Gente encantadora
Está
sobre una cama excesivamente pequeña, demasiado estrecha y arrinconada junto a
una de las paredes. Paredes altas, lisas, blancas, con toda seguridad muy
gruesas. Él duerme. Lleva mucho rato durmiendo, hace demasiado que duerme. No
se podría precisar el tiempo que permanece así. Sin embargo, ahora está
despertando. Abre los ojos, sin apenas moverse y dirige la mirada hacia arriba.
El techo está muy lejano, inalcanzable con la vista casi. Nada más percibe una
lámpara que ilumina muy débilmente. Siente frío, se estremece. Permanece
inmóvil, hace en la habitación, y también fuera, demasiado frío y su cuerpo lo
nota.
¿Dónde
estoy? Yo no había estado nunca aquí, pero me gusta; hace frío, pero no importa,
estoy bien así. Deja que me sitúe, déjame ver: yo estoy aquí, eso es seguro y
evidente. Qué raro, no hay ninguna puerta. Esto yo no lo conozco. Cómo es que
he entrado aquí si no hay ninguna puerta; qué extraño. Y, es más, yo no me recuerdo de haber venido por mi
propia voluntad hasta aquí. Este lugar me resulta del todo extraño y
desconocido. Yo estaba en la barra de un bar; sí, eso es, la barra del bar. Sí,
y había una mujer muy guapa, estaba allí, en una mesa, sola, y yo también. La miré
por unos momentos y ella me sonrió. Cogí decidido mi cerveza y me acerqué a ella. No perdía nada
con intentarlo. Le dije algo y me senté a su lado. No recuerdo cómo era, pero
eso sí, de una rara belleza, una belleza de esas que sobresalen de entre todas
en cualquier lugar y que te obliga siempre a recabar tu mirada en ella; bebimos
y hablamos mucho, también reímos felices. Debí emborracharme; sí, eso tuvo que
ser: me emborraché y ahora estoy todavía borracho, por eso no sé dónde coño estoy.
Todo esto es producto de mi borrachera. Vaya una curda que debí coger anoche en
su compañía. Qué impresión le debí causar; embriagarme con ella, soy un loco, un
fresco; mira que coger una trompa así de esa manera tan tonta, qué pensaría de
mí: que soy un borrachuzo, un alcohólico, seguro que lo pensó.
Lo
único que me molesta es esa luz, es demasiado intensa, brilla demasiado. Me
duele la cabeza, todo me da vueltas: es la resaca. Nunca me había emborrachado,
pero ella me ayudó a hacerlo. Me emborraché de su belleza y ella consintió en
que lo hiciera, me dejo embriagar, era
demasiado hermosa, apetecible para pasar una agradable noche con ella dejándose llevar por los instintos más básicos.
Se parecía a mi madre cuando ésta era joven y yo era pequeño: me sentaba en sus
rodillas y me jugaba: me hacía saltar y me explicaba cuentos para que me durmiera.
Pero yo no quería dormirme. Me gustaban sus cuentos, me gustaba que me jugara. Yo me asía a su cuello y la
apretaba contra mí. Después venía papá y me estrechaba entre sus brazos y me
apretaba contra su cara para que me durmiese, y yo le decía: “papá que me
pinchas" y él me pinchaba todavía más con su baba de todo el día. Y yo
quería, deseaba que llegara la noche y que papá me pinchara con su barba y con su bigote. Me gustaba que me pinchara. Y
al final sin dame casi cuenta me quedaba dormido en sus brazos. Por eso
seguramente me acerqué a ella, porque me
inspiró confianza y ternura; me recordó a mi madre por unos momentos, me hizo retrotraerme
a mi niñez. Recordé el día de Reyes: a mí me habían traído muchos juguetes: varias
pistolas, una pelota, varios puzles, caramelos y muchas cosas más. Salí a la
calle con mis pistolas. A Salvador sólo le habían dejado una rueda con un palo
y un caballo pintado en la madera. Sus padres eran muy pobres, por eso los
Reyes le habían traído es rueda que se dirigía con un enclenque palo de madera.
