ANDRÉS MARCO

martes, 15 de julio de 2014

Mi yo y los otros


Mi yo y los otros



Yo soy una persona bastante normal, completamente corriente. Soy uno de esos que en cualquier lugar puede pasar plenamente desapercibido, nadie se va a fijar en él a no ser que haga algo extraordinario para llamar la atención. Tengo un nombre desde que vine a este mundo por última vez y que interesa más bien poco. Lo importante es que yo tengo mi yo y otros yo como otros también tienen, como cualquiera, pero que no han llegado a conocer este hecho como yo lo conozco.
La pura verdad  es que yo tengo mi yo con mis defectos y mis virtudes; todos tenemos nuestros defectos y nuestras virtudes, no es ninguna cosa especial. Yo nací en un pueblo rodeado de montañas, un pueblo como otro cualquiera de todo ese inmenso conjunto de pueblos rodeados de montañas y mis primeros pasos fueron transcurriendo allí sin penas ni glorias. Una infancia como otra cualquiera: bebé, nene, adolescente, adulto. En fin, las distintas etapas que todos recorremos para hacernos hombres. Por aquel entonces mi yo no estaba demasiado definido. A mi otro yo esto no le preocupaba  demasiado, era lo normal y no tenía por qué inquietarse y no
se inquietó hasta quedar más menos definido y  mi otro yo ya estaba contento con el yo que ya era mayor, que ya había alcanzado la mayoría para poder ir solo y que él había visto formarse desde un principio y que, la verdad, era para congratularse. Era tal como siempre todos mis otros yo habían deseado que fuese y tal como lo habían modelado, sin duda una fiel reproducción de ellos. Lo habían visto nacer y crecer, era un producto de su voluntad y esfuerzo colectivo sin descanso para conseguirlo.
Mi yo desde muy temprana edad siempre gustó por formarse a sí mismo y no regateó ningún tipo de  esfuerzo. Quiso ser frío, pensativo, calculador y poco a poco lo iba logrando, En un principio era emotivo pero  un día se dio cuenta de que las emociones alteraban el riego sanguíneo y le hacían actuar precipitadamente y muchas veces después se arrepentía de haber actuado así. Poco a poco consiguió controlar sus emociones y fue siendo cada vez más frío y más pensativo, más secundario. La mente es infinita y todos los pensamientos se pueden almacenar en ella, caben de sobras porque ésta  nunca se llena.  Con el tiempo se convirtió en  un yo flemático: eso es cosa buena.
Sin embargo mi otro yo siempre ha sido muy diferente.  Desde sus primeras  épocas gustó  de la emoción y del riesgo y se dejó siempre llevar por éstas con lo que se indispuso con mi yo más racional. El uno era pesimista y algo triste por naturaleza, demasiado meditativo y el otro es alegre, optimista, chistoso, amante de la buena vida y al que no le agrada tener que pensar. Cree que el pensar desmesuradamente y sin control conduce irremediablemente a la locura y en cierta medida tiene toda la razón. Siempre ha sido un pionero, un yo demasiado avanzado y fuera de la época en que le he tocado vivir, Nunca está a gusto. En eso se parece a mi yo que siempre cree que todas las cosas hechas podían haber estado mejor, que  busca constantemente la superación, la elevación hacia el superhombre, hacia el superego. Esto a mi otro yo le tiene sin cuidado pero nunca se siente a gusto del todo, quizás tenga la culpa la enemistad que siempre ha existido entre mi yo y mi otro yo, es una lucha en la que nunca vence ninguno de los dos. Ellos disfrutan así y son felices a su manera y me hacen ser feliz a mí que en definitiva es lo que importa.
