Los billetes de 1000
Eran
las cinco de la tarde cuando nos encontrábamos reunidos en la sala de conferencias
que el hotel Hilton nos había prestado para la ocasión. Yo también había
recibido unos días antes una Carta de Mr. Freedman en la que se me convocaba
“allí y
a
esa hora para tratar una cuestión de
vital importancia que a todos nos atañía". En
la
sala no éramos más de veinte personas seleccionadas especialmente para ello.
Entre todos debíamos debatir y encontrar
una solución viable para salvar a nuestros conciudadanos de la grave ola maléfica
que les acechaba sin saberlo ellos.
Yo
expuse mi teoría: distribuyamos por toda la ciudad un sistema de trampas mortíferas
que sin duda purificarán el ambiente enrarecido que en estos momentos reina. Todo
resulta muy sencillo. Se colocan en diversos puntos de la ciudad billetes de
mil. Estos estarán controlados por unas células fotoeléctricas sensibles de seguridad que al ser interrumpidas accionarán
el disparador de una ametralladora camuflada que apuntará hacia el billete y
que disparará ráfagas. Todo aquel individuo que pretenda apoderarse del billete
ajeno, morirá irremisiblemente, víctima de los disparos. También se colocarán
en el suelo minas personales de contacto y sobre ellas los susodichos billetes
de mil: al intentar alguien apoderarse de ellos, la codicia es irrefrenable,
éstas harán explosión, produciendo el mismo efecto que en el caso anterior: la
eliminación del sujeto.
Esta
solución fue aceptada unánimemente y sin apenas objeciones por todos los asistentes.
Y así se decidió llevar a la práctica mi
teoría. Se distribuyeron toda una red de billetes de mil preparados por las calles
de la ciudad. Colaboraron en la colocación de la misma personajes muy importantes
e influyentes como Arthur Föhl, Simón Pérez de Hita y Raimundo Bronner. Al día
siguiente la prensa empezó a hablar de personas que habían resultado muertas al
encontrarse en el suelo billetes de mil e
intentar apoderarse de ellos. Advertía a
los ciudadanos de la peligrosidad de
estas trampas criminales colocadas por algún maniático social o por algún demente que disfrutaba viendo morir a personas
inocentes. La policía había iniciado sus pesquisas e indagaciones para tratar
de encontrar a los responsables de tamaño acto fuera de todo sentido. Al mismo
tiempo que comenzaba una dilatada operación para desactivar estos criminales
artilugios. Rogaba que quien se encontrara con un billete en el suelo que por
nada del mundo tratara de hacerse con el mismo y que lo comunicara de inmediato
a las autoridades. Pero nada importaba, la acción estaba desencadenada y con
todo seguridad todo aquel que encontrara un billete de 1000 en el suelo ante la
duda de si era un arma letal o simplemente estaba caído dudaría y, poniendo más
cuidado, eso sí, trataría de hacerse con el mismo cayendo abatido de una ráfaga
de disparos o bien saldría volando por las aires. Paul Balembert me había dado a conocer su
intención de continuar con esta operación de limpieza hasta alcanzar nuestro
objetivo. Si la policía nos elimina los billetes antes de que cumplan su cometido
-me había dicho- nosotros pondremos más, disponemos de remanente sobrado para
ello. Debemos hacer que les resulte a imposible eliminarlos todos.
Esta
idea era fabulosa. Así la habían calificado mis compañeros de misión. Debo
aclarar que se me había ocurrido un día
leyendo un libro que había encontrado en un rincón de una biblioteca pública. Me
pareció que la propuesta era muy buena y
decidí estudiarla, perfeccionarla y adaptarla para tan sensato propósito. En un
principio me pareció algo descabellada, pero poco a poco fue tomando forma y la
creí factible. No era descabellada y su
puesta en práctica relativamente sencilla. Ahora demostraba que era capaz de dar
los codiciados frutos. En principio estaba resultando muy eficaz: en tres días
iban muertas treinta y ocho personas que habían intentado apoderarse de esos
billetes que no eran suyos pese a las advertencias de las autoridades. La
verdad: no estaba nada mal mi sistema.
