ANDRÉS MARCO

sábado, 12 de julio de 2014

Los billetes de 1000

Los billetes de 1000


Eran las cinco de la tarde cuando nos encontrábamos reunidos en la sala de conferencias que el hotel Hilton nos había prestado para la ocasión. Yo también había recibido unos días antes una Carta de Mr. Freedman en la que se me convocaba “allí y
a esa hora para tratar una  cuestión de vital importancia que a todos nos atañía". En
la sala no éramos más de veinte personas seleccionadas especialmente para ello. Entre todos debíamos debatir y  encontrar una solución viable para salvar a nuestros conciudadanos de la grave ola maléfica que les acechaba sin saberlo ellos.
Yo expuse mi teoría: distribuyamos por toda la ciudad un sistema de trampas mortíferas que sin duda purificarán el ambiente enrarecido que en estos momentos reina. Todo resulta muy sencillo. Se colocan en diversos puntos de la ciudad billetes de mil. Estos estarán controlados por unas células fotoeléctricas sensibles  de seguridad que al ser interrumpidas accionarán el disparador de una ametralladora camuflada que apuntará hacia el billete y que disparará ráfagas. Todo aquel individuo que pretenda apoderarse del billete ajeno, morirá irremisiblemente, víctima de los disparos. También se colocarán en el suelo minas personales de contacto y sobre ellas los susodichos billetes de mil: al intentar alguien apoderarse de ellos, la codicia es irrefrenable, éstas harán explosión, produciendo el mismo efecto que en el caso anterior: la eliminación del sujeto.
Esta solución fue aceptada unánimemente y sin apenas objeciones por todos los asistentes. Y así  se decidió llevar a la práctica mi teoría. Se distribuyeron toda una red de billetes de mil preparados por las calles de la ciudad. Colaboraron en la colocación de la misma personajes muy importantes e influyentes como Arthur Föhl, Simón Pérez de Hita y Raimundo Bronner. Al día siguiente la prensa empezó a hablar de personas que habían resultado muertas al encontrarse en el suelo  billetes de mil e intentar apoderarse de ellos.  Advertía a los ciudadanos de la peligrosidad  de estas trampas criminales colocadas por algún maniático social o por algún  demente que disfrutaba viendo morir a personas inocentes. La policía había iniciado sus pesquisas e indagaciones para tratar de encontrar a los responsables de tamaño acto fuera de todo sentido. Al mismo tiempo que comenzaba una dilatada operación para desactivar estos criminales artilugios. Rogaba que quien se encontrara con un billete en el suelo que por nada del mundo tratara de hacerse con el mismo y que lo comunicara de inmediato a las autoridades. Pero nada importaba, la acción estaba desencadenada y con todo seguridad todo aquel que encontrara un billete de 1000 en el suelo ante la duda de si era un arma letal o simplemente estaba caído dudaría y, poniendo más cuidado, eso sí, trataría de hacerse con el mismo cayendo abatido de una ráfaga de disparos o bien saldría volando por las aires.  Paul Balembert me había dado a conocer su intención de continuar con esta operación de limpieza hasta alcanzar nuestro objetivo. Si la policía nos elimina los billetes antes de que cumplan su cometido -me había dicho- nosotros pondremos más, disponemos de remanente sobrado para ello. Debemos hacer que les resulte a imposible eliminarlos todos.
Esta idea era fabulosa. Así la habían calificado mis compañeros de misión. Debo aclarar que se  me había ocurrido un día leyendo un libro que había encontrado en un rincón de una biblioteca pública. Me pareció que la propuesta  era muy buena y decidí estudiarla, perfeccionarla y adaptarla para tan sensato propósito. En un principio me pareció algo descabellada, pero poco a poco fue tomando forma y la creí  factible. No era descabellada y su puesta en práctica relativamente sencilla. Ahora demostraba que era capaz de dar los codiciados frutos. En principio estaba resultando muy eficaz: en tres días iban muertas treinta y ocho personas que habían intentado apoderarse de esos billetes que no eran suyos pese a las advertencias de las autoridades. La verdad: no estaba nada mal mi sistema.
