A penas llegar tuve que incorporarme como medio pensionista a un colegio de curas.
Los padres salesianos, para ser más exactos. Se trataba de un colegio con un
edificio que desde fuera parecía un castillo. Para mí lo fue desde el primer
día de clase, Iniciaba el segundo curso de bachillerato con un horario muy
rígido. Yo venía de haber cursado el ingreso y el primer curso preparado en el
pueblo por mamá, un poco a mi aire aunque con muchas horas de dedicación al
estudio.
El hecho de estar sujeto a una disciplina que yo no
comprendía y a unos horarios impuestos sin sentido me desestabilizó lo suyo.
Nos ponían castigos sin justificación, porque lo mando yo y no se discute.
Mejor acatar el castigo para que no se incrementara el número de vueltas a dar
al patio. Las clases se iniciaban a las diez de la mañana pero había que entrar
en el colegio antes de las ocho porque había media hora de estudio, santa misa
y recreo antes.
Al principio me reboté montando cada mañana un numerito en
casa para no tener que ir al colegio. Jamás me salí con la mía. Me costó mucho adaptarme y aceptar que
aquellas eran a partir de ya las normas y que era mejor sobrevivir que
enfrentarse. Opté por ser un buen estudiante. El mejor de la clase. El alumno
que todos los meses estaba en el Cuadro de Honor del Colegio. Pero continuaba
siendo el niño pueblerino e inadaptado, fuera del contexto urbano del resto de
mis compañeros. Sí habían chicos internos en el colegio que en vacaciones
marchaban con sus familias a sus respectivos pueblos. Pero estaban en otra
clase. En la mía todos éramos residentes en Barcelona.
Fue pasando el tiempo. Llegaron y se fueron las navidades y
también el invierno. No me había adaptado aún y me costaba aceptar que
Barcelona, comparada con mi pueblo, era gris, aburrida, sin calles ni eras, ni
barrancos ni montañas como aquellas en las que desde siempre había jugado y
había sido feliz.
Y de este modo llegó la primavera. Más días de luz que me
hacían añorar los pinos, las plantas, la vegetación de las riberas del río de
mi pueblo. Claro que Barcelona tenía dos ríos. Pero, dónde estaban. Muy lejos
de mi casa. Ahora no era posible ir a cazar renacuajos, "cucharetas"
las llamábamos nosotros. NI a pescar barbos, ni a jugar por las eras o correr
por las calles después de la merienda. Aquí salíamos del colegio a las
siete de la tarde pese a acabar las
clases a las cinco. Y todo porque después
de la última había merienda, estudio y rezo del rosario antes de marchar para
casa. Pero ahora al menos aún era de día.
Y un día, en esta primavera, tuve la sorpresa de que al día
siguiente toda la clase iba a ir de excursión a visitar y oír misa en el
Monasterio de Queralt, en la montaña cerca de Berga. Habían dicho que el
edificio estaba en la montaña. Pasé toda la noche sin dormir interrogándome
cómo sería esa montaña, como el Tibidabo, apenas nada, o una montaña montaña.
A la mañana siguiente subí eufórico al autocar pese al
disgusto de ir vestido con un trajecito con pantalón corto, camisa, corbata,
chaleco de punto y chaqueta. Y además zapatos de día festivo. "Mamá, que
vamos a la montaña", decía yo. Pero mamá no transigió ni un ápice. Su hijo
iba de excursión con el colegio y no tenía que desentonar con sus compañeros de
la ciudad. No tenía que parecer un niño de pueblo. Aunque a mí, viéndome con
esa pinta tan fuera de lo usual, me parecía que desentonaba con mis compañeros.
Lo cierto es que la mayoría iban vestidos de otro modo, pero que desentonara no
fui el único.
Y tras el viaje llegamos al Monasterio subiendo desde Berga
por una carretera bastante estrecha y sinuosa. Estábamos en la montaña. El
autocar nos dejó en la explanada y conducidos por los profesores que nos
acompañaban entramos en la iglesia del Monasterio para asistir a la santa misa.
Yo nada más pensaba que me habían engañado, que para ir a oír misa podíamos
haberlo hecho en el colegio y no venir hasta aquí.
Y terminó la misa y al salir a la explanada nos dijeron que
nos dejaban un rato para jugar. De pronto miré hacía un lado y cuál no fue mi
sorpresa al ver una montaña alta, de las de verdad. Salí escapado, como ánima
que huye del diablo, y enfilé hacia la ladera. Y comencé a subir, primero entre
algunos pinos, como los de mi pueblo, aunque algo más pequeños. Y luego entre
matorrales. Siempre hacia arriba. Con zapatos casi nuevos y con suela de piel,
pero importaba. Me aupé y escalé, agarrado a las rocas, siempre hacía arriba,
hacia el azul del cielo. No miraba el terreno. Nada más me interesaba el azul,
el sol y el aire que me hacían sentir libre.
Y de este modo llegué a la cresta última. A mi izquierda se
veía la población de Berga y al girarme contemplé a lo lejos a mis compañeros.
Figuritas diminutas que se movían pese a que no llegaba a identificar a ninguno
de ellos. Por unos instantes me sentí libre, único, como si estuviese soñando.
Abrir los brazos en cruz, levantar la cabeza y dejar que el aire que en aquella
altura soplaba acariciara mi cara. Fueron momentos irrepetibles que no es
posible describir. Hay que vivirlos. De pronto miré el sol y me percaté que
estaba encima mío, o sea, debían ser más de las doce. Tenía que bajar corriendo
pensando que si no llegaba a tiempo se irían sin mí.
E inicié el descenso. Pero claro, bajar no es tan sencillo
como ascender. Ahora tenía que precisar muy bien dónde ponía los pies para no
caerme. Cuando asciendes miras y resulta sencillo colocar los pies pero cuando
bajas no puedes ver los posibles apoyos. En más de una ocasión estuve a punto de caer
rodando. No lo hice. Eso sí, desgarré el pantalón y una manga de la chaqueta.
Pero no tenía tiempo para contemplaciones. Mis dos rodillas sangraban. Yo tenía
que bajar antes de que se fueran así que tripas corazón y, pese al dolor, sabía
había que continuar.
Cuando llegué al final del descenso algunos compañeros me
estaban buscando. Al verme nada más uno comentó "te has caído,
verdad" y yo, sin habla por el esfuerzo, asentí con la cabeza. Un profesor
me interrogó "señor Marco, dónde se había metido" y un compañero
respondió por mí" es que se ha caído". Yo señalé con el dedo la
cresta de la montaña dando a entender que la había ascendido hasta su cima. El
profesor me miró escéptico a los ojos y nada más comentó "mentiroso".
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