.

Cuando llegué al final del descenso algunos compañeros me estaban buscando. Al verme nada más uno comentó "te has caído, verdad" y yo, sin habla por el esfuerzo, asentí con la cabeza. Un profesor me interrogó "señor Marco, dónde se había metido" y un compañero respondió por mí" es que se ha caído". Yo señalé con el dedo la cresta de la montaña dando a entender que la había ascendido hasta su cima. El profesor me miró escéptico a los ojos y nada más comentó "mentiroso".



No hay comentarios:

Publicar un comentario