No era justo. Y él se sentía más feliz que yo con su rueda. Mi pistola me
gustaba pero me habían traído muchas cosas más.
Esa
lámpara que produce dolor de cabeza, casi no ilumina y hace unos momentos no se
podía soportar su brillo. Debe de estar estropeada. Hace aquí dentro un calor inmenso, insoportable, estoy sudando,
me entran ganas de vomitar: es la borrachera y sus consecuencias. Por qué me
dejé llevar, por qué me embriagué si antes nunca lo había hecho. A mí no me
gusta beber y ella me obligó a tomar demasiado.
Por momentos me está dejando de gustar, es mala, me hizo beber mucho para
embriagarme.
El
techo se mueve, se está moviendo, está bajando y me ¡aplastará! Por qué la luz
será tan intensa. Baja y baja.. está muy cerca.. me va a aplastar y entonces
despertaré de esta pesadilla consecuencia de la excesiva bebida. No va a acabar nunca... se ha ido vertiginosamente
hacia arriba, no ha llegado a aplastarme.
Nunca había tenido pesadillas así. ¿Son así las resacas? He de despertarme, he
de dejar de soñar. Sí, eso haré, me despertaré y entonces me daré una ducha muy fría
para despejarme; eso, y me beberé un café
muy cargado y sin azúcar; eso me dejará como nuevo y volveré a la realidad. No
sé, pero me parece que este colchón es muy duro; no es el mío. No, no lo es, seguro
que no lo es. Pero se está cómodo a pesar de todo; sí, se está cómodo, muy cómodo.
Es extraño. Esta habitación tan rara: cuadrada, pequeña, con ese techo tan alto
que parece que nunca terminan las paredes; y esa torturadora lámpara. Y sin puertas;
eso, sin puerta. Es lo más extraño de todo. Lo que no entiendo es cómo he llegado
yo aquí si no hay puerta. Menos mal que todo es un sueño, una pesadilla producto
de la cogorza, de la bebida que me ha hecho mal porque yo no acostumbro a beber
y cuando tomo algo enseguida se me sube a la cabeza y me trastorna como ahora
lo ha hecho.
Cerró
los ojos y quiso seguir durmiendo. Y lo
consiguió por unos instantes o tal vez
por unas horas, o por varios días seguido; no se podría precisar bien. La tranquilidad
había
vuelto
a reinar y a ser la única soberana en la pequeña estancia cuadrada de techo muy
alto. Tan alto que parecía que no estuviera allí sino en el infinito, más allá
del horizonte de aquellas cuatro paredes. Apenas había luz; la penumbra
inundaba la estancia pero de pronto comenzaron a encenderse luces muy potentes
por todos los lados. Seguía durmiendo, estaba tan cansado que aquellas luces no
le habían inmutado lo más mínimo. Un pequeño ruido hizo estremecer a la
habitación y una lluvia de agua muy fría cayó sobre él. Se despertó
sobresaltado y sin apenas darse cuenta estaba de pie; solo, como perdido en su
aturdimiento. Sólo entonces se dio cuenta de la inmensidad de la habitación,
sólo entonces de dio cuenta de su soledad, de la soledad que lo llenaba todo y
que le llenaba también a él. La lluvia cesó y se percató de que estaba de
en
medio de la sala. Miró hacia arriba y nada vio
la inmensidad de la luz le cegaba. Quiso taparse los ojos con las manos
y le faltaron las fuerzas necesarias. No cabía la menor duda ya: aquello no era
ninguna pesadilla. Alguien le había emborrachado y llevado después allí con algún
fin premeditado. No se atrevía a pensar ni a creer nada de cuanto le acontecía.
Bienvenido
a ésta su casa -dijo una voz que le pareció que provenía del más allá- Ahora caigo -pensó él- estoy muerto y esto es el juicio final. Tome posesión -siguió
la voz- de la estancia como si fuese suya, acomódese y no se preocupe por nada
de todo aquello que pueda ver u oír. Y
recuerde que siempre le estaremos observando. No sabía yo que después de muerto
había que pasar por aquí, de haberlo sabido con anterioridad habría venido
mejor preparado. En fin, que sea lo que tenga que ser.