Mas todo no queda en esa simple lucha sino que transciende más allá porque existe una competencia muy interesante entre ambos. Esto hace que mi tercer yo, el más viejo, el más antiguo, el primero, el eterno, el jefe de todos mis yo, con sus ideas pasadas de moda no vea con buenos ojos estas luchas internas entre mis yo. Yo he intentado muchas veces dentro de lo posible convencerlo de que es bueno que combatan entre sí porque esto les ayuda a superarse contantemente pero al Patriarca de mis yo no le gusta y  dice que todos los yo son hermanos y no debe haber dentro de uno mismo estas luchas fratricidas que no conducen nunca a nada. Y puede que tenga razón este yo.  Este yo es el de sucesivas etapas en que yo he ido naciendo y muriendo, es la esencia que jamás muere, que jamás deja de existir, lo más profundo y  permanente,  el que ha durado siempre. Ha sido y es mi yo en las sucesivas etapas en que yo he ido naciendo y muriendo, es la esencia que nunca muere, que nunca deja de existir,  lo más profundo y permanente que habita en mí,  pero es muy carca, cree que todavía estamos en planos de incidencia, de proyección, etapas vividas anteriores en el tiempo. Es algo que no llego a entender demasiado bien: si precisamente es él el que se proyecta, el que necesita volver a vivir por qué no se acostumbra nunca a la nada. Entonces por qué tampoco se habitúa cada vez a la época en la que le toca vivir. No recuerda nunca demasiadas cosas, dice que pensar le fatiga mucho porque ya es muy viejo: ha vivido demasiadas corporizaciones y para él la experiencia cuenta más que nada,  más que todos los conocimientos actuales juntos alcanzados por otras vías. Puede que tenga razón. Esto le acarrea siempre muchos sinsabores y desdichas. Son las eternas controversias a las que nunca se amolda. Es viejo y los jóvenes deberían respetarle, dice él,  porque la ancianidad es un fiel reflejo de toda una historia vivida en todas la incidencias del tiempo sobre el espacio. No entiende las costumbres de los jóvenes de ahora, le cuesta,  siempre le ha costado mucho,  ha sido un problema eterno en él el adaptarse a su medio ambiente.

Me quedan muchos otros yo que ahora no quiero sacar a relucir uno por uno porque para mí todos juntos forman un todo y no he llegado nunca a separarlos en unidades sujeto, son uno coherente, inseparable, formado por un sinfín de proyecciones de mi personalidad. También tengo otros yo que no han existido nunca, son mis posibilidades imposibles, lo que nunca seré, lo que jamás haré. Estos interesan más bien poco porque son pero no están y no llegarán nunca a estar, como he dicho antes. Son las negaciones imposibles, por eso son así. No me enfadado jamás  por que esto sea así: ellos tampoco lo han hecho y si lo han hecho alguna vez no me lo han comunicado jamás, quizás crean que así es mejor cuando deberían estar molestos por esta negación,  pero no lo están, no les han concedido nunca una oportunidad para manifestar su opinión. En fin,  yo,  mi persona es así con sus  pros y sus contras, una ola en una tempestad y nada más. Me conformo con lo que tengo y con lo que soy y doy siempre gracias a todos  mis yo por ello. Gracias.

sábado, 12 de julio de 2014

Gente encantadora

Gente encantadora


Está sobre una cama excesivamente pequeña, demasiado estrecha y arrinconada junto a una de las paredes. Paredes altas, lisas, blancas, con toda seguridad muy gruesas. Él duerme. Lleva mucho rato durmiendo, hace demasiado que duerme. No se podría precisar el tiempo que permanece así. Sin embargo, ahora está despertando. Abre los ojos, sin apenas moverse y dirige la mirada hacia arriba. El techo está muy lejano, inalcanzable con la vista casi. Nada más percibe una lámpara que ilumina muy débilmente. Siente frío, se estremece. Permanece inmóvil, hace en la habitación, y también fuera, demasiado frío y su cuerpo lo nota.
