ANDRÉS MARCO

miércoles, 31 de diciembre de 2014

ROSA DE FUEGO

 Rosa de Fuego, despierta
tú que fuiste  Rosa encendida
deja de ser tan comedida
que el futuro es estar alerta.
Rosa de Fuego, tú tan roja
lidera el anhelado cambio,
lo que hay hoy sonroja
y el aire nuevo se hace necesario.
Rosa de Fuego casi olvidada
recuerda: siempre fuiste la avanzada
que encabezó la lucha obligada,
has de ser tú la mente clara
que ahora tome el timón
y se ponga delante del pueblo
y arrase con todo a fuego
sin que haya atisbo de perdón.

martes, 16 de diciembre de 2014

LA FELICIDAD ES COMO UNA SILLITA AL SOL

                                                            A Octavio Paz

La felicidad es como una sillita al sol
mientras revisas tu mochila complacido          
y decides permanecer contemplativo
aguardando al atardecer el arrebol
que te reconforte el latir del corazón,
entretanto te refugias en tu rincón
y recuerdas esos instantes con emoción
en los que hubo felicidad y mucha  pasión.
Vivencias que al final son parte de recuerdos,
que en la mochila   vas metiendo poco a poco
ya los que te aferras con  la vehemencia de un loco
aún sabiendo que  fueron sólo eso: momentos.

lunes, 15 de diciembre de 2014

PON TU MANO EN MI MANO

Pon tu mano en mi mano
y no tengas miedo a la noche
a la mañana luz en derroche,
 ya verás: el miedo es humano.
Yo te acompañaré  en el camino
encontraremos en las dudas aliento
que juntos  mutaremos en viento
que nos  acompañará al destino.
Pon tu mano en mi mano
y no tengas miedo a lo desconocido,
lo superaremos si seguimos unidos:
nuestro esfuerzo no será vano.
Hay momentos duros y otros dulces
que nos ayudan a irnos superando
y entre algunas sombras y muchas luces
veremos que finalmente hemos llegado.


jueves, 6 de noviembre de 2014

Ángel Simón Izquierdo


                                 Ángel Simón Izquierdo



No es cierto que - como dicen las malas lenguas: todos sabemos de sobras que siempre las ha habido y que siempre las habrá: viejas chismosas que no tienen nada mejor que hacer, meras serpientes de lengua viperina, culebrillas más bien escondidas entre la maleza a la espera de una presa cómoda- Ángel Simón Izquierdo yendo una vez en el autobús, se negara a levantarse para cederle su asiento a su madre - Luisa Izquierdo Montoro -  que, para más detalle, estaba embarazada. Ángel quería hacerlo, no deseaba otra cosa más que levantarse y  decirle a su progenitora: "Siéntese, señora, es un placer cederle mi sitio", para que ella, ante tal signo de cortesía, respondiera toda calmosa: "¡Oh! no, por favor, no se moleste por mí. Voy bien de pie" y él le habría replicado entonces: "Si no es ninguna molestia, es más, es para mí un placer poder cederle mi asiento, señora", y ella le habría contestado a su vez -con una sonrisa en los labios, demostrándole así su amos de madre y su agradecimiento, dirigiéndose a él y a sus ocasionales acompañantes de vehículo - :"Muchas gracias, ¡qué joven tan amable! Sí, porque es una norma de buena conducta y señal de persona educada el ceder el sitio a las señoras en el autobús, en especial  si la señora en cuestión está embarazada y además es la propia madre de uno. Y Ángel Simón es un joven muy educado, atento y servicial, incluso -me atrevería yo a decir- resulta algo chapado a la antigua en cuanto a su comportamiento en materias de urbanidad y de convivencia social. Sin embargo, y aunque pueda parecer mentira, no lo hizo. Ángel Simón no se levantó de su asiento en el autobús para cederlo a su madre. Deseaba más que nadie el hacerlo, quería que ella se sentara allí y se sintiera por una vez orgullosa de tener un hijo  así, mas no pudo moverse, le fue totalmente imposible. Una fuerza mayor le retenía y le obligaba a abstenerse de hacerlo. Sabía que todo el mundo en el autobús le miraba, estaban pendientes de él y le señalaban con el dedo diciendo: "Ese es un mal hijo. Es el hijo que se niega a levantarse y ceder su sitio en el autobús a su propia madre. ¡Desgraciado!, conocedor además  que ella está embarazada".  Sí, en una primera apreciación del problema, resulta incomprensible, inexplicable, pero es cierta: Ángel Simón Izquierdo no llegó a tomar la decisión de levantarse cuando él, como hombre educado que era, quería hacerlo. Por qué reaccionó así. Se podría especular largamente sobre la actitud del hijo, sobre los motivos que le indujeron a no levantarse y no cederle su asiento a su propia madre. Pero cometeríamos, con toda seguridad, muchos equívocos si lo hiciéramos ya que no estamos  en posesión de toda la verdad y menos aún de la mente de Ángel Simón para analizarla e intentar encontrar en su pensamiento más recóndito  dichas causas, para intentar acertar con los hilos de pensamiento que en aquellos momentos tan singulares rondaban por el córtex de este hijo desagradecido, en opinión de muchos. Todo ello supondría llegar a conclusiones totalmente falsas que nunca pasaron por la cabeza del sujeto en cuestión. Lo normal hubiese sido que Ángel Simón Izquierdo se levantara y su madre se sentara en su lugar, con lo que todo el problema que en aquel momento se planteó habría quedado resuelto. O bien, incluso habría resultado una solución también oportuna que la madre no hubiese cogido nunca el autobús en el que viajaba su propio hijo y de este modo tan simple no habrían pasado un rato tan malo y bochornoso ambos. No obstante, y como ya apuntaba yo antes, no es que Ángel Simón no quisiera ceder su plaza a su madre, sino que era algo más complicado lo que estaba sucediendo entre los dos seres. Sí, él, que habría resultado siempre un hijo  bien educado y condescendiente con su madre no pudo materialmente cederle su asiento en el autobús. La razón de ello resulta obvia y sencilla: Ángel Simón lzquierdo no pudo ceder nunca su sitio a nadie en ningún  autobús, ni siquiera a su propia madre, porque Ángel Simón Izquierdo no llegó nunca a
nacer.  Él era el motivo del embarezo de su madre  y ésta,  presuponiendo de forma anticipada y errónea la posible actitud de su hijo de no cederle su asiento, le castigó provocando el aborto del mismo a los seis meses de su gestación. Así pues, el culpable no fue Ángel Simón, sino su propia madre que le negó la posibilidad de comportarse educadamente con ella. Sí, Ángel Simón lzquierdo sólo existió antes de nacer, en la placenta de su madre, porque ésta abortó antes de que el niño viese la luz por vez primera. Fue una  auténtica lástima que ahora todos sentimos demasiado aunque quién sabe, a lo mejor la decisión de su madre fue la acertada- que Ángel no llegara nunca a ser una realidad palpable, porque no cabe duda que habría sido un joven lleno del máximo espíritu cívico y no habría dudado nunca de ceder su asiento en el autobús no sólo a su madre sino a cualquier otra persona, tal como las normas de buena conducta social dictaminan.


domingo, 5 de octubre de 2014

DADME DE BEBER

Dadme de beber, dadme  agua  de esta fuente
que sacie mi sed de recuerdos de la infancia,
dadme de beber para que anule mi añoranza
de  niño chico que corre y juega  en esta plaza
dadme agua y más  agua para superar el instante
de un momento soñado de forma permanente
que quiero recuperar a los que fueron mi gente,
dadme de beber, dadme agua de esta mi fuente
dadme su agua  para que no olvide mi ascendiente.  
Dadme de beber  agua y dejadme  que os  cuente
que  anhelo volver a jugar aquí al bote en la noche
con Ramón, José María, Salvador, Pepe, Israel,
Juan Luis, con mis hermanos José María y Miguel
y encender otra bola y correr y correr al trote
y jugar a futbol todos con Prudencio de portero
y  charlar después de la cena con el tío Moreno
pasear entre las paradas  festivas  de "Los Ángeles"
y elegir en la de "El diablo" nada más un juguete
Dadme de beber  agua y dejadme  que os  cuente
que quiero beber agua, toda el agua de esta fuente
y  volver a ser niño jugando  en la Plaza de la Fuente.


