ANDRÉS MARCO

domingo, 21 de septiembre de 2014

Recapitulación núm. 9

Recapitulación núm. 9



Lo que sigue quizás a muchos les parezca extraño e imposible, estoy seguro de que  la mayoría de la gente creerá que todo es producto de la imaginación enfermiza de su autor, y harán bien. Es que nos suele ocurrir a todos cuando que sucede o que nos explican como sucedido no puede ser asimilado por nuestras mentes normales. Y ante esta falta de comprensión y de asimilación reaccionamos convenciéndonos de que no ha ocurrido. Mas no, no es ficticio. Es real, y yo voy a trascribirlo tal como sucedió y tal como sucede todos los días, porque aún hoy continúa y continuará por mucho tiempo. Yo estaba allí, bueno, he estado siempre allí y tengo ojos para ver, por lo tanto soy testigo y puedo dar fe de ello. Son muchas las personas que los deberían ver a diario, pero ellos sólo miran, pero como les sucede a muchos no ven. Pero nada más soy yo quien ve al mirarlo todo. Sí; soy yo el único no ciego entre todos ellos. No es que yo quiera decir que tengo, que poseo,  dones especiales sobre los demás. No, nada de eso. Lo  que sucede es que yo tengo el valor suficiente para enfrentarme con la realidad de cada día y por eso soy el único que veo las cosas tal como son, a diferencia de muchos otros que las ven y las asimilan tal como los otros quieren que las vean y comprendan.
Entré en el despacho del director general. Él me había mandado llamar y yo inmediatamente acudí, como se debe hacer siempre, a su llamada. Las urgencias de los jefes no pueden ni deben hacerse esperar, siempre ha sido así y siempre lo será, al menos mientras haya jefes. Yo llevaba varios años trabajando en esta importantísima industria, desde que finalicé mis estudios. Mi primer y  hasta hoy mi trabajo, el que me permite ingresar un salario mensual para poder comer. Había visto varias veces al director general - propietario único de toda la empresa por no decir de todo su imperio - pero nunca había tenido la ocasión de verlo tan de cerca y mucho menos de hablar con él. Era la primera vez que fijándose en mí y en mi trabajo, supongo que debió ser así, me hacía llamar y yo estaba obligado a acudir velozmente a su requerimiento.
Se trataba de un hombre alto y bien parecido, de unos cuarenta y algo de años, pero que parecía mucho más joven: todos los grandes hombres de empresa aparentan tener
menos edad de la que en verdad tienen. Claro, disponen de tiempo y de recursos para poder ir al gimnasio,  a sesiones de masaje y  relajarse cuando el cuerpo así se les pide. Estaba sentado al otro lado de su mesa, precisamente donde le correspondía estar, por algo es el amo de todo: omnipotente, radiando autoridad, majestuoso, desbordando  felicidad: era lo natural. Cerca estaba sentada su secretaria en otra mesa con una máquina de escribir que emitía unos compases tan monocordes que enseguida te olvidabas de ellos: eran rutinarios, acompañando al ambiente.  Ella, la secretaria, era alta, esbelta, joven, guapa, morena, muy bien formada, modelada por unas manos maestras: toda ella era una escultura capaz de hacer perder la cabeza al hombre mejor dispuesto.
Aguardé un momento de pie delante de la mesa. Él me miró y con un gesto simple  de su cabeza me ofreció una silla para que me sentara. Me senté y aguardé callado a que él comenzara a hablar. Y fue él quien empezó. Me dijo que la empresa hasta ahora estaba orgullosa de mi trabajo y de mi entrega total a pesar de lo gris de mi puesto y que había decidido él recompensarme por ello. Habían puesto toda su confianza en mí y yo había sabido  responder siempre satisfactoriamente, de una forma inmejorable en una persona tan joven como yo. Por tanto, había llegado el momento de que accediera, dados mis méritos, a  un cargo de mayor responsabilidad con el consiguiente y lógico aumento de categoría dentro del escalafón jerárquico de la empresa y como consecuencia de todo ello, con un significativo aumento de mis honorarios. Me rogó que aguardara unos minutos porque la carpeta en la que estaban todas las normas y todos los expedientes de los que debía encargarme a partir de ahora con mi nuevo cargo no había aún llegado y deseaba entregármela él personalmente. No iba a tardar mucho, ya que hacía bastante tiempo que estaban preparando mi ascenso, con lo que estaba todo dispuesto desde hacía días. Ni siquiera me preguntó si aceptaba o no el nuevo cargo. Estaba claro que era impensable que pudiera rechazarlo. Creo que no me gusto absolutamente nada su forma de actuar. Al menos por cortesía debía haberme preguntado si lo aceptaba  o no. Claro que para él era lógico que lo aceptase: trabajaba en su empresa, él me pagaba y por consiguiente podía disponer libremente de mis horas laborales. Y además,  yo lo aceptaba de muy buen grado: siempre había soñado con este momento y ahora era ya una realidad tangible.  ¿Quién iba a ser tan tonto de rechazar semejante oferta?