¿Dónde estoy? Yo no había estado nunca aquí, pero me gusta; hace frío, pero no importa, estoy bien así. Deja que me sitúe, déjame ver: yo estoy aquí, eso es seguro y evidente. Qué raro, no hay ninguna puerta. Esto yo no lo conozco. Cómo es que he entrado aquí si no hay ninguna puerta; qué extraño. Y, es más,  yo no me recuerdo de haber venido por mi propia voluntad hasta aquí. Este lugar me resulta del todo extraño y desconocido. Yo estaba en la barra de un bar; sí, eso es, la barra del bar. Sí, y había una mujer muy guapa, estaba allí, en una mesa, sola, y yo también. La miré por unos momentos y ella me sonrió. Cogí decidido  mi cerveza y me acerqué a ella. No perdía nada con intentarlo. Le dije algo y me senté a su lado. No recuerdo cómo era, pero eso sí, de una rara belleza, una belleza de esas que sobresalen de entre todas en cualquier lugar y que te obliga siempre a recabar tu mirada en ella; bebimos y hablamos mucho, también reímos felices. Debí emborracharme; sí, eso tuvo que ser: me emborraché y ahora estoy todavía borracho, por eso no sé dónde coño estoy. Todo esto es producto de mi borrachera. Vaya una curda que debí coger anoche en su compañía. Qué impresión le debí causar; embriagarme con ella, soy un loco, un fresco; mira que coger una trompa así de esa manera tan tonta, qué pensaría de mí: que soy un borrachuzo, un alcohólico, seguro que lo pensó.
Lo único que me molesta es esa luz, es demasiado intensa, brilla demasiado. Me duele la cabeza, todo me da vueltas: es la resaca. Nunca me había emborrachado, pero ella me ayudó a hacerlo. Me emborraché de su belleza y ella consintió en que  lo hiciera, me dejo embriagar, era demasiado hermosa, apetecible para pasar una agradable noche con ella  dejándose llevar por los instintos más básicos. Se parecía a mi madre cuando ésta era joven y yo era pequeño: me sentaba en sus rodillas y me jugaba: me hacía saltar y me explicaba cuentos para que me durmiera. Pero yo no quería dormirme. Me gustaban sus cuentos, me gustaba  que me jugara. Yo me asía a su cuello y la apretaba contra mí. Después venía papá y me estrechaba entre sus brazos y me apretaba contra su cara para que me durmiese, y yo le decía: “papá que me pinchas" y él me pinchaba todavía más con su baba de todo el día. Y yo quería, deseaba que llegara la noche y que papá me pinchara con su barba  y con su bigote. Me gustaba que me pinchara. Y al final sin dame casi cuenta me quedaba dormido en sus brazos. Por eso seguramente  me acerqué a ella, porque me inspiró confianza y ternura; me recordó a mi madre por unos momentos, me hizo retrotraerme a mi niñez. Recordé el día de Reyes: a mí me habían traído muchos juguetes: varias pistolas, una pelota, varios puzles, caramelos y muchas cosas más. Salí a la calle con mis pistolas. A Salvador sólo le habían dejado una rueda con un palo y un caballo pintado en la madera. Sus padres eran muy pobres, por eso los Reyes le habían traído es rueda que se dirigía con un enclenque palo de madera. No era justo. Y él se sentía más feliz que yo con su rueda. Mi pistola me gustaba pero me habían traído muchas cosas más.
Esa lámpara que produce dolor de cabeza, casi no ilumina y hace unos momentos no se podía soportar su brillo. Debe de estar estropeada. Hace aquí dentro  un calor inmenso, insoportable, estoy sudando, me entran ganas de vomitar: es la borrachera y sus consecuencias. Por qué me dejé llevar, por qué me embriagué si antes nunca lo había hecho. A mí no me gusta beber y ella me obligó a  tomar demasiado. Por momentos me está dejando de gustar, es mala, me hizo beber mucho para embriagarme.