En
todo aquel día no volvió a oír ni ver nada. La luz de la lámpara se serenó y no
le causó más dolor de cabeza. Tenía ocasión de recordar, en estas
circunstancias, muchas cosas de su vida, debía estar preparado: lo que había
hecho a lo largo de su vida, lo bueno y lo malo y lo que había dejado de hacer,
todo era preciso recordarlo por si un acaso. Hubiese podido repasar toda su existencia
como si ésta fuese un libro abierto sus manos, pero al final no lo hizo. Prefirió echarse sobre la cama y descansar,
olvidarse de todo y no pensar en nada, dejar su mente en blanco, como si no la
tuviera, si es que esto es posible. Esperaba algún suceso importante, algo que
le sacase de aquella monotonía, pero no sucedió nada.
El
despertar del nuevo día le sacó de aquella odiosa tranquilidad, de aquel
amodorramiento que a nada conducía. Empezó a oír cosas y vio lo que nunca habría
llegado a imaginar. Luces de colores que cambiaban constantemente de tonalidad
y de sitio. Se oían ruidos extraños, eran como zumbidos muy intensos que le
martilleaban constantemente los oídos. "Buenos días, ¿ha descansado usted
bien? Recuerde que siempre le estamos observando". Los zumbidos y los
colores continuaban sin cesar. Era un murmullo, un clamor de mucha gente que se
acercaba, mejor dicho: que estaba allí con
él? "Piense y recuerde que usted es una persona. Repita conmigo:
soy una persona, soy una persona, soy una persona". El susurro se acrecentaba
por momentos. "Repita: soy una persona, una asquerosa persona. Repita: soy
detestable, soy una persona asquerosa. Recuérdelo bien, no lo olvide, ¡repítalo!
¡repítalo!: no sirvo para nada, soy un inútil. ¡Recuérdelo!. Soy una asquerosa
persona inútil que no sirve para nada. Debo desaparecer porque soy un ser
repugnante, ¡no lo olvide!: no sirvo para nada. Debo desaparecer porque soy
sumamente repugnante, ¡no lo olvide! ¡recuérdelo!: repugnante, una persona repugnante".
Aquella
máquina parlante estuvo así mucho tiempo. ¡Recuerde!, ¡no lo olvide!, ¡repítalo!.
Él llegó al límite de sus fuerzas y cayó al suelo sin sentido mas la voz, los mensajes,
las órdenes, todo continuó como si él no estuviese allí. A la mañana siguiente
apareció tendido sobre la cama. Alguien se había molestado en levantarlo y
ponerlo allí. Recordó todo lo que había sucedido el día anterior y lloró. ¿Por
qué estaba él allí?¿Por qué le sucedía precisamente a él? ¿Qué pretendían
hacerle con aquella tortura? Estaba seguro de que todo iba a proseguir de igual
forma, que no iban a dejarle descansar ni siquiera un momento. No los conocía
de nada, no sabía quiénes podían ser. Sin embargo intuía, comenzaba a percatarse
de que no pararían con él, que no le quedaba ya futuro y que estaba pagando por algo que él
desconocía y que no había hecho, que era una víctima equivocada. No, no estaba muerto ni aquello era el juicio final, pero sí el último peldaño
para llegar hasta éste. No saldría vivo, estaba seguro de ello, era lo único de
lo que se podía estar seguro.
No
se había dado cuenta aún pero encontró de súbito extraño que de pronto no
hubiese luz, a penas una miserable penumbra. Sin saber cómo, de pronto empezó a
ver sombras, a intuirlas más bien, que pretendían cogerle. Sombras que se mofaban
de él.