Así que esperé allí sentado a que mi carpeta llegara. La secretaria mientras había continuado con su trabajo sin distraerse en ningún momento y ahora seguía con él: no cabía duda de que era muy eficaz. Yo con el rabillo del ojo la observaba diciéndome "Mira que era hermosa". Por mi cabeza pasaron deseos inconfesables de lo se podría hacer con ella. Me gustó mucho la mujer, me resultaba imposible dejar de contemplarla arrebolado. Incluso una vez ella levantó la cabeza y me miró sonriendo, con algo de ironía y, según intuí yo, no exento  de deseo. Seguro que ella pensaba en aquel momento lo mismo que yo. Yo tampoco estoy nada mal, sé que muchas mujeres me desean. Me gustó su sonrisa. Mientras, el director general siguió revisando los papeles que tenía delante suyo y yo permanecía allí, como un tonto, inmóvil mirando a la secretaria. Las ideas me rondaban por la cabeza, muy buenas ideas, ella era siempre la protagonista de mis imágenes fantasiosas. Cada vez sentía más interés por ella.
No sé cómo  fue, pero el caso es que el director general cambió de semblante ante mis ojos. Se había quitado el traje. Estaba desnudo, allí delante mío y de su secretaria. Su rostro era cadavérico, maléfico, no humano, fuera de la realidad, por descabellada que esta pueda llegar ser, de la calle. Creo que la secretaria no se inmutó lo más mínimo: debía estar muy acostumbrada a ello. Pero, a mi entender,  no estaba nada bien que se desnudara y permaneciera así en su despacho. puede ser que con ella tuviera una familiaridad e intimidad que le autorizaba a comportarse así pero no conmigo, era la primera vez que accedía su despacho y nada ni nadie le  autorizaba a comportarse de este modo tan irrespetuoso para conmigo. Su piel no era normal: era de un color marrón negruzco, agrietada por todas partes; lleno de tumores y heridas que supuraban un humor amarillento y viscoso, de  muy mal olor, nauseabundo y repugnante. De otras heridas, especialmente de su cara, manos y brazos manaba  pus mezclado con sangre. No resultaba nada divertido todo lo que estaba viendo, me causaba horror, pero seguía yo allí, sentado frente a él, contemplando de reojo las posibles reacciones de la secretaria que proseguía con su tarea como si nada sucediese, y yo sin entender por qué no reaccionaba tampoco yo, con los ojos puestos vagando  de una fijeza en mi jefe al soslayo en la mujer que nos acompañaba.
Aprecié de pronto que no sólo tenía tumores con pus sino que hasta llagas llenas de unos gusanos blanquecinos que se le comían la carne. Era espantoso. Pero el director general permanecía inmutable, como si nada le sucediera. Quise hacérselo notar y desistí de ello cuando él me miró extrañado y no dijo nada. Allá él con su podredumbre. Yo me encontraba molesto ante tal espectáculo, qué duda cabe, pero decidí continuar en mi sitio aguardando  la llegada de la carpeta que me iba a brindar la oportunidad de un ascenso a un puesto de mayor responsabilidad y relevancia dentro de la empresa y un mejorado sueldo, que buena falta me hacía. Él  actuaba como si yo no estuviese allí delante. Las heridas supurantes debían producirle mucho dolor pues, de cuando en cuando, se acercaba los brazos y las manos a la cara y pasaba la lengua por ellas. Por momentos le quedaban limpias de pus pero enseguida volvían a estar sucias y él volvía a lamerlas para limpiarlas. Creo que incluso una vez le quedaron en la lengua varios de aquellos gusanos blancos que habitaban en sus tumores. Mas él seguía con sus cosas y se lamía como si no hubiese nadie allí con él. Su secretaria no pareció alarmarse demasiado: lo miraba, me miraba y me sonreía constantemente. Yo no podía resistirlo más, así que decidí levantarme y marcharme del despacho: por mí que se fuera al carajo. Aquello era un monstruo lleno de pus y humor supurante, amarillento y viscoso, con fuerte e intenso olor a podrido. Todas las heridas supurando, rebosantes  de gusanos.
Entonces sucedió algo que me obligó a permanecer allí, de nuevo sentado, esperando
la llegada de la cartera, viendo, mientras, lo que sucedía.  La secretaria se olvidó de su trabajo, lo dejó de todo, se puso de pie y como aquel que apenas hace  nada se quitó la
falda y la blusa y quedó también desnuda mostrándome sus hermosas piernas y sus redondeados y bien formados pechos. Era una delicia contemplarla así.  Se acercó hasta el  director general y se sentó sobre sus rodillas. Él empezó a acariciarla y a besarla en la boca  y ella denotaba placer y felicidad: estaba contenta de sentirse acariciada y deseada nada menos que por el director general. Me pareció que no estaba nada bien que lo hicieran precisamente delante mío: era una falta de delicadeza y de tacto imperdonable, además sabiendo que yo también la deseaba pero por lo visto poco o nada les importaba mi presencia.