El techo se mueve, se está moviendo, está bajando y me ¡aplastará! Por qué la luz será tan intensa. Baja y baja.. está muy cerca.. me va a aplastar y entonces despertaré de esta pesadilla consecuencia de la excesiva  bebida. No va a acabar nunca... se ha ido vertiginosamente  hacia arriba, no ha llegado a aplastarme. Nunca había tenido pesadillas así. ¿Son así las resacas? He de despertarme, he de dejar de soñar. Sí, eso haré, me  despertaré y entonces me daré una ducha muy fría para despejarme; eso, y me beberé  un café muy cargado y sin azúcar; eso me dejará como nuevo y volveré a la realidad. No sé, pero me parece que este colchón es muy duro; no es el mío. No, no lo es, seguro que no lo es. Pero se está cómodo a pesar de todo; sí, se está cómodo, muy cómodo. Es extraño. Esta habitación tan rara: cuadrada, pequeña, con ese techo tan alto que parece que nunca terminan las paredes; y esa torturadora lámpara. Y sin puertas; eso, sin puerta. Es lo más extraño de todo. Lo que no entiendo es cómo he llegado yo aquí si no hay puerta. Menos mal que todo es un sueño, una pesadilla producto de la cogorza, de la bebida que me ha hecho mal porque yo no acostumbro a beber y cuando tomo algo enseguida se me sube a la cabeza y me trastorna como ahora lo ha hecho.
Cerró los ojos y quiso seguir durmiendo. Y  lo consiguió por unos instantes  o tal vez por unas horas, o por varios días seguido; no se podría precisar bien. La tranquilidad había
vuelto a reinar y a ser la única soberana en la pequeña estancia cuadrada de techo muy alto. Tan alto que parecía que no estuviera allí sino en el infinito, más allá del horizonte de aquellas cuatro paredes. Apenas había luz; la penumbra inundaba la estancia pero de pronto comenzaron a encenderse luces muy potentes por todos los lados. Seguía durmiendo, estaba tan cansado que aquellas luces no le habían inmutado lo más mínimo. Un pequeño ruido hizo estremecer a la habitación y una lluvia de agua muy fría cayó sobre él. Se despertó sobresaltado y sin apenas darse cuenta estaba de pie; solo, como perdido en su aturdimiento. Sólo entonces se dio cuenta de la inmensidad de la habitación, sólo entonces de dio cuenta de su soledad, de la soledad que lo llenaba todo y que le llenaba también a él. La lluvia cesó y se percató de que estaba de
en medio de la sala. Miró hacia arriba y nada vio  la inmensidad de la luz le cegaba. Quiso taparse los ojos con las manos y le faltaron las fuerzas necesarias. No cabía la menor duda ya: aquello no era ninguna pesadilla. Alguien le había emborrachado y llevado después allí con algún fin premeditado. No se atrevía a pensar ni a creer nada de cuanto le acontecía.
Bienvenido a ésta su casa -dijo una voz que le pareció que provenía del más allá-  Ahora caigo -pensó él- estoy muerto y  esto es el juicio final. Tome posesión -siguió la voz- de la estancia como si fuese suya, acomódese y no se preocupe por nada de todo aquello  que pueda ver u oír. Y recuerde que siempre le estaremos observando. No sabía yo que después de muerto había que pasar por aquí, de haberlo sabido con anterioridad habría venido mejor preparado. En fin, que sea lo que tenga que ser.
En todo aquel día no volvió a oír ni ver nada. La luz de la lámpara se serenó y no le causó más dolor de cabeza. Tenía ocasión de recordar, en estas circunstancias, muchas cosas de su vida, debía estar preparado: lo que había hecho a lo largo de su vida, lo bueno y lo malo y lo que había dejado de hacer, todo era preciso recordarlo por si un acaso. Hubiese podido repasar toda su existencia como si ésta fuese un libro abierto sus manos, pero al final  no lo hizo. Prefirió echarse sobre la cama y descansar, olvidarse de todo y no pensar en nada, dejar su mente en blanco, como si no la tuviera, si es que esto es posible. Esperaba algún suceso importante, algo que le sacase de aquella monotonía, pero no sucedió  nada.