Simon
Pérez de Hita me llamó aquella noche par teléfono para darme cuenta de su sensacional
idea de establecer una red semejante en su país. Así Caracas quedaría limpia de
toda la inmundicia humana. Además, Caracas es una ciudad que se presta para ello:
las condiciones de sus habitantes son inmejorables para que caigan como ratones
en sus trampas. Sólo hay que colocar los billetes y esperar que alguna mano se
acerque a ellos para cogerlos activando así, con esta acción tan sencilla, la máquina
que actúa y el fin es inminente: se elimina a otro ciudadano osado. También, entre
otras cosas, me recomendó que leyera la Rebelión de las Masas, de Ortega y
Gasset. Me dijo que esta obra tenía mucha relación con lo que estábamos
haciendo y que a su vez explicaba los motivos esenciales de nuestra política y
de nuestra ideología: los hombres que quedarán serán los más cobardes, aquellos
que no se habrán atrevido a coger el
billete por miedo a la posibilidad muerte, aquellos que jamás se arriesgarían por
nada y, de es te modo, quedará una raza
especial y nueva de hombres que habrán resistido la tentación del dinero porque
éste poco les importa. Estos después podrán fácilmente eliminar a los más
miserables que aún serían capaces de moverse por dinero ni intuyeran que no hay
riesgo. Implantando mi sistema en todas las ciudades y pueblos del mundo, éste
quedará para siempre purificado, limpio de la contaminación humana. Yo me
sentía muy feliz con todo cuanto acontecía. Serían bastantes las personas que
dudarían con hacerse o no con el billete, pero la situación que les planteábamos
resultaba excesivamente tentadora, incluso existía la posibilidad de que aquel
billete fuera realmente perdido y no tuviera cerca de sí ninguna trampa. Al final,
ante la tentación, sucumbirían arriesgándose y cogiendo el billete... Los que
quedarían al final serían mentes selectas, preparadas, especiales, para
proseguir con la historia, con nuestra historia, con la historia del mundo que
no debe acabar nunca.
Aquella
noche me sentí por primera vez inmensamente dichoso. No tenía sueño y pude leer
el Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad entre los hombres,
de J.J. Rousseau. Qué duda cabe de que este autor tiene razón al señalar que
todos somos desiguales desde nuestro nacimiento, en nuestra sociedad. Pero ya
no tendremos por qué seguir preocupándonos. A partir de ahora todos seremos
iguales. Y esa igualdad es, qué duda cabe, una garantía de seguridad. Mi arma
nos igualará a todos los que sobrevivamos a esta experiencia. Mi contribución a
la mejora de la humanidad será considerada por las generaciones venideras como
la más beneficiosa para la humanidad creada por el hombre. Qué dude cabe de ello.
No hay mayor felicidad para mí que pasar a formar parte de la historia como un personaje
inmortal, querido y alabado por todos.
Yo moriré algún día, pero el recuerdo de mi obra perdurará para siempre.
A
la mañana siguiente nos volvimos a reunir en la sala de conferencias del hotel
Hilton para revisar y ver la marcha de nuestro plan hasta el momento. Funcionaba
de maravilla: era simplemente perfecto. Contábamos con el apoyo incondicional
de gran número de intelectuales que estaban con nosotros. Nuevamente me sentí
el hombre más feliz de la tierra. Ni la policía, ni los Servicios de inteligencia,
ni nadie ni nada podría hacer nada en contra de nuestro plan, abortarlo era imposible. Su concepción era
inmejorable: como pocas, y sólo estas pocas perduran. John Preston tomó la
palabra y nos soltó un gran y cabal discurso explicando las bellezas esenciales
de nuestro trabajo. Era natural que fuese él quien hablase de ello: le correspondía
por ser
él
el presidente de la organización para la salvación del mundo. Habíamos empezado
con la idea de salvar a nuestra gran ciudad e íbamos a acabar con la remisión
de los pecados de todo el orbe. Después comimos todos juntos en el mismo hotel
Hilton y a continuación fuimos a un cine de estreno, lo mundano y banal en
ocasiones también resulta necesario para descargar la mente. El día terminó con
una gran fiesta en casa de los Montpierre, artífices y financieros de nuestra
apocalíptica misión. Gracias a ellos
todo ha sido posible. Algún día les será recompensado.
Ahora
nuestro sistema continúa obrando maravillas. Se ha implantado en la mayoría de
las poblaciones del mundo y su genialidad es tal que dentro de poco habremos conseguido
el fin pretendido. No será necesario
ninguna tipo de control de natalidad, ni ninguna bomba atómica, seremos tan
pocos los seleccionados por la naturaleza que no hará falta ninguna medida restrictiva.
Seremos hombres libres que tendremos a nuestro servicio toda la tecnología existente.
No podemos desear más. Será la nueva era de los superhombres. Y yo seré el único
que ha hecho posible esta realidad tan cercana. La máquina continúa trabajando sin cesar y va limpiando todas las asperezas, toda
la suciedad, todas las inmundicias del mundo: increible, mas es cierto: la
redención está ya muy cerca.
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