domingo, 21 de septiembre de 2014

Recapitulación núm. 9

Recapitulación núm. 9



Lo que sigue quizás a muchos les parezca extraño e imposible, estoy seguro de que  la mayoría de la gente creerá que todo es producto de la imaginación enfermiza de su autor, y harán bien. Es que nos suele ocurrir a todos cuando que sucede o que nos explican como sucedido no puede ser asimilado por nuestras mentes normales. Y ante esta falta de comprensión y de asimilación reaccionamos convenciéndonos de que no ha ocurrido. Mas no, no es ficticio. Es real, y yo voy a trascribirlo tal como sucedió y tal como sucede todos los días, porque aún hoy continúa y continuará por mucho tiempo. Yo estaba allí, bueno, he estado siempre allí y tengo ojos para ver, por lo tanto soy testigo y puedo dar fe de ello. Son muchas las personas que los deberían ver a diario, pero ellos sólo miran, pero como les sucede a muchos no ven. Pero nada más soy yo quien ve al mirarlo todo. Sí; soy yo el único no ciego entre todos ellos. No es que yo quiera decir que tengo, que poseo,  dones especiales sobre los demás. No, nada de eso. Lo  que sucede es que yo tengo el valor suficiente para enfrentarme con la realidad de cada día y por eso soy el único que veo las cosas tal como son, a diferencia de muchos otros que las ven y las asimilan tal como los otros quieren que las vean y comprendan.
Entré en el despacho del director general. Él me había mandado llamar y yo inmediatamente acudí, como se debe hacer siempre, a su llamada. Las urgencias de los jefes no pueden ni deben hacerse esperar, siempre ha sido así y siempre lo será, al menos mientras haya jefes. Yo llevaba varios años trabajando en esta importantísima industria, desde que finalicé mis estudios. Mi primer y  hasta hoy mi trabajo, el que me permite ingresar un salario mensual para poder comer. Había visto varias veces al director general - propietario único de toda la empresa por no decir de todo su imperio - pero nunca había tenido la ocasión de verlo tan de cerca y mucho menos de hablar con él. Era la primera vez que fijándose en mí y en mi trabajo, supongo que debió ser así, me hacía llamar y yo estaba obligado a acudir velozmente a su requerimiento.
Se trataba de un hombre alto y bien parecido, de unos cuarenta y algo de años, pero que parecía mucho más joven: todos los grandes hombres de empresa aparentan tener
menos edad de la que en verdad tienen. Claro, disponen de tiempo y de recursos para poder ir al gimnasio,  a sesiones de masaje y  relajarse cuando el cuerpo así se les pide. Estaba sentado al otro lado de su mesa, precisamente donde le correspondía estar, por algo es el amo de todo: omnipotente, radiando autoridad, majestuoso, desbordando  felicidad: era lo natural. Cerca estaba sentada su secretaria en otra mesa con una máquina de escribir que emitía unos compases tan monocordes que enseguida te olvidabas de ellos: eran rutinarios, acompañando al ambiente.  Ella, la secretaria, era alta, esbelta, joven, guapa, morena, muy bien formada, modelada por unas manos maestras: toda ella era una escultura capaz de hacer perder la cabeza al hombre mejor dispuesto.
Aguardé un momento de pie delante de la mesa. Él me miró y con un gesto simple  de su cabeza me ofreció una silla para que me sentara. Me senté y aguardé callado a que él comenzara a hablar. Y fue él quien empezó. Me dijo que la empresa hasta ahora estaba orgullosa de mi trabajo y de mi entrega total a pesar de lo gris de mi puesto y que había decidido él recompensarme por ello. Habían puesto toda su confianza en mí y yo había sabido  responder siempre satisfactoriamente, de una forma inmejorable en una persona tan joven como yo. Por tanto, había llegado el momento de que accediera, dados mis méritos, a  un cargo de mayor responsabilidad con el consiguiente y lógico aumento de categoría dentro del escalafón jerárquico de la empresa y como consecuencia de todo ello, con un significativo aumento de mis honorarios. Me rogó que aguardara unos minutos porque la carpeta en la que estaban todas las normas y todos los expedientes de los que debía encargarme a partir de ahora con mi nuevo cargo no había aún llegado y deseaba entregármela él personalmente. No iba a tardar mucho, ya que hacía bastante tiempo que estaban preparando mi ascenso, con lo que estaba todo dispuesto desde hacía días. Ni siquiera me preguntó si aceptaba o no el nuevo cargo. Estaba claro que era impensable que pudiera rechazarlo. Creo que no me gusto absolutamente nada su forma de actuar. Al menos por cortesía debía haberme preguntado si lo aceptaba  o no. Claro que para él era lógico que lo aceptase: trabajaba en su empresa, él me pagaba y por consiguiente podía disponer libremente de mis horas laborales. Y además,  yo lo aceptaba de muy buen grado: siempre había soñado con este momento y ahora era ya una realidad tangible.  ¿Quién iba a ser tan tonto de rechazar semejante oferta?
Así que esperé allí sentado a que mi carpeta llegara. La secretaria mientras había continuado con su trabajo sin distraerse en ningún momento y ahora seguía con él: no cabía duda de que era muy eficaz. Yo con el rabillo del ojo la observaba diciéndome "Mira que era hermosa". Por mi cabeza pasaron deseos inconfesables de lo se podría hacer con ella. Me gustó mucho la mujer, me resultaba imposible dejar de contemplarla arrebolado. Incluso una vez ella levantó la cabeza y me miró sonriendo, con algo de ironía y, según intuí yo, no exento  de deseo. Seguro que ella pensaba en aquel momento lo mismo que yo. Yo tampoco estoy nada mal, sé que muchas mujeres me desean. Me gustó su sonrisa. Mientras, el director general siguió revisando los papeles que tenía delante suyo y yo permanecía allí, como un tonto, inmóvil mirando a la secretaria. Las ideas me rondaban por la cabeza, muy buenas ideas, ella era siempre la protagonista de mis imágenes fantasiosas. Cada vez sentía más interés por ella.
No sé cómo  fue, pero el caso es que el director general cambió de semblante ante mis ojos. Se había quitado el traje. Estaba desnudo, allí delante mío y de su secretaria. Su rostro era cadavérico, maléfico, no humano, fuera de la realidad, por descabellada que esta pueda llegar ser, de la calle. Creo que la secretaria no se inmutó lo más mínimo: debía estar muy acostumbrada a ello. Pero, a mi entender,  no estaba nada bien que se desnudara y permaneciera así en su despacho. puede ser que con ella tuviera una familiaridad e intimidad que le autorizaba a comportarse así pero no conmigo, era la primera vez que accedía su despacho y nada ni nadie le  autorizaba a comportarse de este modo tan irrespetuoso para conmigo. Su piel no era normal: era de un color marrón negruzco, agrietada por todas partes; lleno de tumores y heridas que supuraban un humor amarillento y viscoso, de  muy mal olor, nauseabundo y repugnante. De otras heridas, especialmente de su cara, manos y brazos manaba  pus mezclado con sangre. No resultaba nada divertido todo lo que estaba viendo, me causaba horror, pero seguía yo allí, sentado frente a él, contemplando de reojo las posibles reacciones de la secretaria que proseguía con su tarea como si nada sucediese, y yo sin entender por qué no reaccionaba tampoco yo, con los ojos puestos vagando  de una fijeza en mi jefe al soslayo en la mujer que nos acompañaba.
Aprecié de pronto que no sólo tenía tumores con pus sino que hasta llagas llenas de unos gusanos blanquecinos que se le comían la carne. Era espantoso. Pero el director general permanecía inmutable, como si nada le sucediera. Quise hacérselo notar y desistí de ello cuando él me miró extrañado y no dijo nada. Allá él con su podredumbre. Yo me encontraba molesto ante tal espectáculo, qué duda cabe, pero decidí continuar en mi sitio aguardando  la llegada de la carpeta que me iba a brindar la oportunidad de un ascenso a un puesto de mayor responsabilidad y relevancia dentro de la empresa y un mejorado sueldo, que buena falta me hacía. Él  actuaba como si yo no estuviese allí delante. Las heridas supurantes debían producirle mucho dolor pues, de cuando en cuando, se acercaba los brazos y las manos a la cara y pasaba la lengua por ellas. Por momentos le quedaban limpias de pus pero enseguida volvían a estar sucias y él volvía a lamerlas para limpiarlas. Creo que incluso una vez le quedaron en la lengua varios de aquellos gusanos blancos que habitaban en sus tumores. Mas él seguía con sus cosas y se lamía como si no hubiese nadie allí con él. Su secretaria no pareció alarmarse demasiado: lo miraba, me miraba y me sonreía constantemente. Yo no podía resistirlo más, así que decidí levantarme y marcharme del despacho: por mí que se fuera al carajo. Aquello era un monstruo lleno de pus y humor supurante, amarillento y viscoso, con fuerte e intenso olor a podrido. Todas las heridas supurando, rebosantes  de gusanos.
Entonces sucedió algo que me obligó a permanecer allí, de nuevo sentado, esperando
la llegada de la cartera, viendo, mientras, lo que sucedía.  La secretaria se olvidó de su trabajo, lo dejó de todo, se puso de pie y como aquel que apenas hace  nada se quitó la
falda y la blusa y quedó también desnuda mostrándome sus hermosas piernas y sus redondeados y bien formados pechos. Era una delicia contemplarla así.  Se acercó hasta el  director general y se sentó sobre sus rodillas. Él empezó a acariciarla y a besarla en la boca  y ella denotaba placer y felicidad: estaba contenta de sentirse acariciada y deseada nada menos que por el director general. Me pareció que no estaba nada bien que lo hicieran precisamente delante mío: era una falta de delicadeza y de tacto imperdonable, además sabiendo que yo también la deseaba pero por lo visto poco o nada les importaba mi presencia.
El director general iba sacando alfileres de una caja que tenía encima de la mesa y poco a poco, con sumo cuidado, los iba clavando en los hermosos y apetecibles senos de la secretaria. Ella parecía estar gozando mucho con aquella operación tan delicada que le estaba practicando nuestro amado director general. Dentro del goce, ella iba sacando con las uñas gusanos de sus repugnantes tumores y se los iba comiendo poco a poco, con suma delicadeza. No sé qué extraño placer debía encontrar en todo esto. Mientras, sus pechos se iban llenando de alfileres y más alfileres y cuando ya hubieron bastantes, él posó sus manos sobre ellos, como intentando rodear los senos, y empezó a apretarlos suavemente con un ligero vaivén para que el placer fuese más exquisito. Ella sacaba espuma por la boca. Sus labios parecían hechos de nieve. Cuando él se cansó de hacer esta operación, cogió uno de los pechos con la mano y acercando la boca, introdujo  el pezón en ella y comenzó a absorber y a absorber como un niño pequeño: ella se reía y gozaba sin cesar, daba la impresión que el deleite de ella era superior, en mucho, al de él  y, entre risas, seguía atrapando con las uñas a aquellos gusanos para inmediatamente después comérselos. Era repugnante, pero yo no podía moverme de mi silla sin hacer ruido. Quería irme, levantarme y marcharme, pero algo me obligaba a permanecer  sentado esperando la carpeta y mi ascenso.
Mientras, el director general y su secretaria habían dejado su sitio y se habían trasladado hasta el sofá que está situado en un rincón del despacho, destinado, al parecer, para estas ocasiones que debían ser muy frecuentes, por no decir casi diarias. Ella estaba echada sobre el sofá y  él de rodillas en el suelo, continuaba clavando alfileres entre las piernas de la  mujer, contorneando y perfilando el contorno de  su sexo.  Él se entretenía jugando con los rizados y ensortijados pelos públicos de ella. Parecía que ella gozaba cada vez más y más. Le iban saliendo unos pequeños hilillos de sangre, mas eso no les importaba: también tenía los pechos ensangrentados e hinchados, pero tampoco importaba demasiado. Una vez se cansaron, él repitió el mismo movimiento que había realizado con anterioridad en los senos y ella gozaba lo indecible. Después le fue arrancando los alfileres uno a uno, entreteniéndose en raspar con ellos en la piel del sexo de ella, estirando su bello, con furor, de la abundante mata de la joven, juntando los finos regueros de sangre que manaban. Una vez los hubo arrancado todos, se incorporó y ambos se entregaron a hacer el amor, a copular delante mío, en mi presencia. Sí, se pusieron a hacer el coito como dos fieras en el sofá. Estuvieron mucho rato amándose mientras yo les miraba deseando ser yo quien ocupara el puesto del director general. Sí, en aquellos momentos anhelé  ser yo quien copulara con la secretaria. A ambos, por la boca, les salía una  espuma blanquecina que al besarse desaparecía para volver a reaparecer poco después. Cuando ya no pudieron más o cuando se cansaron, que todo es posible, se incorporaron cesando del coito y ella buscó  su ropa, se vistió y volvió a su trabajo. Me miró sonriente y con cara de satisfecha y me sonrió. Enseguida llegó la tan ansiada carpeta que yo aguardaba.
El director general, ya vestido,  me tendió la carpeta para que yo la cogiera, pero no reaccioné a su oferta y permanecí absorto, como ido, fuera de mí. Él me miró y nuevamente me la ofreció diciéndome: "¿le sucede algo?, hombre, no ponga esa cara que no es para tanto". Yo no tengo claro si se refería a lo que acababa de presenciar o a mi nombramiento. Él esperaba que yo cogiera la carpeta y me marchara a mi nuevo despacho que seguramente me estaría esperando. Pero  yo continuaba mirando a su secretaria. Justo sobre sus pechos, la blusa estaba manchada de sangre. El aspecto del director general con su traje azul marino era majestuoso. Por unos instantes no reaccioné, sin embargo al oír nuevamente su voz, le contesté involuntariamente: "No gracias, no quiero el ascenso. Le ruego acepte mi dimisión. Hoy mismo abandonaré la empresa. No deseo continuar trabajando en esta casa". El director general puso una cara rara, como de suma extrañeza  mientras me preguntaba: "Por qué, por qué nos abandona usted ahora que tiene un buen trabajo?". Yo me levanté y abandoné su despacho. Sobre los senos de la secretaria la blusa seguía manchada de sangre. Allí no había sucedido nada; estoy seguro de que nadie lo habrá visto antes,  a pesar de estar presente en aquel despacho incluso en el momento del coito. Pero yo los vi y sé que contra el director general no se puede hacer nada. Por eso aquel mismo día abandoné mi puesto y mi codiciado ascenso. No deseo volver a trabajar para el director general de la empresa más  importante del país. Algún día alguien comprenderá los motivos de
mi decisión cuando estando sentado en el despacho del jefe, en la misma silla que un día estuve yo, vea lo que a menudo debe allí suceder, y que yo vi, y entonces presentará también su dimisión.






jueves, 28 de agosto de 2014

NO DIGAS "LO SIENTO"

No digas " lo siento"
ni que fue un sueño
si el árbol cimbrea al viento
arraiga fuerte al  suelo
yo no me doblego
la libertad no tiene dueño
el destino es "sí, puedo"
yo soy lo que yo quiero.
Si crece rama a rama
importa lo que alcanza
de su tronco el grosor
no hay logro sin sudor
así la dicha es plena
si de contenido se llena
sólo así la vida vale la pena
si no nada más se sueña.