El despertar del nuevo día le sacó de aquella odiosa tranquilidad, de aquel amodorramiento que a nada conducía. Empezó a oír cosas y vio lo que nunca habría llegado a imaginar. Luces de colores que cambiaban constantemente de tonalidad y de sitio. Se oían ruidos extraños, eran como zumbidos muy intensos que le martilleaban constantemente los oídos. "Buenos días, ¿ha descansado usted bien? Recuerde que siempre le estamos observando". Los zumbidos y los colores continuaban sin cesar. Era un murmullo, un clamor de mucha gente que se acercaba, mejor dicho: que estaba allí con  él? "Piense y recuerde que usted es una persona. Repita conmigo: soy una persona, soy una persona, soy una persona". El susurro se acrecentaba por momentos. "Repita: soy una persona, una asquerosa persona. Repita: soy detestable, soy una persona asquerosa. Recuérdelo bien, no lo olvide, ¡repítalo! ¡repítalo!: no sirvo para nada, soy un inútil. ¡Recuérdelo!. Soy una asquerosa persona inútil que no sirve para nada. Debo desaparecer porque soy un ser repugnante, ¡no lo olvide!: no sirvo para nada. Debo desaparecer porque soy sumamente repugnante, ¡no lo olvide! ¡recuérdelo!: repugnante, una persona repugnante".
Aquella máquina parlante estuvo así mucho tiempo. ¡Recuerde!, ¡no lo olvide!, ¡repítalo!. Él llegó al límite de sus fuerzas y cayó al suelo sin sentido mas la voz, los mensajes, las órdenes, todo continuó como si él no estuviese allí. A la mañana siguiente apareció tendido sobre la cama. Alguien se había molestado en levantarlo y ponerlo allí. Recordó todo lo que había sucedido el día anterior y lloró. ¿Por qué estaba él allí?¿Por qué le sucedía precisamente a él? ¿Qué pretendían hacerle con aquella tortura? Estaba seguro de que todo iba a proseguir de igual forma, que no iban a dejarle descansar ni siquiera un momento. No los conocía de nada, no sabía quiénes podían ser. Sin embargo intuía, comenzaba a percatarse de que no pararían con él, que no le quedaba ya futuro  y que estaba pagando por algo que él desconocía y que no había hecho, que era una víctima equivocada.  No, no estaba muerto ni aquello  era el juicio final, pero sí el último peldaño para llegar hasta éste. No saldría vivo, estaba seguro de ello, era lo único de lo que se podía estar seguro.
No se había dado cuenta aún pero encontró de súbito extraño que de pronto no hubiese luz, a penas una miserable penumbra. Sin saber cómo, de pronto empezó a ver sombras, a intuirlas más bien, que pretendían cogerle. Sombras que se mofaban de él.
Eran siluetas que se movían en la penumbra. Se reían, reían muy fuerte. No eran risas, más bien parecían carcajadas de locos. Loco es lo que intentaban y querían que él acabase siendo. "Recuerde que estamos siempre observándole. Estamos aquí con usted, por qué no intenta atraparnos. Sí, venga, inténtelo. Cójame. Recuerde que debe cogerme. Sí, usted que es un sapo asqueroso y que  yo he de aplastarlo. Usted no me ve. Bien hecho. Ha sabido librarse de mi primer ataque, pero esté prevenido, muévase sin cesar para que no le chafe, aunque puede ocurrir que sea usted quien choque conmigo y entonces sea usted quien se ha metido debajo de mi pie. No. No está en buen sitio, ahí puedo con usted sin que se dé cuenta de nada. Muévase. No, así no. A saltos,  como los sapos, recuerde que es un sapo. Cuidado, estoy detrás de usted. Sapo, voy a aplastarte. Eso, muévete, defiéndete. Eres un asqueroso sapo que debe morir". Era lo primero sensato que oía en mucho tiempo y por un momento pensó en ello: debe morir, lo demás ya no importa,  un sapo repugnante. Un sapo, un sapo, todas las personas somos sapos pestilentes que deben ser aplastados, somos una plaga que ha
de ser extinguida. ¡Recuérdelo!, ¡piénselo bien!, ¡recuerde!: un sapo.