Simon Pérez de Hita me llamó aquella noche par teléfono para darme cuenta de su sensacional idea de establecer una red semejante en su país. Así Caracas quedaría limpia de toda la inmundicia humana. Además,  Caracas es una ciudad que se presta para ello: las condiciones de sus habitantes son inmejorables para que caigan como ratones en sus trampas. Sólo hay que colocar los billetes y esperar que alguna mano se acerque a ellos para cogerlos activando así, con esta acción tan sencilla, la máquina que actúa y el fin es inminente: se elimina a otro ciudadano osado. También, entre otras cosas, me recomendó que leyera la Rebelión de las Masas, de Ortega y Gasset. Me dijo que esta obra tenía mucha relación con lo que estábamos haciendo y que a su vez explicaba los motivos esenciales de nuestra política y de nuestra ideología: los hombres que quedarán serán los más cobardes, aquellos  que no se habrán atrevido a coger el billete por miedo a la posibilidad  muerte, aquellos que jamás se arriesgarían por nada y, de es te modo, quedará  una raza especial y nueva de hombres que habrán resistido la tentación del dinero porque éste poco les importa. Estos después podrán fácilmente eliminar a los más miserables que aún serían capaces de moverse por dinero ni intuyeran que no hay riesgo. Implantando mi sistema en todas las ciudades y pueblos del mundo, éste quedará para siempre purificado, limpio de la contaminación humana. Yo me sentía muy feliz con todo cuanto acontecía. Serían bastantes las personas que dudarían con hacerse o no con el billete, pero la situación que les planteábamos resultaba excesivamente tentadora, incluso existía la posibilidad de que aquel billete fuera realmente perdido y no tuviera cerca de sí ninguna trampa. Al final, ante la tentación,  sucumbirían  arriesgándose y cogiendo el billete... Los que quedarían al final serían mentes selectas, preparadas, especiales, para proseguir con la historia, con nuestra historia, con la historia del mundo que no debe acabar nunca.
Aquella noche me sentí por primera vez inmensamente dichoso. No tenía sueño y pude leer el Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, de J.J. Rousseau. Qué duda cabe de que este autor tiene razón al señalar que todos somos desiguales desde nuestro nacimiento, en nuestra sociedad. Pero ya no tendremos por qué seguir preocupándonos. A partir de ahora todos seremos iguales. Y esa igualdad es, qué duda cabe, una garantía de seguridad. Mi arma nos igualará a todos los que sobrevivamos a esta experiencia. Mi contribución a la mejora de la humanidad será considerada por las generaciones venideras como la más beneficiosa para la humanidad creada por el hombre. Qué dude cabe de ello. No hay mayor felicidad para mí que pasar a formar parte de la historia como un personaje inmortal, querido  y alabado por todos. Yo moriré algún día, pero el recuerdo de mi obra perdurará para siempre.
A la mañana siguiente nos volvimos a reunir en la sala de conferencias del hotel Hilton para revisar y ver la marcha de nuestro plan hasta el momento. Funcionaba de maravilla: era simplemente perfecto. Contábamos con el apoyo incondicional de gran número de intelectuales que estaban con nosotros. Nuevamente me sentí el hombre más feliz de la tierra. Ni la policía, ni los Servicios de inteligencia, ni nadie ni nada podría hacer nada en contra de nuestro plan,  abortarlo era imposible. Su concepción era inmejorable: como pocas, y sólo estas pocas perduran. John Preston tomó la palabra y nos soltó un gran y cabal discurso explicando las bellezas esenciales de nuestro trabajo. Era natural que fuese él quien hablase de ello: le correspondía por ser
él el presidente de la organización para la salvación del mundo. Habíamos empezado con la idea de salvar a nuestra gran ciudad e íbamos a acabar con la remisión de los pecados de todo el orbe. Después comimos todos juntos en el mismo hotel Hilton y a continuación fuimos a un cine de estreno, lo mundano y banal en ocasiones también resulta necesario para descargar la mente. El día terminó con una gran fiesta en casa de los Montpierre, artífices y financieros de nuestra apocalíptica  misión. Gracias a ellos todo ha sido posible. Algún día les será recompensado.
Ahora nuestro sistema continúa obrando maravillas. Se ha implantado en la mayoría de las poblaciones del mundo y su genialidad es tal que dentro de poco habremos conseguido el fin pretendido. No  será necesario ninguna tipo de control de natalidad, ni ninguna bomba atómica, seremos tan pocos los seleccionados por la naturaleza que no hará falta ninguna medida restrictiva. Seremos hombres libres que tendremos a nuestro servicio toda la tecnología existente. No podemos desear más. Será la nueva era de los superhombres. Y yo seré el único que ha hecho posible esta realidad tan cercana. La máquina continúa trabajando sin  cesar y va limpiando todas las asperezas, toda la suciedad, todas las inmundicias del mundo: increible, mas es cierto: la redención está ya muy cerca.




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