El director general iba sacando alfileres de una caja que tenía encima de la mesa y poco a poco, con sumo cuidado, los iba clavando en los hermosos y apetecibles senos de la secretaria. Ella parecía estar gozando mucho con aquella operación tan delicada que le estaba practicando nuestro amado director general. Dentro del goce, ella iba sacando con las uñas gusanos de sus repugnantes tumores y se los iba comiendo poco a poco, con suma delicadeza. No sé qué extraño placer debía encontrar en todo esto. Mientras, sus pechos se iban llenando de alfileres y más alfileres y cuando ya hubieron bastantes, él posó sus manos sobre ellos, como intentando rodear los senos, y empezó a apretarlos suavemente con un ligero vaivén para que el placer fuese más exquisito. Ella sacaba espuma por la boca. Sus labios parecían hechos de nieve. Cuando él se cansó de hacer esta operación, cogió uno de los pechos con la mano y acercando la boca, introdujo  el pezón en ella y comenzó a absorber y a absorber como un niño pequeño: ella se reía y gozaba sin cesar, daba la impresión que el deleite de ella era superior, en mucho, al de él  y, entre risas, seguía atrapando con las uñas a aquellos gusanos para inmediatamente después comérselos. Era repugnante, pero yo no podía moverme de mi silla sin hacer ruido. Quería irme, levantarme y marcharme, pero algo me obligaba a permanecer  sentado esperando la carpeta y mi ascenso.
Mientras, el director general y su secretaria habían dejado su sitio y se habían trasladado hasta el sofá que está situado en un rincón del despacho, destinado, al parecer, para estas ocasiones que debían ser muy frecuentes, por no decir casi diarias. Ella estaba echada sobre el sofá y  él de rodillas en el suelo, continuaba clavando alfileres entre las piernas de la  mujer, contorneando y perfilando el contorno de  su sexo.  Él se entretenía jugando con los rizados y ensortijados pelos públicos de ella. Parecía que ella gozaba cada vez más y más. Le iban saliendo unos pequeños hilillos de sangre, mas eso no les importaba: también tenía los pechos ensangrentados e hinchados, pero tampoco importaba demasiado. Una vez se cansaron, él repitió el mismo movimiento que había realizado con anterioridad en los senos y ella gozaba lo indecible. Después le fue arrancando los alfileres uno a uno, entreteniéndose en raspar con ellos en la piel del sexo de ella, estirando su bello, con furor, de la abundante mata de la joven, juntando los finos regueros de sangre que manaban. Una vez los hubo arrancado todos, se incorporó y ambos se entregaron a hacer el amor, a copular delante mío, en mi presencia. Sí, se pusieron a hacer el coito como dos fieras en el sofá. Estuvieron mucho rato amándose mientras yo les miraba deseando ser yo quien ocupara el puesto del director general. Sí, en aquellos momentos anhelé  ser yo quien copulara con la secretaria. A ambos, por la boca, les salía una  espuma blanquecina que al besarse desaparecía para volver a reaparecer poco después. Cuando ya no pudieron más o cuando se cansaron, que todo es posible, se incorporaron cesando del coito y ella buscó  su ropa, se vistió y volvió a su trabajo. Me miró sonriente y con cara de satisfecha y me sonrió. Enseguida llegó la tan ansiada carpeta que yo aguardaba.
El director general, ya vestido,  me tendió la carpeta para que yo la cogiera, pero no reaccioné a su oferta y permanecí absorto, como ido, fuera de mí. Él me miró y nuevamente me la ofreció diciéndome: "¿le sucede algo?, hombre, no ponga esa cara que no es para tanto". Yo no tengo claro si se refería a lo que acababa de presenciar o a mi nombramiento. Él esperaba que yo cogiera la carpeta y me marchara a mi nuevo despacho que seguramente me estaría esperando. Pero  yo continuaba mirando a su secretaria. Justo sobre sus pechos, la blusa estaba manchada de sangre. El aspecto del director general con su traje azul marino era majestuoso. Por unos instantes no reaccioné, sin embargo al oír nuevamente su voz, le contesté involuntariamente: "No gracias, no quiero el ascenso. Le ruego acepte mi dimisión. Hoy mismo abandonaré la empresa. No deseo continuar trabajando en esta casa". El director general puso una cara rara, como de suma extrañeza  mientras me preguntaba: "Por qué, por qué nos abandona usted ahora que tiene un buen trabajo?". Yo me levanté y abandoné su despacho. Sobre los senos de la secretaria la blusa seguía manchada de sangre. Allí no había sucedido nada; estoy seguro de que nadie lo habrá visto antes,  a pesar de estar presente en aquel despacho incluso en el momento del coito. Pero yo los vi y sé que contra el director general no se puede hacer nada. Por eso aquel mismo día abandoné mi puesto y mi codiciado ascenso. No deseo volver a trabajar para el director general de la empresa más  importante del país. Algún día alguien comprenderá los motivos de
mi decisión cuando estando sentado en el despacho del jefe, en la misma silla que un día estuve yo, vea lo que a menudo debe allí suceder, y que yo vi, y entonces presentará también su dimisión.