martes, 15 de julio de 2014

Mi yo y los otros


Mi yo y los otros



Yo soy una persona bastante normal, completamente corriente. Soy uno de esos que en cualquier lugar puede pasar plenamente desapercibido, nadie se va a fijar en él a no ser que haga algo extraordinario para llamar la atención. Tengo un nombre desde que vine a este mundo por última vez y que interesa más bien poco. Lo importante es que yo tengo mi yo y otros yo como otros también tienen, como cualquiera, pero que no han llegado a conocer este hecho como yo lo conozco.
La pura verdad  es que yo tengo mi yo con mis defectos y mis virtudes; todos tenemos nuestros defectos y nuestras virtudes, no es ninguna cosa especial. Yo nací en un pueblo rodeado de montañas, un pueblo como otro cualquiera de todo ese inmenso conjunto de pueblos rodeados de montañas y mis primeros pasos fueron transcurriendo allí sin penas ni glorias. Una infancia como otra cualquiera: bebé, nene, adolescente, adulto. En fin, las distintas etapas que todos recorremos para hacernos hombres. Por aquel entonces mi yo no estaba demasiado definido. A mi otro yo esto no le preocupaba  demasiado, era lo normal y no tenía por qué inquietarse y no
se inquietó hasta quedar más menos definido y  mi otro yo ya estaba contento con el yo que ya era mayor, que ya había alcanzado la mayoría para poder ir solo y que él había visto formarse desde un principio y que, la verdad, era para congratularse. Era tal como siempre todos mis otros yo habían deseado que fuese y tal como lo habían modelado, sin duda una fiel reproducción de ellos. Lo habían visto nacer y crecer, era un producto de su voluntad y esfuerzo colectivo sin descanso para conseguirlo.
Mi yo desde muy temprana edad siempre gustó por formarse a sí mismo y no regateó ningún tipo de  esfuerzo. Quiso ser frío, pensativo, calculador y poco a poco lo iba logrando, En un principio era emotivo pero  un día se dio cuenta de que las emociones alteraban el riego sanguíneo y le hacían actuar precipitadamente y muchas veces después se arrepentía de haber actuado así. Poco a poco consiguió controlar sus emociones y fue siendo cada vez más frío y más pensativo, más secundario. La mente es infinita y todos los pensamientos se pueden almacenar en ella, caben de sobras porque ésta  nunca se llena.  Con el tiempo se convirtió en  un yo flemático: eso es cosa buena.
Sin embargo mi otro yo siempre ha sido muy diferente.  Desde sus primeras  épocas gustó  de la emoción y del riesgo y se dejó siempre llevar por éstas con lo que se indispuso con mi yo más racional. El uno era pesimista y algo triste por naturaleza, demasiado meditativo y el otro es alegre, optimista, chistoso, amante de la buena vida y al que no le agrada tener que pensar. Cree que el pensar desmesuradamente y sin control conduce irremediablemente a la locura y en cierta medida tiene toda la razón. Siempre ha sido un pionero, un yo demasiado avanzado y fuera de la época en que le he tocado vivir, Nunca está a gusto. En eso se parece a mi yo que siempre cree que todas las cosas hechas podían haber estado mejor, que  busca constantemente la superación, la elevación hacia el superhombre, hacia el superego. Esto a mi otro yo le tiene sin cuidado pero nunca se siente a gusto del todo, quizás tenga la culpa la enemistad que siempre ha existido entre mi yo y mi otro yo, es una lucha en la que nunca vence ninguno de los dos. Ellos disfrutan así y son felices a su manera y me hacen ser feliz a mí que en definitiva es lo que importa.
Mas todo no queda en esa simple lucha sino que transciende más allá porque existe una competencia muy interesante entre ambos. Esto hace que mi tercer yo, el más viejo, el más antiguo, el primero, el eterno, el jefe de todos mis yo, con sus ideas pasadas de moda no vea con buenos ojos estas luchas internas entre mis yo. Yo he intentado muchas veces dentro de lo posible convencerlo de que es bueno que combatan entre sí porque esto les ayuda a superarse contantemente pero al Patriarca de mis yo no le gusta y  dice que todos los yo son hermanos y no debe haber dentro de uno mismo estas luchas fratricidas que no conducen nunca a nada. Y puede que tenga razón este yo.  Este yo es el de sucesivas etapas en que yo he ido naciendo y muriendo, es la esencia que jamás muere, que jamás deja de existir, lo más profundo y  permanente,  el que ha durado siempre. Ha sido y es mi yo en las sucesivas etapas en que yo he ido naciendo y muriendo, es la esencia que nunca muere, que nunca deja de existir,  lo más profundo y permanente que habita en mí,  pero es muy carca, cree que todavía estamos en planos de incidencia, de proyección, etapas vividas anteriores en el tiempo. Es algo que no llego a entender demasiado bien: si precisamente es él el que se proyecta, el que necesita volver a vivir por qué no se acostumbra nunca a la nada. Entonces por qué tampoco se habitúa cada vez a la época en la que le toca vivir. No recuerda nunca demasiadas cosas, dice que pensar le fatiga mucho porque ya es muy viejo: ha vivido demasiadas corporizaciones y para él la experiencia cuenta más que nada,  más que todos los conocimientos actuales juntos alcanzados por otras vías. Puede que tenga razón. Esto le acarrea siempre muchos sinsabores y desdichas. Son las eternas controversias a las que nunca se amolda. Es viejo y los jóvenes deberían respetarle, dice él,  porque la ancianidad es un fiel reflejo de toda una historia vivida en todas la incidencias del tiempo sobre el espacio. No entiende las costumbres de los jóvenes de ahora, le cuesta,  siempre le ha costado mucho,  ha sido un problema eterno en él el adaptarse a su medio ambiente.

Me quedan muchos otros yo que ahora no quiero sacar a relucir uno por uno porque para mí todos juntos forman un todo y no he llegado nunca a separarlos en unidades sujeto, son uno coherente, inseparable, formado por un sinfín de proyecciones de mi personalidad. También tengo otros yo que no han existido nunca, son mis posibilidades imposibles, lo que nunca seré, lo que jamás haré. Estos interesan más bien poco porque son pero no están y no llegarán nunca a estar, como he dicho antes. Son las negaciones imposibles, por eso son así. No me enfadado jamás  por que esto sea así: ellos tampoco lo han hecho y si lo han hecho alguna vez no me lo han comunicado jamás, quizás crean que así es mejor cuando deberían estar molestos por esta negación,  pero no lo están, no les han concedido nunca una oportunidad para manifestar su opinión. En fin,  yo,  mi persona es así con sus  pros y sus contras, una ola en una tempestad y nada más. Me conformo con lo que tengo y con lo que soy y doy siempre gracias a todos  mis yo por ello. Gracias.