Eran
siluetas que se movían en la penumbra. Se reían, reían muy fuerte. No eran risas,
más bien parecían carcajadas de locos. Loco es lo que intentaban y querían que él
acabase siendo. "Recuerde que estamos siempre observándole. Estamos aquí
con usted, por qué no intenta atraparnos. Sí, venga, inténtelo. Cójame. Recuerde
que debe cogerme. Sí, usted que es un sapo asqueroso y que yo he de aplastarlo. Usted no me ve. Bien
hecho. Ha sabido librarse de mi primer ataque, pero esté prevenido, muévase sin
cesar para que no le chafe, aunque puede ocurrir que sea usted quien choque
conmigo y entonces sea usted quien se ha metido debajo de mi pie. No. No está
en buen sitio, ahí puedo con usted sin que se dé cuenta de nada. Muévase. No, así
no. A saltos, como los sapos, recuerde
que es un sapo. Cuidado, estoy detrás de usted. Sapo, voy a aplastarte. Eso,
muévete, defiéndete. Eres un asqueroso sapo que debe morir". Era lo primero
sensato que oía en mucho tiempo y por un momento pensó en ello: debe morir, lo demás
ya no importa, un sapo repugnante. Un
sapo, un sapo, todas las personas somos sapos pestilentes que deben ser aplastados,
somos una plaga que ha
de
ser extinguida. ¡Recuérdelo!, ¡piénselo bien!, ¡recuerde!: un sapo.
"¡
Salte, más alto!, ¡Salte! Saltito a saltito, como los sapos, ¡más rápido, más
rápido!, ¡voy a caer sobre usted...muévase...muévase
como lo que es, como un sapo". Nuevamente perdió el sentido y cayó al suelo,
sin embargo esta vez nadie se ocupó de
recogerle y ponerle sobre la cama. Quedó en el suelo, solo y abandonado,
inconsciente. Cuando despertó todo lo demás había desaparecido. Hasta la cama había
sido retirada. Eran únicamente él y la sala. Aquella sala rectangular de paredes
y techo muy altos.
Este
lavado de cerebro prosiguió por muchos días, quizás duró incluso meses o años. Siempre
era lo mismo: aquella voz odiosa que se reía y que le hacía recordar cosas. Era
una persona, un hombre asqueroso como lo es un sapo que debía desaparecer. Toda
la humanidad debí ser exterminada. Otras
veces no era nada; no era nadie, no existía y sí existía; le confundían continuamente.
Le habían hecho creer demasiadas cosas que jamás había llegado él a imaginar. Las
luces, las sombras, los dos trenes veloces que siempre chocaban en su cabeza. Era
horrible el sólo pensarlo. Pero aquello no era ningún sueño. Era una realidad
palpable. Algo que no iba a acabar nunca.
Sintió
una mano que le tocaba. Despertó y se encontró tendido sobre un banco en un
jardín público. La mano era de un niño que
había osado interrumpir su sueño para preguntarle qué hora era: no lo sabía, su
reloj se paró hace demasiado tiempo. Era una mañana diferente, nueva para él:
la habitación se había esfumado, la luz tenue había sido absorbida por los
rayos solares, no habían más tormentos, al menos por ahora. De nuevo, según
presagiaba, era libre y estaba solo. Reconoció el lugar, había estado muchas
veces en el mismo, por tanto cómo no iba a reconocerlos. Eran los jardines del
Capitolio de Washington. No acertaba a saber si era feliz o no. Qué importaba
ahora: la sangre volvía a correr por sus Venas y todo volvía a ser normal. Se
incorporó, se puso en pie y se dirigió hacia el edificio central: el Capitolio,
llegó hasta el monumento dedicado a Lincoln y buscó una lápida que hay en la pared.
La leyó muy detenidamente asintiendo a
todo cuanto allí ponía. Repasó la Constitución del país más grande y poderoso del mundo. Leyó los
derechos de todos los ciudadanos norteamericanos, hizo un leve movimiento con
los hombros, como aquél que no entiende nada y se marchó. En el camino, en un banco
le aguardaba aquella mujer que le recordaba a su madre. Ella se incorporó. No se
dijeron nada. Se asieron de la mano y marcharon
juntos. Se perdieron entre la multitud de la gran urbe. Él no recordaba nada de
cuanto le había acontecido. Era un
hombre nuevo: acababa de nacer y ella estaba a su lado.
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