"¡ Salte, más alto!, ¡Salte! Saltito a saltito, como los sapos, ¡más rápido, más rápido!,     ¡voy a caer sobre usted...muévase...muévase como lo que es, como un sapo". Nuevamente perdió el sentido y cayó al suelo, sin embargo  esta vez nadie se ocupó de recogerle y ponerle sobre la cama. Quedó en el suelo, solo y abandonado, inconsciente. Cuando despertó todo lo demás había desaparecido. Hasta la cama había sido retirada. Eran únicamente él y la sala. Aquella sala rectangular de paredes y techo muy altos.
Este lavado de cerebro prosiguió por muchos días, quizás duró incluso meses o años. Siempre era lo mismo: aquella voz odiosa que se reía y que le hacía recordar cosas. Era una persona, un hombre asqueroso como lo es un sapo que debía desaparecer. Toda  la humanidad debí ser exterminada. Otras veces no era nada; no era nadie, no existía y sí existía; le confundían continuamente. Le habían hecho creer demasiadas cosas que jamás había llegado él a imaginar. Las luces, las sombras, los dos trenes veloces que siempre chocaban en su cabeza. Era horrible el sólo pensarlo. Pero aquello no era ningún sueño. Era una realidad palpable. Algo que no iba a acabar nunca.
Sintió una mano que le tocaba. Despertó y se encontró tendido sobre un banco en un jardín público. La mano era de un niño  que había osado interrumpir su sueño para preguntarle qué hora era: no lo sabía, su reloj se paró hace demasiado tiempo. Era una mañana diferente, nueva para él: la habitación se había esfumado, la luz tenue había sido absorbida por los rayos solares, no habían más tormentos, al menos por ahora. De nuevo, según presagiaba, era libre y estaba solo. Reconoció el lugar, había estado muchas veces en el mismo, por tanto cómo no iba a reconocerlos. Eran los jardines del Capitolio de Washington. No acertaba a saber si era feliz o no. Qué importaba ahora: la sangre volvía a correr por sus Venas y todo volvía a ser normal. Se incorporó, se puso en pie y se dirigió hacia el edificio central: el Capitolio, llegó hasta el monumento dedicado a Lincoln y buscó una lápida que hay en la pared. La leyó muy detenidamente  asintiendo a todo cuanto allí ponía. Repasó la Constitución del  país más grande y poderoso del mundo. Leyó los derechos de todos los ciudadanos norteamericanos, hizo un leve movimiento con los hombros, como aquél que no entiende nada y se marchó. En el camino, en un banco le aguardaba aquella mujer que le recordaba a su madre. Ella se incorporó. No se dijeron nada. Se asieron  de la mano y marcharon juntos. Se perdieron entre la multitud de la gran urbe. Él no recordaba nada de cuanto le había  acontecido. Era un hombre nuevo: acababa de nacer y ella estaba a su lado.




Los billetes de 1000

Los billetes de 1000


Eran las cinco de la tarde cuando nos encontrábamos reunidos en la sala de conferencias que el hotel Hilton nos había prestado para la ocasión. Yo también había recibido unos días antes una Carta de Mr. Freedman en la que se me convocaba “allí y
a esa hora para tratar una  cuestión de vital importancia que a todos nos atañía". En
la sala no éramos más de veinte personas seleccionadas especialmente para ello. Entre todos debíamos debatir y  encontrar una solución viable para salvar a nuestros conciudadanos de la grave ola maléfica que les acechaba sin saberlo ellos.