sábado, 12 de julio de 2014

Gente encantadora

Gente encantadora


Está sobre una cama excesivamente pequeña, demasiado estrecha y arrinconada junto a una de las paredes. Paredes altas, lisas, blancas, con toda seguridad muy gruesas. Él duerme. Lleva mucho rato durmiendo, hace demasiado que duerme. No se podría precisar el tiempo que permanece así. Sin embargo, ahora está despertando. Abre los ojos, sin apenas moverse y dirige la mirada hacia arriba. El techo está muy lejano, inalcanzable con la vista casi. Nada más percibe una lámpara que ilumina muy débilmente. Siente frío, se estremece. Permanece inmóvil, hace en la habitación, y también fuera, demasiado frío y su cuerpo lo nota.
¿Dónde estoy? Yo no había estado nunca aquí, pero me gusta; hace frío, pero no importa, estoy bien así. Deja que me sitúe, déjame ver: yo estoy aquí, eso es seguro y evidente. Qué raro, no hay ninguna puerta. Esto yo no lo conozco. Cómo es que he entrado aquí si no hay ninguna puerta; qué extraño. Y, es más,  yo no me recuerdo de haber venido por mi propia voluntad hasta aquí. Este lugar me resulta del todo extraño y desconocido. Yo estaba en la barra de un bar; sí, eso es, la barra del bar. Sí, y había una mujer muy guapa, estaba allí, en una mesa, sola, y yo también. La miré por unos momentos y ella me sonrió. Cogí decidido  mi cerveza y me acerqué a ella. No perdía nada con intentarlo. Le dije algo y me senté a su lado. No recuerdo cómo era, pero eso sí, de una rara belleza, una belleza de esas que sobresalen de entre todas en cualquier lugar y que te obliga siempre a recabar tu mirada en ella; bebimos y hablamos mucho, también reímos felices. Debí emborracharme; sí, eso tuvo que ser: me emborraché y ahora estoy todavía borracho, por eso no sé dónde coño estoy. Todo esto es producto de mi borrachera. Vaya una curda que debí coger anoche en su compañía. Qué impresión le debí causar; embriagarme con ella, soy un loco, un fresco; mira que coger una trompa así de esa manera tan tonta, qué pensaría de mí: que soy un borrachuzo, un alcohólico, seguro que lo pensó.
Lo único que me molesta es esa luz, es demasiado intensa, brilla demasiado. Me duele la cabeza, todo me da vueltas: es la resaca. Nunca me había emborrachado, pero ella me ayudó a hacerlo. Me emborraché de su belleza y ella consintió en que  lo hiciera, me dejo embriagar, era demasiado hermosa, apetecible para pasar una agradable noche con ella  dejándose llevar por los instintos más básicos. Se parecía a mi madre cuando ésta era joven y yo era pequeño: me sentaba en sus rodillas y me jugaba: me hacía saltar y me explicaba cuentos para que me durmiera. Pero yo no quería dormirme. Me gustaban sus cuentos, me gustaba  que me jugara. Yo me asía a su cuello y la apretaba contra mí. Después venía papá y me estrechaba entre sus brazos y me apretaba contra su cara para que me durmiese, y yo le decía: “papá que me pinchas" y él me pinchaba todavía más con su baba de todo el día. Y yo quería, deseaba que llegara la noche y que papá me pinchara con su barba  y con su bigote. Me gustaba que me pinchara. Y al final sin dame casi cuenta me quedaba dormido en sus brazos. Por eso seguramente  me acerqué a ella, porque me inspiró confianza y ternura; me recordó a mi madre por unos momentos, me hizo retrotraerme a mi niñez. Recordé el día de Reyes: a mí me habían traído muchos juguetes: varias pistolas, una pelota, varios puzles, caramelos y muchas cosas más. Salí a la calle con mis pistolas. A Salvador sólo le habían dejado una rueda con un palo y un caballo pintado en la madera. Sus padres eran muy pobres, por eso los Reyes le habían traído es rueda que se dirigía con un enclenque palo de madera. No era justo. Y él se sentía más feliz que yo con su rueda. Mi pistola me gustaba pero me habían traído muchas cosas más.
Esa lámpara que produce dolor de cabeza, casi no ilumina y hace unos momentos no se podía soportar su brillo. Debe de estar estropeada. Hace aquí dentro  un calor inmenso, insoportable, estoy sudando, me entran ganas de vomitar: es la borrachera y sus consecuencias. Por qué me dejé llevar, por qué me embriagué si antes nunca lo había hecho. A mí no me gusta beber y ella me obligó a  tomar demasiado. Por momentos me está dejando de gustar, es mala, me hizo beber mucho para embriagarme.
El techo se mueve, se está moviendo, está bajando y me ¡aplastará! Por qué la luz será tan intensa. Baja y baja.. está muy cerca.. me va a aplastar y entonces despertaré de esta pesadilla consecuencia de la excesiva  bebida. No va a acabar nunca... se ha ido vertiginosamente  hacia arriba, no ha llegado a aplastarme. Nunca había tenido pesadillas así. ¿Son así las resacas? He de despertarme, he de dejar de soñar. Sí, eso haré, me  despertaré y entonces me daré una ducha muy fría para despejarme; eso, y me beberé  un café muy cargado y sin azúcar; eso me dejará como nuevo y volveré a la realidad. No sé, pero me parece que este colchón es muy duro; no es el mío. No, no lo es, seguro que no lo es. Pero se está cómodo a pesar de todo; sí, se está cómodo, muy cómodo. Es extraño. Esta habitación tan rara: cuadrada, pequeña, con ese techo tan alto que parece que nunca terminan las paredes; y esa torturadora lámpara. Y sin puertas; eso, sin puerta. Es lo más extraño de todo. Lo que no entiendo es cómo he llegado yo aquí si no hay puerta. Menos mal que todo es un sueño, una pesadilla producto de la cogorza, de la bebida que me ha hecho mal porque yo no acostumbro a beber y cuando tomo algo enseguida se me sube a la cabeza y me trastorna como ahora lo ha hecho.
Cerró los ojos y quiso seguir durmiendo. Y  lo consiguió por unos instantes  o tal vez por unas horas, o por varios días seguido; no se podría precisar bien. La tranquilidad había
vuelto a reinar y a ser la única soberana en la pequeña estancia cuadrada de techo muy alto. Tan alto que parecía que no estuviera allí sino en el infinito, más allá del horizonte de aquellas cuatro paredes. Apenas había luz; la penumbra inundaba la estancia pero de pronto comenzaron a encenderse luces muy potentes por todos los lados. Seguía durmiendo, estaba tan cansado que aquellas luces no le habían inmutado lo más mínimo. Un pequeño ruido hizo estremecer a la habitación y una lluvia de agua muy fría cayó sobre él. Se despertó sobresaltado y sin apenas darse cuenta estaba de pie; solo, como perdido en su aturdimiento. Sólo entonces se dio cuenta de la inmensidad de la habitación, sólo entonces de dio cuenta de su soledad, de la soledad que lo llenaba todo y que le llenaba también a él. La lluvia cesó y se percató de que estaba de
en medio de la sala. Miró hacia arriba y nada vio  la inmensidad de la luz le cegaba. Quiso taparse los ojos con las manos y le faltaron las fuerzas necesarias. No cabía la menor duda ya: aquello no era ninguna pesadilla. Alguien le había emborrachado y llevado después allí con algún fin premeditado. No se atrevía a pensar ni a creer nada de cuanto le acontecía.
Bienvenido a ésta su casa -dijo una voz que le pareció que provenía del más allá-  Ahora caigo -pensó él- estoy muerto y  esto es el juicio final. Tome posesión -siguió la voz- de la estancia como si fuese suya, acomódese y no se preocupe por nada de todo aquello  que pueda ver u oír. Y recuerde que siempre le estaremos observando. No sabía yo que después de muerto había que pasar por aquí, de haberlo sabido con anterioridad habría venido mejor preparado. En fin, que sea lo que tenga que ser.
En todo aquel día no volvió a oír ni ver nada. La luz de la lámpara se serenó y no le causó más dolor de cabeza. Tenía ocasión de recordar, en estas circunstancias, muchas cosas de su vida, debía estar preparado: lo que había hecho a lo largo de su vida, lo bueno y lo malo y lo que había dejado de hacer, todo era preciso recordarlo por si un acaso. Hubiese podido repasar toda su existencia como si ésta fuese un libro abierto sus manos, pero al final  no lo hizo. Prefirió echarse sobre la cama y descansar, olvidarse de todo y no pensar en nada, dejar su mente en blanco, como si no la tuviera, si es que esto es posible. Esperaba algún suceso importante, algo que le sacase de aquella monotonía, pero no sucedió  nada.
El despertar del nuevo día le sacó de aquella odiosa tranquilidad, de aquel amodorramiento que a nada conducía. Empezó a oír cosas y vio lo que nunca habría llegado a imaginar. Luces de colores que cambiaban constantemente de tonalidad y de sitio. Se oían ruidos extraños, eran como zumbidos muy intensos que le martilleaban constantemente los oídos. "Buenos días, ¿ha descansado usted bien? Recuerde que siempre le estamos observando". Los zumbidos y los colores continuaban sin cesar. Era un murmullo, un clamor de mucha gente que se acercaba, mejor dicho: que estaba allí con  él? "Piense y recuerde que usted es una persona. Repita conmigo: soy una persona, soy una persona, soy una persona". El susurro se acrecentaba por momentos. "Repita: soy una persona, una asquerosa persona. Repita: soy detestable, soy una persona asquerosa. Recuérdelo bien, no lo olvide, ¡repítalo! ¡repítalo!: no sirvo para nada, soy un inútil. ¡Recuérdelo!. Soy una asquerosa persona inútil que no sirve para nada. Debo desaparecer porque soy un ser repugnante, ¡no lo olvide!: no sirvo para nada. Debo desaparecer porque soy sumamente repugnante, ¡no lo olvide! ¡recuérdelo!: repugnante, una persona repugnante".
Aquella máquina parlante estuvo así mucho tiempo. ¡Recuerde!, ¡no lo olvide!, ¡repítalo!. Él llegó al límite de sus fuerzas y cayó al suelo sin sentido mas la voz, los mensajes, las órdenes, todo continuó como si él no estuviese allí. A la mañana siguiente apareció tendido sobre la cama. Alguien se había molestado en levantarlo y ponerlo allí. Recordó todo lo que había sucedido el día anterior y lloró. ¿Por qué estaba él allí?¿Por qué le sucedía precisamente a él? ¿Qué pretendían hacerle con aquella tortura? Estaba seguro de que todo iba a proseguir de igual forma, que no iban a dejarle descansar ni siquiera un momento. No los conocía de nada, no sabía quiénes podían ser. Sin embargo intuía, comenzaba a percatarse de que no pararían con él, que no le quedaba ya futuro  y que estaba pagando por algo que él desconocía y que no había hecho, que era una víctima equivocada.  No, no estaba muerto ni aquello  era el juicio final, pero sí el último peldaño para llegar hasta éste. No saldría vivo, estaba seguro de ello, era lo único de lo que se podía estar seguro.
No se había dado cuenta aún pero encontró de súbito extraño que de pronto no hubiese luz, a penas una miserable penumbra. Sin saber cómo, de pronto empezó a ver sombras, a intuirlas más bien, que pretendían cogerle. Sombras que se mofaban de él.
Eran siluetas que se movían en la penumbra. Se reían, reían muy fuerte. No eran risas, más bien parecían carcajadas de locos. Loco es lo que intentaban y querían que él acabase siendo. "Recuerde que estamos siempre observándole. Estamos aquí con usted, por qué no intenta atraparnos. Sí, venga, inténtelo. Cójame. Recuerde que debe cogerme. Sí, usted que es un sapo asqueroso y que  yo he de aplastarlo. Usted no me ve. Bien hecho. Ha sabido librarse de mi primer ataque, pero esté prevenido, muévase sin cesar para que no le chafe, aunque puede ocurrir que sea usted quien choque conmigo y entonces sea usted quien se ha metido debajo de mi pie. No. No está en buen sitio, ahí puedo con usted sin que se dé cuenta de nada. Muévase. No, así no. A saltos,  como los sapos, recuerde que es un sapo. Cuidado, estoy detrás de usted. Sapo, voy a aplastarte. Eso, muévete, defiéndete. Eres un asqueroso sapo que debe morir". Era lo primero sensato que oía en mucho tiempo y por un momento pensó en ello: debe morir, lo demás ya no importa,  un sapo repugnante. Un sapo, un sapo, todas las personas somos sapos pestilentes que deben ser aplastados, somos una plaga que ha
de ser extinguida. ¡Recuérdelo!, ¡piénselo bien!, ¡recuerde!: un sapo.
"¡ Salte, más alto!, ¡Salte! Saltito a saltito, como los sapos, ¡más rápido, más rápido!,     ¡voy a caer sobre usted...muévase...muévase como lo que es, como un sapo". Nuevamente perdió el sentido y cayó al suelo, sin embargo  esta vez nadie se ocupó de recogerle y ponerle sobre la cama. Quedó en el suelo, solo y abandonado, inconsciente. Cuando despertó todo lo demás había desaparecido. Hasta la cama había sido retirada. Eran únicamente él y la sala. Aquella sala rectangular de paredes y techo muy altos.
Este lavado de cerebro prosiguió por muchos días, quizás duró incluso meses o años. Siempre era lo mismo: aquella voz odiosa que se reía y que le hacía recordar cosas. Era una persona, un hombre asqueroso como lo es un sapo que debía desaparecer. Toda  la humanidad debí ser exterminada. Otras veces no era nada; no era nadie, no existía y sí existía; le confundían continuamente. Le habían hecho creer demasiadas cosas que jamás había llegado él a imaginar. Las luces, las sombras, los dos trenes veloces que siempre chocaban en su cabeza. Era horrible el sólo pensarlo. Pero aquello no era ningún sueño. Era una realidad palpable. Algo que no iba a acabar nunca.
Sintió una mano que le tocaba. Despertó y se encontró tendido sobre un banco en un jardín público. La mano era de un niño  que había osado interrumpir su sueño para preguntarle qué hora era: no lo sabía, su reloj se paró hace demasiado tiempo. Era una mañana diferente, nueva para él: la habitación se había esfumado, la luz tenue había sido absorbida por los rayos solares, no habían más tormentos, al menos por ahora. De nuevo, según presagiaba, era libre y estaba solo. Reconoció el lugar, había estado muchas veces en el mismo, por tanto cómo no iba a reconocerlos. Eran los jardines del Capitolio de Washington. No acertaba a saber si era feliz o no. Qué importaba ahora: la sangre volvía a correr por sus Venas y todo volvía a ser normal. Se incorporó, se puso en pie y se dirigió hacia el edificio central: el Capitolio, llegó hasta el monumento dedicado a Lincoln y buscó una lápida que hay en la pared. La leyó muy detenidamente  asintiendo a todo cuanto allí ponía. Repasó la Constitución del  país más grande y poderoso del mundo. Leyó los derechos de todos los ciudadanos norteamericanos, hizo un leve movimiento con los hombros, como aquél que no entiende nada y se marchó. En el camino, en un banco le aguardaba aquella mujer que le recordaba a su madre. Ella se incorporó. No se dijeron nada. Se asieron  de la mano y marcharon juntos. Se perdieron entre la multitud de la gran urbe. Él no recordaba nada de cuanto le había  acontecido. Era un hombre nuevo: acababa de nacer y ella estaba a su lado.




Los billetes de 1000

Los billetes de 1000


Eran las cinco de la tarde cuando nos encontrábamos reunidos en la sala de conferencias que el hotel Hilton nos había prestado para la ocasión. Yo también había recibido unos días antes una Carta de Mr. Freedman en la que se me convocaba “allí y
a esa hora para tratar una  cuestión de vital importancia que a todos nos atañía". En
la sala no éramos más de veinte personas seleccionadas especialmente para ello. Entre todos debíamos debatir y  encontrar una solución viable para salvar a nuestros conciudadanos de la grave ola maléfica que les acechaba sin saberlo ellos.
Yo expuse mi teoría: distribuyamos por toda la ciudad un sistema de trampas mortíferas que sin duda purificarán el ambiente enrarecido que en estos momentos reina. Todo resulta muy sencillo. Se colocan en diversos puntos de la ciudad billetes de mil. Estos estarán controlados por unas células fotoeléctricas sensibles  de seguridad que al ser interrumpidas accionarán el disparador de una ametralladora camuflada que apuntará hacia el billete y que disparará ráfagas. Todo aquel individuo que pretenda apoderarse del billete ajeno, morirá irremisiblemente, víctima de los disparos. También se colocarán en el suelo minas personales de contacto y sobre ellas los susodichos billetes de mil: al intentar alguien apoderarse de ellos, la codicia es irrefrenable, éstas harán explosión, produciendo el mismo efecto que en el caso anterior: la eliminación del sujeto.
Esta solución fue aceptada unánimemente y sin apenas objeciones por todos los asistentes. Y así  se decidió llevar a la práctica mi teoría. Se distribuyeron toda una red de billetes de mil preparados por las calles de la ciudad. Colaboraron en la colocación de la misma personajes muy importantes e influyentes como Arthur Föhl, Simón Pérez de Hita y Raimundo Bronner. Al día siguiente la prensa empezó a hablar de personas que habían resultado muertas al encontrarse en el suelo  billetes de mil e intentar apoderarse de ellos.  Advertía a los ciudadanos de la peligrosidad  de estas trampas criminales colocadas por algún maniático social o por algún  demente que disfrutaba viendo morir a personas inocentes. La policía había iniciado sus pesquisas e indagaciones para tratar de encontrar a los responsables de tamaño acto fuera de todo sentido. Al mismo tiempo que comenzaba una dilatada operación para desactivar estos criminales artilugios. Rogaba que quien se encontrara con un billete en el suelo que por nada del mundo tratara de hacerse con el mismo y que lo comunicara de inmediato a las autoridades. Pero nada importaba, la acción estaba desencadenada y con todo seguridad todo aquel que encontrara un billete de 1000 en el suelo ante la duda de si era un arma letal o simplemente estaba caído dudaría y, poniendo más cuidado, eso sí, trataría de hacerse con el mismo cayendo abatido de una ráfaga de disparos o bien saldría volando por las aires.  Paul Balembert me había dado a conocer su intención de continuar con esta operación de limpieza hasta alcanzar nuestro objetivo. Si la policía nos elimina los billetes antes de que cumplan su cometido -me había dicho- nosotros pondremos más, disponemos de remanente sobrado para ello. Debemos hacer que les resulte a imposible eliminarlos todos.
Esta idea era fabulosa. Así la habían calificado mis compañeros de misión. Debo aclarar que se  me había ocurrido un día leyendo un libro que había encontrado en un rincón de una biblioteca pública. Me pareció que la propuesta  era muy buena y decidí estudiarla, perfeccionarla y adaptarla para tan sensato propósito. En un principio me pareció algo descabellada, pero poco a poco fue tomando forma y la creí  factible. No era descabellada y su puesta en práctica relativamente sencilla. Ahora demostraba que era capaz de dar los codiciados frutos. En principio estaba resultando muy eficaz: en tres días iban muertas treinta y ocho personas que habían intentado apoderarse de esos billetes que no eran suyos pese a las advertencias de las autoridades. La verdad: no estaba nada mal mi sistema.
Simon Pérez de Hita me llamó aquella noche par teléfono para darme cuenta de su sensacional idea de establecer una red semejante en su país. Así Caracas quedaría limpia de toda la inmundicia humana. Además,  Caracas es una ciudad que se presta para ello: las condiciones de sus habitantes son inmejorables para que caigan como ratones en sus trampas. Sólo hay que colocar los billetes y esperar que alguna mano se acerque a ellos para cogerlos activando así, con esta acción tan sencilla, la máquina que actúa y el fin es inminente: se elimina a otro ciudadano osado. También, entre otras cosas, me recomendó que leyera la Rebelión de las Masas, de Ortega y Gasset. Me dijo que esta obra tenía mucha relación con lo que estábamos haciendo y que a su vez explicaba los motivos esenciales de nuestra política y de nuestra ideología: los hombres que quedarán serán los más cobardes, aquellos  que no se habrán atrevido a coger el billete por miedo a la posibilidad  muerte, aquellos que jamás se arriesgarían por nada y, de es te modo, quedará  una raza especial y nueva de hombres que habrán resistido la tentación del dinero porque éste poco les importa. Estos después podrán fácilmente eliminar a los más miserables que aún serían capaces de moverse por dinero ni intuyeran que no hay riesgo. Implantando mi sistema en todas las ciudades y pueblos del mundo, éste quedará para siempre purificado, limpio de la contaminación humana. Yo me sentía muy feliz con todo cuanto acontecía. Serían bastantes las personas que dudarían con hacerse o no con el billete, pero la situación que les planteábamos resultaba excesivamente tentadora, incluso existía la posibilidad de que aquel billete fuera realmente perdido y no tuviera cerca de sí ninguna trampa. Al final, ante la tentación,  sucumbirían  arriesgándose y cogiendo el billete... Los que quedarían al final serían mentes selectas, preparadas, especiales, para proseguir con la historia, con nuestra historia, con la historia del mundo que no debe acabar nunca.
Aquella noche me sentí por primera vez inmensamente dichoso. No tenía sueño y pude leer el Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, de J.J. Rousseau. Qué duda cabe de que este autor tiene razón al señalar que todos somos desiguales desde nuestro nacimiento, en nuestra sociedad. Pero ya no tendremos por qué seguir preocupándonos. A partir de ahora todos seremos iguales. Y esa igualdad es, qué duda cabe, una garantía de seguridad. Mi arma nos igualará a todos los que sobrevivamos a esta experiencia. Mi contribución a la mejora de la humanidad será considerada por las generaciones venideras como la más beneficiosa para la humanidad creada por el hombre. Qué dude cabe de ello. No hay mayor felicidad para mí que pasar a formar parte de la historia como un personaje inmortal, querido  y alabado por todos. Yo moriré algún día, pero el recuerdo de mi obra perdurará para siempre.
A la mañana siguiente nos volvimos a reunir en la sala de conferencias del hotel Hilton para revisar y ver la marcha de nuestro plan hasta el momento. Funcionaba de maravilla: era simplemente perfecto. Contábamos con el apoyo incondicional de gran número de intelectuales que estaban con nosotros. Nuevamente me sentí el hombre más feliz de la tierra. Ni la policía, ni los Servicios de inteligencia, ni nadie ni nada podría hacer nada en contra de nuestro plan,  abortarlo era imposible. Su concepción era inmejorable: como pocas, y sólo estas pocas perduran. John Preston tomó la palabra y nos soltó un gran y cabal discurso explicando las bellezas esenciales de nuestro trabajo. Era natural que fuese él quien hablase de ello: le correspondía por ser
él el presidente de la organización para la salvación del mundo. Habíamos empezado con la idea de salvar a nuestra gran ciudad e íbamos a acabar con la remisión de los pecados de todo el orbe. Después comimos todos juntos en el mismo hotel Hilton y a continuación fuimos a un cine de estreno, lo mundano y banal en ocasiones también resulta necesario para descargar la mente. El día terminó con una gran fiesta en casa de los Montpierre, artífices y financieros de nuestra apocalíptica  misión. Gracias a ellos todo ha sido posible. Algún día les será recompensado.
Ahora nuestro sistema continúa obrando maravillas. Se ha implantado en la mayoría de las poblaciones del mundo y su genialidad es tal que dentro de poco habremos conseguido el fin pretendido. No  será necesario ninguna tipo de control de natalidad, ni ninguna bomba atómica, seremos tan pocos los seleccionados por la naturaleza que no hará falta ninguna medida restrictiva. Seremos hombres libres que tendremos a nuestro servicio toda la tecnología existente. No podemos desear más. Será la nueva era de los superhombres. Y yo seré el único que ha hecho posible esta realidad tan cercana. La máquina continúa trabajando sin  cesar y va limpiando todas las asperezas, toda la suciedad, todas las inmundicias del mundo: increible, mas es cierto: la redención está ya muy cerca.




domingo, 22 de junio de 2014

EL SOL ILUMINA SIEMPRE

El sol ilumina siempre todas partes
aunque tú sólo veas ahora sombras
que cuando sin temor las abandonas
te sorprende lo que  tienes delante.
Sol, nubes, tormentas son normales,
no siempre elegimos con acierto
difícil es discernir entre varios males
y más dejar que se los lleve el viento.
El futuro siempre resulta que es incierto
pero es lo que nos aguarda al momento
y tú, en el pavor, a  las sombras te aferras
y olvidas que si  es tuyo,  ¿a qué esperas?


sábado, 21 de junio de 2014

CIERRO LEVEMENTE LOS OJOS

Cierro levemente los ojos
y  dejándome llevar evoco
aquellos apasionados besos
que ahora quedan tan lejos.
Y es que haciéndonos viejos
hemos encontrado el sosiego
de la ternura sin sonrojos,
caricias, palabras y abrojos
que también se dan a veces,
y  luego alimentan con creces
ese querer ya tan sosegado
que da el seguir a tu lado:
olas suaves acarician la arena
de un mar nocturno calmado,
yo te siento de esta manera
y  feliz amo y me siento amado.

martes, 10 de junio de 2014

LA MANO


LA MANO

Desde muy joven siempre tuve la misma obsesión: aquella mano grande, musculosa unas veces y huesuda, incluso nervuda,  otras, que siempre se me aparecía y que veía cuando menos lo esperaba. Se hacía visible porque sí, sin que yo la llamara o me obsesionara con su necesidad. No la precisaba para nada, es más, no entendía por qué se hacía presente sin que nadie la  reclamara. Hubo un tiempo en el que incluso llegué a temerla y a odiarla. ¿Qué representaba? ¿Qué significaba? ¿Qué sentido tenía su presencia? ¿Por qué sólo se materializaba conmigo, cuando yo estaba sólo? Nunca conseguí  saberlo y  estoy convencido de que jamás lo  sabré. El por qué de su presencia es algo que se me escapa. Después, con el tiempo, dejé de mirarla con recelo e incluso logró hacérseme familiar. Estaba ahí, me había acostumbrado a su presencia, ya no me molestaba. Tampoco interfería en  mi vida. Era como una sombra que me seguía a todas partes. Incluso llegué a la conclusión de que se había constituido en algo así  como una señal de alerta o algo por el estilo.
La mano era  simplemente eso, una  mano, aunque no parecía demasiado humana. Al menos yo no la veía así. Una mano cortada, sin brazo ni ningún otro tipo de continuidad. Además, siempre llevaba puesto un guante. Y, la verdad, no sé por qué razón. No dudo de que sus motivos tendría. El asunto es que éste no siempre era el mismo, aunque sí en cuanto a la forma y modelo. Lo único que variaba era su color: unas veces negro, otras blanco, en ocasiones  rojo y en algunas otras era una amplia gama de colores que nunca había visto yo hasta entonces.
Era insólita, extraña, rara. Habituado a su presencia como un  elemento ya más que familiar, a veces se me ocurría dirigirle la palabra o bien  hacerle preguntas como se hace con cualquier ser humano, pero nunca me contestaba. Siempre quieta, impertérrita, ocupando su lugar como una estatua de mirada inexpresiva y con los ojos puestos en el infinito, como si la cosa no fuese con ella. Cuando llegué a acostumbrarme y verla como un elemento más de mi entorno familiar, continué dirigiéndole la palabra, aún a sabiendas de que no iba a responderme, No obstante, sí dejé de interrogarla sobre cosas que  según mi intuición podían resultarle molestas, por no decir incómodas e incluso agresivas, dado que ésta era la única evidencia que tenía de ella. Así que me limité a saludarla cuando aparecía y también a hacerle observaciones sobre las cosas más triviales y  que no supusieran conflicto. Y siempre me contestaba con un ligero movimiento de los dedos o bien emitiendo una jerga de sonidos extraños e indescifrables para mí.
No niego que a veces creí que se trataba de un ser extraterrestre, que era un habitante de algún otro planeta, que iba perdido o desorientado y que esperaba que yo le ayudase, que yo le marcara el camino de regreso. Pero ¿cómo podía hacerlo yo si desconocía todos sus motivos? Sabiendo tan pocas cosas de aquel ser  estaba claro que a todas luces me resultaba imposible. Me faltaban datos. Esta idea duró algún tiempo en mi pensamiento y, por tanto, siempre procuraba ayudarle en lo posible, pero  nada, no tenía consecuencias.
Al final desistí de esta idea y me vi inducido a pensar que se trataba de un espíritu del más allá. De algún fenómeno no parapsicológico. Un ente venido del otro mundo. Difícil de aceptar ¿no?
Una vez paso por mi cabeza la idea absurda y tonta de lanzarle algo para ver cómo podía reaccionar y para saber  también si de alguna forma era tangible, si era material o no, pues al menos a mí me lo parecía. Estando un día solo en casa, bueno, solo del todo no, con ella que me hacía compañía, como siempre; no sé cómo ocurrió, pero ocurrió. El asunto es que le lancé un cenicero de vidrio que tenía cerca de mi mano. No tuvo tiempo de reaccionar. Éste le atravesó por completo y fue a estrellarse contra la pared. Por un momento creí que la mano gesticulaba algo, inteligible para mí pero sí algo, sonidos bastante confusos. Y continuó allí inmóvil, pensativa, como si nunca hubiese pasado  nada entre ella y yo. Yo sabía que no había sido precisamente así, sino que me había atrevido a eso, a intentar agredirla sin que mediara motivo alguno. Me callé y me quedé quieto, como atontado, mirándola fijamente, asustado, expectante, atemorizado, tenía miedo de que hiciera algo contra mí como castigo a mi osadía, algo que me hiciera arrepentir de mi acto de agresión. Mas no pasó nada. Se limitó a pasearse de un lado a otro de la habitación, rozando el techo con las yemas de los dedos -si es que a aquello se le pueden llamar dedos- y no dijo nada. Después, de improviso, sin apenas percatarme de ello ni mediar gesto alguno, desapareció.
No la volví a ver en varios días, con lo que mi tranquilidad fue en aumento pues no estando no podría hacerme nada. Y además, ahora, sabía que no era material, y eso ya era algo, y también sabía que me había abandonado, que se había ido. Por lo tanto yo volvería a ser una persona normal y corriente, como otra cualquiera, como las que veo todos los días por la calle. Y  también que aquella terrible pesadilla en forma de mano no la volvería a tener nunca más.
Transcurridos apenas  unos días me percaté del error que había cometido al hacer suposiciones tan precipitadas. Al despertarme una mañana, a la misma hora de siempre, la mano estaba allí de nuevo. Como un cuadro o un florero, ornamental, algo perpetuo, impasible,  observándome tal como lo haría una estatua. Me estaba contemplando sin más pero no se había hecho notar. Simplemente me había percatado de su regreso nada más porque había mirado  hacia aquel rincón del techo. Al ver que yo la miraba atónito  movió un poco los dedos en señal como de saludo. La saludé también yo con un leve movimiento de cabeza y ella me respondió de igual forma. Noté que estaba contenta. Y en el fondo también me alegré yo: me había acostumbrado a su compañía silenciosa y la había extrañado mucho durante su ausencia.
Cuando tuve ocasión de detenerme a pensar y aceptar lo que me estaba volviendo a suceder  me alegré todavía más. Después de mi atentado contra su integridad no había reaccionado en contra mía. Pasado su lógico enfado regresaba de nuevo  a casa y seguiría mis pasos como siempre lo había hecho. En cierta forma era hasta divertido el tenerla siempre como una señal de alerta. Cuando íbamos por la calle juntos, si a ella algo no le gustaba o le inquietaba lo que veía, se movía yendo de un lado a otro sin parar hasta que yo me fijaba en ella y entonces nos marchábamos. Me avisaba siempre de todos los peligros y siempre acertaba. Se había convertido en algo así como mi guardián, en mi ángel custodio, como si fuese mi segunda vida que velaba incesantemente por mi seguridad. Y yo me sentía muy satisfecho de tenerla. Sólo la poseía yo y con su presencia y compañía yo era un ser especial y privilegiado, aunque nunca supe claramente qué motivos le impulsaban a estar constantemente conmigo.
A medida que pasaba el tiempo nuestra amistad fue en aumento y nos convertimos en amigos inseparables. Éramos una misma cosa, como amasados y cocidos a fuego lento en un horno de fundición. Desconocía su procedencia y su naturaleza, su origen. Mas todo eso no importaba. Estábamos bien así juntos. Y de esta forma tan normal iba transcurriendo nuestra vida. Nunca más me había atrevido a hacerle preguntas indiscretas sobre su procedencia o por qué estaba conmigo y no con otras personas, por qué nada más la veía yo y mucho menos osé atentar contra su vida. Nos respetábamos mutuamente y juntos funcionábamos a las mil maravillas.
Después estuve un tiempo bastante largo sin ella. Me dejó, me abandonó. Desapareció sin darme ninguna explicación, sin decir nada. De esta época apenas consigo recordar nada. Ahora los médicos me han dicho muchas cosas sobre ella. Me explican que la mano nunca llegó a existir y que es por eso que no consigo recordar cómo era. Que sólo era el producto de mi mente enferma. Y que por eso he estado internado cuatro años en una clínica psiquiátrica. Para curarme de mi locura. Ahora, según ellos, ya estoy curado y por eso no volveré a ver mi mano. Yo no sé nada de nada, ni siquiera recuerdo haber estado en una clínica curándome de una supuesta locura. Dicen que yo estaba loco, pero no les creo. No cabe duda de que todo ha sido un artilugio de gentes envidiosas y perversas que me la han arrebatado para siempre porque ellos nunca permitirán que haya un ser privilegiado, especial, entre ellos. Por eso dicen que estoy loco. Para encerrarme y quitármela mientras. Pero yo sé que ellos no la tendrán nunca. Ella no me cambiaría jamás por otro.