Yo expuse mi teoría: distribuyamos por toda la ciudad un sistema de trampas mortíferas que sin duda purificarán el ambiente enrarecido que en estos momentos reina. Todo resulta muy sencillo. Se colocan en diversos puntos de la ciudad billetes de mil. Estos estarán controlados por unas células fotoeléctricas sensibles  de seguridad que al ser interrumpidas accionarán el disparador de una ametralladora camuflada que apuntará hacia el billete y que disparará ráfagas. Todo aquel individuo que pretenda apoderarse del billete ajeno, morirá irremisiblemente, víctima de los disparos. También se colocarán en el suelo minas personales de contacto y sobre ellas los susodichos billetes de mil: al intentar alguien apoderarse de ellos, la codicia es irrefrenable, éstas harán explosión, produciendo el mismo efecto que en el caso anterior: la eliminación del sujeto.
Esta solución fue aceptada unánimemente y sin apenas objeciones por todos los asistentes. Y así  se decidió llevar a la práctica mi teoría. Se distribuyeron toda una red de billetes de mil preparados por las calles de la ciudad. Colaboraron en la colocación de la misma personajes muy importantes e influyentes como Arthur Föhl, Simón Pérez de Hita y Raimundo Bronner. Al día siguiente la prensa empezó a hablar de personas que habían resultado muertas al encontrarse en el suelo  billetes de mil e intentar apoderarse de ellos.  Advertía a los ciudadanos de la peligrosidad  de estas trampas criminales colocadas por algún maniático social o por algún  demente que disfrutaba viendo morir a personas inocentes. La policía había iniciado sus pesquisas e indagaciones para tratar de encontrar a los responsables de tamaño acto fuera de todo sentido. Al mismo tiempo que comenzaba una dilatada operación para desactivar estos criminales artilugios. Rogaba que quien se encontrara con un billete en el suelo que por nada del mundo tratara de hacerse con el mismo y que lo comunicara de inmediato a las autoridades. Pero nada importaba, la acción estaba desencadenada y con todo seguridad todo aquel que encontrara un billete de 1000 en el suelo ante la duda de si era un arma letal o simplemente estaba caído dudaría y, poniendo más cuidado, eso sí, trataría de hacerse con el mismo cayendo abatido de una ráfaga de disparos o bien saldría volando por las aires.  Paul Balembert me había dado a conocer su intención de continuar con esta operación de limpieza hasta alcanzar nuestro objetivo. Si la policía nos elimina los billetes antes de que cumplan su cometido -me había dicho- nosotros pondremos más, disponemos de remanente sobrado para ello. Debemos hacer que les resulte a imposible eliminarlos todos.
Esta idea era fabulosa. Así la habían calificado mis compañeros de misión. Debo aclarar que se  me había ocurrido un día leyendo un libro que había encontrado en un rincón de una biblioteca pública. Me pareció que la propuesta  era muy buena y decidí estudiarla, perfeccionarla y adaptarla para tan sensato propósito. En un principio me pareció algo descabellada, pero poco a poco fue tomando forma y la creí  factible. No era descabellada y su puesta en práctica relativamente sencilla. Ahora demostraba que era capaz de dar los codiciados frutos. En principio estaba resultando muy eficaz: en tres días iban muertas treinta y ocho personas que habían intentado apoderarse de esos billetes que no eran suyos pese a las advertencias de las autoridades. La verdad: no estaba nada mal mi sistema.