II


¿Tú aquí? Ya no te esperaba. Creía que te habías ido para siempre. Pero ya veo que no es así. Sabes, suponía que no regresarías más. Me alegro de que estés nuevamente aquí conmigo. Como antes, como siempre y para no volvernos a separar jamás. Seguro que será así. Ven, acércate a mi lado y cuéntame cómo te ha ido en este tiempo tan largo de ausencia, ¿no te negarás a hablarme, verdad? ¿Cuánto ha durado esta separación? Sabes, estaba celoso, tenía celos de ti. No me lo explico, pero los tenía. ¿No quieres decirme nada? Ya sé, supongo que a mí no me interesa. Bueno, no importa. Te hablaré de mí. Y ¿qué te puedo decir yo? No recuerdo nada. Nada. Déjame ver, espera, espera, creo que ya recuerdo algo. Sí, eso, sí, eso es. Una habitación  pequeña, muy pequeña, apenas una cama  estrecha, blanca, una lámpara y nada más. Ah!, y una ventana. Calla, calla, no te muevas. No, una ventana no. No había ninguna ventana. Por favor, no hagas ruido con los dedos en el techo, estate quieta. Deja, que ya empiezo a recordar. Sí, había también una ventana, pequeña, con cristales translúcidos, opacos, ah, y unas rejas. Y unos señores horribles vestidos de blanco. Como ahora. Eran cuatro, sabes; sí, sí, cuatro. No sé por qué estaba yo allí, pero lo cierto es que estaba. Y tú no, ¿verdad que no estabas? ¿O sí que estabas?
Bueno, qué más da, lo pasado pasado está. Tú estás aquí otra vez y no te volverás a ir. No me abandonarás ¿verdad? No, no me dejaras. Estoy seguro. Si tú te vas regresarán esos hombres. Sabes, me tienen prisionero y no me dejan salir de aquí. No, no me lo permiten, Me vigilan a todas horas. Mira, ves aquel cuadro, pues me observan desde detrás de él, siempre hay alguien mirándome. No, no te acerques tanto, te pueden ver. Ellos dicen que tú no existes, que eres un producto que mi mente enferma ha creado, pero yo no les creo. Sabes, según ellos ahora ya estoy curado. Lo importante es que estás aquí. Qué ilusos, no creer que tú seas una realidad. Lo eres, ¿no? Dímelo, díselo  a ellos. Que estás  aquí, a mi lado, conmigo, que estás de regreso tras unas largas vacaciones  y que a partir de ahora  no dejarás que me hagan ningún daño... Díselo, hazlo por mí. Para que vean que no estoy loco y que no miento nunca. Me harás ese favor ¿verdad?
Sabes, he decidido que mañana iremos los dos al parque a ver cómo juegan los niños. Me acompañaras, ¿eh? Será como hacíamos antaño. Y no te separarás de mí ¿verdad? No nos dejaran salir.  Sin embargo nos iremos, y no nos lo podrán impedir porque tú puedes con ellos. Me defenderás de ellos, de su acoso. Y no volveremos hasta que queramos. Y después iremos por las calles. Eso, por la noche iremos a ver las luces de los escaparates. Vendrás ¿verdad? Sí, seguro que vendrás. Tú no me puedes fallar. Vendrás. ¡Oh!, mano  extraña, fatídica, extravagante, intrigante, fiel guardián de mi vida
¡Cuán falta me hacías! Fíjate, date cuenta de que no puedes abandonarme. Cuando te vas vienen esos hombres de blanco y me hacen daño. Me dan cosas que yo no quiero. Y aunque me niego me hacen hacer lo que quieren. Lo hago siempre. Pueden conmigo porque tú no estás. Mas ahora será diferente, porque no me abandonarás nunca. ¡Prométemelo! ¡Prométemelo! No me dejarás nunca más solo. Por qué te pones tan negra. Qué pasa. No será nada malo. ¿Oyes?, ya vienen. Vete, que no te vean. No quiero que te vean. Vete. No, mejor: quédate y diles todo, que eras y eres real, que existes, que estás aquí, que yo no estoy loco, que ya nunca te irás. No, deja, que no te
vean. Corre, corre, escóndete, que ya vienen, que ya están aquí.
Ya lo has visto. Lo has visto ¿no? Me han hecho daño, me han dado una cosa mala, siempre me la dan. Yo no la quiero, pero me la tomo porque dicen que es para curarme. Es para dormir, sabes. Me entra sueño y duermo bien varias horas. Es un tranquilizante o algo así. Me la dan porque me odian. Me quieren matar para impedir que esté contigo. Me quieren matar. Te das cuenta: me quieren matar. Quieren quitarme mi mano. Pero tú no les dejarás. No, no, no tampoco yo les dejaré. Eso no sucederá nunca. No, no. Eso sí que no. Tengo sueño, sueño...sueño. Quiero mantener mis ojos abiertos, pero no puedo. Es más fuerte que yo. Tengo mucho sueño. Voy a descansar. Me hace falta. Sabes, dicen que debo descansar mucho, que me va muy bien.
Dicen que ya no tengo remedio. Me llaman otra vez loco. Pero estoy cuerdo. Lo tengo clarísimo. Jamás he estado tan lúcido como ahora. Yo lo sé porque tú estás conmigo, a mi vera, cuidando en todo momento mi sueño, velando...vigilando para que no me hagan más daño.  Me duele la cabeza. Me pesa mucho. Me da vueltas y más vueltas. Gira y aunque intento yo detener ese rotar aferrándola con fuerza con mis manos, no lo logro. Tengo sueño...sueño...No puedo más. Si vuelven no les dejes entrar. Yo sé que cuando duermo ellos vienen y me hacen muchas cosas mientras. Pero sólo cuando estoy durmiendo. Sueño...sueño. Dime  cosas,  no te calles, lo que sea, no importa, pero intenta que me mantenga despierto. No dejes que me duerma. Me da miedo el silencio del sueño. Tengo pesadillas horribles. No me abandones ahora. Habla, habla, habla para que no me duerma. Dormir ...sueño,..loco,..mano...sueño...locura...todo es lo mismo. Todo resuena en mis oídos. Es igual. Es como un ligero zumbido. Todo da Vueltas a mi alrededor, la habitación gira y gira,  locura, loco, loco, todo da vueltas. El techo y el suelo se confunden, son lo mismo. Sueño que estoy loco y cuerdo a la vez. Loco, loco, loco, loco... ¡No! Loco no ¡Eso nunca! Mano, ven. No te vayas ahora, hazme ese pequeño favor, hazlo sólo por mí. Loco...loco...pesadillas. Todo es una pesadilla, quiero despertar...una tortura permanente...un tormento que nunca cesa y que puede más que mis fuerzas. Una locura que... gira y gira sin ...cesar, sin ...ningún freno que la pare. Locura ...loco...loco. No puedo más. Loco, loco...loco....











-III-


Sí, ciertamente la mano volvió y estuvo conmigo en aquella habitación. Vino a verme en mis últimas horas, a despedirse en mi marcha. Quería estar a mi lado en esos  momentos cuando el último aliento de vida decide abandonarte para siempre.
Ahora sé que estuve cuatro largos años en un manicomio y después en casa seis meses sin la mano. Y un día volvieron a por mí con un coche blanco y me llevaron nuevamente allí. Me cerraron en la misma habitación porque volvía a dar indicios de locura, según ellos, claro está. A mí nunca nadie me quiso escuchar, nadie jamás me hizo caso y sin embargo  ellos nada más tenían que abrir la boca. En su manicomio estuve hasta que llegó mi muerte. Ellos me observaban y me cuidaban. Eso al menos es lo que siempre sostuvieron. Les debo estar agradecido. Pero no había remedio posible para mi mente trastocada.  Mi demencia pudo más que mi vida y acabo con ella.
Mas sucedió algo inesperado. Aquella mano grande, carnosa unas veces, huesuda otras, de distintos colores, con un guante siempre puesto, a pesar de que una vez atenté contra su integridad, había vuelto a despedirse de mí en mis últimas horas. Quería decirme el adiós final, el hasta siempre. Quiso que me dejaran morir en paz, sin más tormentos, sin más medicamentos, sin más pesadillas, sin más hombres de bata blanca que me dieran cosas. Que pudiese morir tranquilo, solo, con ella: mi única compañera fiel, con mi bienhechora, con lo que para mí era como mi vida. Porque era precisamente ésta la que se iba para siempre.
Ahora ya estoy muerto. La vida me abandonó  en aquella lúgubre habitación blanca, pequeña, con un lecho estrecho, diminuto, en el que apenas cabía una persona y una ventana  de cristales traslúcidos con una reja metálica. Después me arrojaron en la fosa común del cementerio, pues nadie se hizo cargo de mi cuerpo. Y ya ven, estoy bien y libre de todo, hasta de mi supuesta locura. Sin embargo yo no he regresado para decirles todo esto, sino para testificar y afirmar que la mano existió, que estuvo conmigo. Que era auténtica. Era una realidad y no una fantasía mía. La mano era una mano y nada más. No era material. Pero eso sí, era una mano.



sábado, 7 de junio de 2014

AQUÍ ESTA DEL TODO PROHIBIDO

Aquí está del todo prohibido decir
que la justicia es un cachondeo
aunque tenga dos varas de medir:
si robo y aumento  lo mucho que tengo
como rico que soy, yo tengo ángel
Y si me pillan un poco lo devuelvo,
de este modo me perdonan  la cárcel.
Lo nuestro es ir a puro degüello
nacimos con ese divino  privilegio
ya  lo mamamos  desde  el colegio:
nosotros somos la casta dominante,
un juez aparece, lo llevamos por delante
que se han creído los del pueblo,
que nosotros nos chupamos el dedo,
el caviar no es para la boca del cerdo
arramblamos con   todo lo que podemos,
con nosotros la justicia se paraliza,
ya se sabe: quien tiene padrinos, se bautiza.


domingo, 1 de junio de 2014

EL PINO QUE ME INSPIRABA MAS CONFIANZA QUE LOS DEMÁS

 EL PINO QUE ME INSPIRABA MAS CONFIANZA QUE LOS DEMÁS
Había estado caminando todo el día, deambulando solo, un poco un ir de aquí para allá, dejando que la intuición me marcara la senda a avanzar, sin apenas darme cuenta de nada, por aquel interminable bosque  del macizo ibérico. Pinos altos de verdes hojas propias de comienzos del verano, pinos de gran envergadura que apenas dejaban filtrar los incipientes rayos de sol del mes de junio aceptando que el suelo también tiene derecho a ellos.  Me había detenido algunas veces a descansar. Me paraba a menudo para secarme con el pañuelo mi sudorosa frente y para tomar el aire impoluto que mis pulmones me exigían en mi tan desusado esfuerzo, apenas unos instantes de respiro, dejando que el aliento fluyera mansamente desde mis pulmones, volver a tomar aire y después proseguía mi camino. Aunque, para ser sinceros, no sabía cuál era éste. Es lo que sucede en esas ocasiones en que no te marcas un objetivo. Tan sólo pretendes caminar, pasar un día de montaña, solo, aislado de la gente como medida terapéutica para el espíritu.
Iba sin cesar de un lado a otro sin una ruta fija que seguir. Era la acción misma de mi caminar quien determinaba mi posible meta. Me gusta andar y andar por la montaña sin dirigirte a ningún sitio fijo, cansarme por cansarme. Estaba contento. Es algo que nunca he podido evitar. Encuentro un extraño e inexplicable placer en ello. Incluso al anochecer seguía yo caminando y deteniéndome a ratos para descansar un poco. La noche había caído y me quedé medio echado debajo de un inmenso pino que me había inspirado, desde el mismo momento en que lo vi, más confianza que los demás. Estaba realmente cansado, extenuado, pero sin sueño. Ahora tenía la ocasión de recordar, de repasar muchas cosas, de revisar mi vida hasta el momento, de dar libertad a mi pensamiento para que se detuviera a contemplar todo aquello que me podía producir algún deleite especial. Recordé viejas historias, esas que se explican en las frías noches de invierno cuando todos estamos sentados alrededor de un buen fuego que nos conforta, esas noches cuando el viento chilla y gime con furor,  como si nos reprochara el haberle dejado fuera, en la calle, negándole una silla a nuestro lado, junto al fuego, para no dejarle explicar a él también su vieja historia. Pasó por mi mente el recuerdo grato de la noche de matacerdo, con aquel rostro femenino e infantil que en mi adolescencia había turbado por algún tiempo mi voluntad. Mi primer amor de niño que se hace hombre y que siempre tiene reservado un pequeño rincón en el desván de sus recuerdos y que, en instantes como éste, en que el cansancio no te deja conciliar el sueño y el que la mente fluye con entera libertad  siempre sale nítido y confuso a la vez, contorneado apenas como un esbozo que una vez quedó aparcado en el recuerdo, cuando la mente reposa en las cálidas noches de estío. Recordaba, así mismo, la cara que puso mi madre la primera vez que encontró en uno de mis bolsillos del abrigo un paquete de tabaco, marca Jean, y la reprimenda que me dieron aquella noche. Ahora ya adulto reconozco que en el fondo tenían toda la  razón; yo aún era demasiado crío como para ir por las calles con un pitillo en la boca. También vino a mi mente la primera noche que pasé fuera de casa: entonces tenía cinco años y me habían enviado a Barcelona, con los primos, a casa de la hermana de mi madre. Aquella noche había sentido por primera vez sobre mis hombros todo el peso del mundo que se desplomaba sobre mí. Todo se caía, todo se venía abajo como un  castillo de naipes  y yo en mi niñez me sentía impotente para detenerlo. No pude dormir en toda aquella noche, Es algo que ya siempre me ha acompañado, como mochila de equipaje pegada a la espalda y que, por mucho que me esfuerce, jamás lograré olvidar.
Todos los pensamientos y recuerdos del pasado venían y se iban como aquel que pasa y no quiere que nadie lo vea, como aquel se simplemente se desliza sigilosamente con la pretensión de no dejar huella. Venían, pero se iban con la misma premura con que habían llegado. Sombras y humos, por un momento recuperadas, que se esfuman y desaparecen sin que apenas te percates de ello.    
Estaba muy cansado, las piernas me dolían acalambradas por momentos, mas no tenía ni pizca de sueño. Una noche cálida, con el rumor de la briza que mece las copas de los pinos, pequeños ruidos de animalillos que aprovechan la nocturnidad para moverse y saciar su hambre, arriba, el cielo majestuosamente estrellado con la luna apenas emergiendo al fondo, a mi  derecha, en toda su plenitud dejando que se puedan apreciar, por decirlo de algún modo, sus cráteres. Y contemplando ese cielo inmenso,  sobrecogedor, llegué a interrogarme por cuál sería, entre todas ellas, mi estrella de la buena suerte. Aquella que desde mi nacimiento presidía mis días y mis noches, aquella que velaba por mi vida como si fuese una madre amorosa y tierna que apaciblemente cuida el placentero sueño del reciente fruto de sus entrañas y de su amor.
El silencio se había apoderado de la noche y de mí.  Ni siquiera los mosquitos se habían hecho presentes para intentar  contrariar mi descanso. Todo contribuía a facilitar las cosas. Me sentía solo, pero en mi soledad era más feliz que nunca: la paz y la tranquilidad de la dulce y estrellada noche del mes de junio en las montañas de del sur de la provincia de Teruel  también pusieron su parte. Vinieron muchas más cosas a mi
mente: recuerdos y más recuerdos que aguardaban  una cola interminable esperando el momento oportuno de colarse,  de pasar ante mi mente para abstraerme de todo y sumergirme  por unos instantes en su mundo, al mundo en el que una vez fue y que nunca volverá a ser. El tiempo se había detenido desde hacía mucho y dejaba que todos estos recuerdos aún vivos tuvieran su momento de protagonismo  en el baile interminable de mi memoria. La música era lenta, suave, invitaba a bailar, a dejarse arrastrar por ese placentero son que marcan los propios pensamientos. En la abstracción de mis recuerdos y de mis pensamientos del lejano pasado, en el tiempo unas veces, y no tanto otras, pero muy próximo a mí y a mi vida, el cansancio pudo más que ellos y Ia música dio sus últimas notas. Tuvo que sonar una nana, de ello estoy seguro. Invitaba a dormir y dormí no sé por cuánto tiempo: pudo ser por unas horas, por unos días, o tal vez por unos años e incluso pudo ser por toda la eternidad de la que aún no he despertado. Ciertamente no lo sé. El sueño vence al final siempre y mi mente quedó en blanco,   ausente,  desconectada del todo, dejando que los sueños se posesionaran de sus  espacios y encontraran en todo momento resquicios por los que colarse en esa nada casi absoluta, en esa nada contemplativa del vacío que todo lo llena y que todo lo abarca con avaricia como si pretendiera quedarse instalada para siempre.
Y a la noche le sucedió el día con todo su majestuoso esplendor, y al día la nueva noche con su belleza suave y tranquila, y a esta noche un nuevo día y otra nueva noche, y así sucesivamente no sé por cuánto tiempo mientras yo permanecía allí, mediotumbado debajo de aquel pino que me inspiraba más confianza que los demás.
Lo que después sucedió no sé si he de considerarlo como parte de un sueño que sin duda soñé entonces, o si es parte de una realidad que se sale de toda norma lógica y que por lo tanto te obliga a dudar de su veracidad. No lo sé y no creo que pueda saberlo alguna vez. Tampoco creo que nadie lo consiga porque aunque lo hubiesen vivido ellos no llegarían jamás a creerlo. Procurarían olvidarlo, incluso considerándolo como algo imaginario producto de una mala pasada que te ha gastado el sueño, como una broma de mal gusto que te ha jugado el destino motivada por tu agotamiento al caminar consecuencia de la falta de hábito. Pero yo no podré olvidarlo nunca.
Me desperté o al menos creí despertarme en una estancia vacía, sobre un lecho duro, pero mejor que la sombra de aquel pino que me había inspirado una vez, al anochecer, más confianza que los demás. No podía, por más que lo intenté, explicarme cómo había hecho para llegar hasta allí, pero eso cuando estás convencido de que se trata de un sueño importa más bien poco. Por una de las ventanas un rayo de sol incidía directamente sobre mi cara. Lo reconozco: era el rayo que se filtraba entre las ramas de los pinos del bosque, y sin embargo  ahora me faltaban alrededor mío tales pinos. Entraba por la ventana del cuarto en donde yo estaba. Por su inclinación supuse que hacía ya mucho que habría amanecido. No se veía a nadie ni se oía nada. Nuevamente tenía la ocasión de poner mi mente en blanco. Sentía algo de angustia y mucho sueño. Tenía sueño, deseaba poder levantarme pero mis pocas fuerzas me impedían hacerlo. Era mejor aguardar a que ocurriera algo. Sí, eso es lo mejor, lo mejor, seguro de que es lo mejor que se puede hacer. Después de todo, tratándose de un sueño, poco importa.
Despertaré en algún momento, cuando menos lo piense, y entonces todo se habrá transformado: seré nuevamente como siempre: estaré solo en el monte, caminando, divagando entre los pinos, respirando el aire puro que aquella oportunidad me brindaba. Y suponiendo lo peor: que aquello fuese real, tampoco estaba tan mal: qué caramba. No estaba precisamente en una celda. Se trataba de una habitación, desconocida para mí, eso sí, y nada más. Estoy seguro de que si intento levantarme, salir, y marcharme nadie me lo va impedir. Por qué han de hacerlo. Me han recogido del monte, y me han traído hasta aquí: su acción es de agradecer: no todos son capaces de hacerlo así.  Intuyo que no debo preocuparme demasiado, todo es un sueño del que  tarde o temprano he de despertar. Y cuando  esto suceda me encontraré mediotumbado debajo de un pino.
Llevo varios días con ellos. En su apariencia externa parecen, son, normales. Llevan aquí muchos años, al menos así me lo parece a mí. Su estatura es normal, su cara es propiamente aragonesa -por algo estamos en  la sierra de Teruel- Son muy activos, trabajadores, siempre dispuestos a hacer algo. No obstante, si hay una cosa que me inquieta de ellos es el hecho de que no hablen.
En estos días que estoy en este pueblo, que no consta en ningún mapa y que no tiene nombre no he podido hablar con nadie. Les dirijo la palabra, les pregunto cosas, pero nada; nadie me contesta. Me miran a la cara y no dicen nada. Ni siquiera dejan entrever que no me entiendan. Nada. No dicen nada y siguen con sus tareas  y sus cosas. Y sin embargo no me hacen sentir extraño, al contrario, todo va muy bien; pero eso de que no hablen. Yo me pregunto a veces si es que acaso todos serán mudos. Mas no lo creo. Anoche vi a una niña que lloraba. Gesticulaba con las manos y emitía sonidos entremezclados con los lloros que yo no entendí. De aquí deduzco que son capaces de hablar. Lo que no llego a entender es por qué conmigo no lo hacen. Entre ellos se entienden con una simple mirada o con un gesto; no necesitan hablarse, pero yo no soy uno de ellos. Necesito oír a alguien. Por ahora duermo en la misma casa en la que me encontré solo el primer día, incluso lo hago en la misma habitación. No pongo en duda de que fueron ellos los que me encontraron debajo de aquel pino que me inspiraba más confianza que los demás y me trajeron hasta aquí, con ellos. Me ayudaron, posiblemente me salvaron de alguna amenaza y yo les estoy agradecido por ello. Estoy seguro de que si sigo vivo es por ellos. Me salvaron la vida, luego  estoy en deuda con ellos, algo les debo. Lo que no llego a comprender es  por qué practican esa fea costumbre de no hablar. Ni siquiera entre ellos, por lo menos cuando yo estoy delante. Un sencillo gesto les basta. Es un pueblo aislado de la civilización: no tienen electricidad, ni conocen la radio  y mucho menos la televisión. Sus métodos de trabajo, por lo que he podido observar, son muy rudimentarios: agricultura e industria artesanal. No son muchos habitantes, unas  trescientas personas  más o menos, hay pocos niños pero bastan para dar el punto colorista de alegría preciso a este pueblo. Juegan, corren, se pelean, se distraen, se divierten como niños que son  ayudan en sus casas, pero no hablan. Son mudos, estoy seguro de que son mudos. Es un pueblo que se autoabastece, es suficiente para sí mismo, no necesitan nada de nadie que provenga de fuera. Yo pienso que es por eso que no hablan ellos. Son felices así, a su manera, y a fuerza de la costumbre de no hablar, se les han atrofiado las cuerdas vocales. Incluso creo que han olvidado cómo son las palabras. Me gusta este sitio, la verdad: estoy muy bien con ellos, todos son muy amables conmigo, se esfuerzan por regalarme cosas, por ayudarme en todo, por hacerme mi estancia con ellos agradable, son muy generosos: soy su invitado: por eso lo hacen, estoy convencido, pero eso de que no sepan  o no quieran hablar...