Simon Pérez de Hita me llamó aquella noche par teléfono para darme cuenta de su sensacional idea de establecer una red semejante en su país. Así Caracas quedaría limpia de toda la inmundicia humana. Además,  Caracas es una ciudad que se presta para ello: las condiciones de sus habitantes son inmejorables para que caigan como ratones en sus trampas. Sólo hay que colocar los billetes y esperar que alguna mano se acerque a ellos para cogerlos activando así, con esta acción tan sencilla, la máquina que actúa y el fin es inminente: se elimina a otro ciudadano osado. También, entre otras cosas, me recomendó que leyera la Rebelión de las Masas, de Ortega y Gasset. Me dijo que esta obra tenía mucha relación con lo que estábamos haciendo y que a su vez explicaba los motivos esenciales de nuestra política y de nuestra ideología: los hombres que quedarán serán los más cobardes, aquellos  que no se habrán atrevido a coger el billete por miedo a la posibilidad  muerte, aquellos que jamás se arriesgarían por nada y, de es te modo, quedará  una raza especial y nueva de hombres que habrán resistido la tentación del dinero porque éste poco les importa. Estos después podrán fácilmente eliminar a los más miserables que aún serían capaces de moverse por dinero ni intuyeran que no hay riesgo. Implantando mi sistema en todas las ciudades y pueblos del mundo, éste quedará para siempre purificado, limpio de la contaminación humana. Yo me sentía muy feliz con todo cuanto acontecía. Serían bastantes las personas que dudarían con hacerse o no con el billete, pero la situación que les planteábamos resultaba excesivamente tentadora, incluso existía la posibilidad de que aquel billete fuera realmente perdido y no tuviera cerca de sí ninguna trampa. Al final, ante la tentación,  sucumbirían  arriesgándose y cogiendo el billete... Los que quedarían al final serían mentes selectas, preparadas, especiales, para proseguir con la historia, con nuestra historia, con la historia del mundo que no debe acabar nunca.
Aquella noche me sentí por primera vez inmensamente dichoso. No tenía sueño y pude leer el Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, de J.J. Rousseau. Qué duda cabe de que este autor tiene razón al señalar que todos somos desiguales desde nuestro nacimiento, en nuestra sociedad. Pero ya no tendremos por qué seguir preocupándonos. A partir de ahora todos seremos iguales. Y esa igualdad es, qué duda cabe, una garantía de seguridad. Mi arma nos igualará a todos los que sobrevivamos a esta experiencia. Mi contribución a la mejora de la humanidad será considerada por las generaciones venideras como la más beneficiosa para la humanidad creada por el hombre. Qué dude cabe de ello. No hay mayor felicidad para mí que pasar a formar parte de la historia como un personaje inmortal, querido  y alabado por todos. Yo moriré algún día, pero el recuerdo de mi obra perdurará para siempre.
A la mañana siguiente nos volvimos a reunir en la sala de conferencias del hotel Hilton para revisar y ver la marcha de nuestro plan hasta el momento. Funcionaba de maravilla: era simplemente perfecto. Contábamos con el apoyo incondicional de gran número de intelectuales que estaban con nosotros. Nuevamente me sentí el hombre más feliz de la tierra. Ni la policía, ni los Servicios de inteligencia, ni nadie ni nada podría hacer nada en contra de nuestro plan,  abortarlo era imposible. Su concepción era inmejorable: como pocas, y sólo estas pocas perduran. John Preston tomó la palabra y nos soltó un gran y cabal discurso explicando las bellezas esenciales de nuestro trabajo. Era natural que fuese él quien hablase de ello: le correspondía por ser
él el presidente de la organización para la salvación del mundo. Habíamos empezado con la idea de salvar a nuestra gran ciudad e íbamos a acabar con la remisión de los pecados de todo el orbe. Después comimos todos juntos en el mismo hotel Hilton y a continuación fuimos a un cine de estreno, lo mundano y banal en ocasiones también resulta necesario para descargar la mente. El día terminó con una gran fiesta en casa de los Montpierre, artífices y financieros de nuestra apocalíptica  misión. Gracias a ellos todo ha sido posible. Algún día les será recompensado.
Ahora nuestro sistema continúa obrando maravillas. Se ha implantado en la mayoría de las poblaciones del mundo y su genialidad es tal que dentro de poco habremos conseguido el fin pretendido. No  será necesario ninguna tipo de control de natalidad, ni ninguna bomba atómica, seremos tan pocos los seleccionados por la naturaleza que no hará falta ninguna medida restrictiva. Seremos hombres libres que tendremos a nuestro servicio toda la tecnología existente. No podemos desear más. Será la nueva era de los superhombres. Y yo seré el único que ha hecho posible esta realidad tan cercana. La máquina continúa trabajando sin  cesar y va limpiando todas las asperezas, toda la suciedad, todas las inmundicias del mundo: increible, mas es cierto: la redención está ya muy cerca.