Sí, me gustaría mis queridos amigos, teneros a todos vosotros reunidos aquí,  a mi lado  con esta gente tan maravillosa. Estaríais muy bien aquí con ellos y tendríamos la oportunidad de poder hablar de muchas cosas entre nosotros, de poder decirnos lo que siempre hemos pensado de cada uno y que no hemos tenido el valor suficiente de echárnoslo a la cara, estoy seguro de que a ellos no les importaría. Podríais hablarme y explicarme  todas esas cosas que habéis hecho y vivido  después que yo os abandoné porque ya no os hacía falta. O tal vez porque era yo quien no os necesitaba. Puede que fuese un poco de ambas cosas. Seríamos todos muy felices aquí. Y cuando no supiéramos qué hacer iríamos a dar vueltas por el bosque y nos sentaríamos debajo del pino grande y majestoso que dejaba filtrar entre sus ramas los rayos del sol de junio. Sería maravilloso. Me gustaría que esto lo pudieran ver todas las personas que yo amo: serían todas felices aquí en mi compañía. También me gustaría que estuvieran aquí esas personas que nosotros conocemos y que nos repugnan, esos pelotas asquerosos,  egoístas hipócritas que se aprovechan de todos nosotros. Siempre con una sonrisa a flor de piel, forzada, siempre diciendo a todo que sí, siempre observándote para engañarte, para aprovecharse, estrujándote todo lo que pueden para sacarte tu última gota de sangre y quedarse con ella.
Sí, todos esos también me gustaría que vieran esto. Pero pensándolo mejor, no, será mejor que ellos no lo vean nunca.  Vendrían enseguida, como aves de rapiña, bien aleccionados, preparados desde su tierna infancia, para chupar la sangre de estos benditos que todavía conservan toda la pureza de la inocencia, que desconocen la maldad humana. Mejor es que sigas mi consejo: primero pegadles un tiro a todos ellos, matadlos, deshaceos de ellos, y una vez que no quede ninguno, podéis venir aquí, a mi lado. Eso es, pegadles un tiro, matadlos y  tened la seguridad de que habréis hecho un gran beneficio a la humanidad aunque ésta nunca os lo reconocerá y mucho menos os mostrará el más mínimo agradecimiento: gente como esa sobra en el planeta, hay demasiados, abundan como setas en el bosque en un setiembre lluvioso, pegadles un tiro y después este paraíso será ya de todos.
Ha pasado un año. El sol del mes de junio ha regresado para alegrarnos un poco la vida con su presencia. Y yo continuo en su compañía. Les ayudo en el campo y en todo lo que puedo: les he enseñado muchas cosas, les he ayudado a construir nuevos útiles y herramientas  para que todo aquello que precisan lo obtengan sin tanto trabajo, incluso hemos hecho una noria grande y todo un sistema de cañerías para llevar el agua desde el rio y la fuente hasta sus casas y hasta los  campos faltos de riego.  Hemos, juntos, racionalizado el trabajo y ellos están muy contentos: me aceptan como uno más de la gran familia que ellos forman. No obstante,  siguen sin hablar. Ahora estoy seguro de que si no me hablan es porque no saben ni pueden, son mudos. Viven y conviven entre ellos sin tener ningún contacto con el mundo exterior, así que aunque naciera algún niño no mudo -digo yo-, éste quedaría condenado a no poder hablar porque nadie le podría enseñar  a hacerlo. Es por esto que no se preocupan de escucharme: no podrían contestarme nunca. Acogen de muy buen grado todo lo que yo hago y todo lo que les enseño y ellos aprenden y se amoldan muy rápidamente. Hay bastantes viejos muy simpáticos y agradables; yo creo que aparentan ser mucho más jóvenes de lo que en realidad son. Me gustaría poder conversar un rato, aunque sólo fuese un poco nada más, con alguno de ellos. Es lo único que encuentro a faltar.
No hace mucho, una noche en casa de uno de ellos, comencé a hablar y hablar yo  solo sobre mis cosas, sobre mi mundo, sobre lo que yo hacía antes y me di cuenta de que uno de ellos, el propietario de la casa, me escuchaba y estaba muy atento a todo lo que yo decía, ensimismado en mis palabras, asintiéndome con la mirada. Apenas me percaté de su interés me dirigí a él, pero éste, incómodo,  se hizo el tonto: como si no entendiera nada de todo cuanto yo le decía: se estaba  haciendo voluntariamente el sordo. Aquella noche saqué de allí la impresión de que aquel anciano sabía hablar, o que al menos podía ser capaz de hacerlo, y que me comprendía perfectamente, pero que por algún motivo no quería decirme nada, tal vez existía alguna razón ancestral por la que prefería permanecer mudo, y yo debía averiguar cuál era ésta. Así que a la noche siguiente regresé  a su casa decidido a hacerle hablar.  Volví a dirigirme a él y el anciano me escuchaba y observaba todo atentamente, mas no me replicaba. Al final de la noche, cuando nos quedamos ya solos, y después de mucho hablar y hablar y de interrogarle sobre el por qué de todo cuanto sucedía allí, sin obtener nunca respuesta, le pedí que al menos me dejara conocer su nombre. Yo deseaba saber cómo se llamaba el hombre que me escuchaba, quería conocer el nombre de la única persona  a la que no le importaba demostrarme que al menos se preocupaba de escucharme. No dijo nada, no obstante cogió un carbón del fuego y escribió con trazos poco seguros pero legibles en el suelo: me llamo José Martín Cercós y tengo 116 años. No escribió nada más, pero me hizo un gesto como pidiéndome que no se lo revelara a nadie.
Aquello me alegró mucho, no sólo me escuchaba alguien y era capaz de entenderme, sino que aquel hombre tan anciano, por lo menos él,  sabía además escribir su nombre y sus apellidos. Me sentí, desde aquel preciso momento, mucho mejor. Una extraña sonrisa en sus labios me demostraba su complacencia por el hecho de que yo ya supiera algo de ellos, aunque este algo fuera tan poco e insignificante. Al menos sabía ya que había uno que se llamaba José Martín Cercós y que tenía 116 años. No los aparentaba, pero si él afirmaba que los tenía, no me cabe la menor duda de que era cierto. Es el primer dato que conozco de ellos y ya es algo para empezar.
Anoche volví a hablarle y a interrogarle sobre demasiadas cosas que bullían desde hacía demasiado tiempo en mi cabeza. Estuve mucho rato en su compañía. Y por fin me sorprendió. Lo esperaba desde hacía días pero me sobresaltó lo repentino del acontecimiento.
Me miró  con fijeza a la cara, me observó con sumo detalle, como si estuviese estudiando mis rasgos faciales o tal vez buscando y encontrando las palabras idóneas para comenzar nuestro diálogo. Sin saber apenas cómo, de pronto estaba oyendo su voz. Por un breve momento creí que todo era una alucinación mía. Y no, el anciano había comenzado, se había decidido al fin, a hablarme. Empezó diciéndome que su nombre y su edad yo ya los conocía. Que allí todos se llamaban igual, ninguno tenía nombre excepto él, pero que todos eran, más o menos, familia. Él era el único que sabía hablar y escribir porque una vez marchó del pueblo siendo él  muy joven. Estuvo defendiendo a su patria y al rey en la guerra de Cuba. Me explicó muchas cosas que le sucedieron allí, pero prefiero no ponerlas ahora porque él me lo solicitó así. Después regresó al pueblo y ya no ha vuelto a salir nunca más de aquí. Es así feliz, con los suyos, y jamás se ha planteado dejarlos,  afirma  que nada más la muerte le separará de ellos. Me explicó que este pueblo es muy antiguo, data de tiempos de los reyes Católicos. Se formó a partir de de un matrimonio que vivió allí en tiempos de la Reconquista. Los dos cónyuges - la verdad es que me extrañó sobremanera el oír esta palabra salida de sus labios - eran sordos y la superstición del pueblo en el que habían nacido  les obligó a refugiarse para salvar la vida aislándose del resto del mundo en este paraje tan apartado del mundo cotidiano. Poco a poco se les fueron uniendo otras familias de sordos que se enfrentaban en los pueblos cercanos al mismo señalamiento. Ellos eran conscientes de que no estaban endemoniados como se decía en todas partes, sino únicamente eran sordos. Como no podían oírse los unos a los otros dejaron de hablarse. Total, para qué. Aprendieron a convivir sin palabras. Se comprendían muy bien mediante el lenguaje mímico. Sus herederos también nacieron sordos así que prefirieron permanecer en este exilio voluntario. Poco a poco prescindieron también de los signos: una mirada, un pequeño gesto les bastaba para comunicarse y comprenderse. Y de esta forma ha seguido ocurriendo siempre desde entonces. Cuando nace un niño normal, vamos,  que no es sordo, la comunidad lo considera y lo acepta como un sordo más, y no le enseñan a hablar. Total, aunque hablara, nadie le podría entender y mucho menos responderle. Lo cierto es que nadie sabe hablar. Son sordomudos para siempre. Podrían aprender si hubiese alguien en la comunidad que les enseñara, pero como no podrían entenderse, entonces: para qué. Él habla porque aprendió a hacerlo cuando estuvo en la guerra de Cuba -se siente dichoso de haber estado allí- porque él no es sordo, puede oír y le enseñaron a hablar entonces. Pero él quiere demasiado a los suyos y no ha querido  abandonarlos  nunca más  temiendo siempre que alguna vez llegara alguien del exterior y ellos  con toda seguridad podrían quedar indefensos, no tienen recursos a su abasto para defenderse de una agresión así, son demasiado inocentes, demasiado confiados, no conocen la maldad humana, sólo él que sabe hablar podría entonces defenderlos. Por eso no se ha vuelto a marchar nunca más. Le extrañó mi pregunta de por qué no se preocupaba él de enseñar a hablar a los niños que nacen y que no son sordos de nacimiento. Y tenía toda la razón en su respuesta, al menos yo lo comprendí: podrían hablar si fuesen capaces de oír lo que se les dice, pero  qué sentido tiene que unos hablen y otros no cuando la mayoría de ellos son sordos de nacimiento y en su mayoría y por lo tanto no podrían relacionarse con la facilidad con que ahora lo hacen. Es más, con toda seguridad se desvanecería el halo mágico que ahora les protege y comenzarían las envidias, las peleas, las diferencias entre unos, hablantes, y los otros, sordomudos. José tiene la seguridad de que los hablantes tratarían tarde o temprano de aprovechar su arma lingüística para aprovecharse de los demás. Y eso no deberá ocurrir jamás, no sería justo. Están muy bien así y es mejor que nada les obligue a hablar. Fue entonces cuando me enseñó una habitación especial en la que conservaba muchos libros. Me dejó perplejo. Era lo último que me cabía esperar de aquel hombre tan íntegro y sorprendente. Me dijo que él leía mucho, que era un amante de la cultura, y que muchos de los libros se los sabía de memoria de tantas veces que los había leído. Sin embargo se trataba de una biblioteca  muy atrasada: allí estaban Cervantes, Calderón, Quevedo, Tirso de Molina, Fernando de Rojas, María de Zayas, el padre Feijó, Góngora, los Moratín, Espronceda, Larra y muchos otros para mí no conocidos. El libro más moderno que allí había databa de una edición de 1898. Se trataba nada menos que de las Rimas y Leyendas de G.A. Bécquer. Me extraño un poco la existencia de este libro allí. No obstante me alegró mucho de poder ver todos aquellos tomos manejados, leídos, releído, consultados, memorizados por un hombre sencillo como aquel en un pueblo casi fantasma: resulta raro encontrar una persona que se haya preocupado tanto por la cultura como aquel anciano poseyendo de tan pocos medios.
Hablamos mucho sobre todos ellos, le hice saber  de los nuevos libros que ahora se escriben. Que yo también era uno como aquellos: le hizo gracia: me confesó que no esperaba que yo fuese un escritor, pero que siendo así, le gustaría poder leer en alguna ocasión  algo mío. Al final de la conversación me atreví a hacerle la pregunta que todo el tiempo había estado rondando en mi cabeza: ¿por qué?. Él no me entendió. Tuve que explicárselo mejor: por qué motivo último él y los suyos deseaban permanecer así, alejados, olvidados del resto de los hombres. Me contestó que todo era muy sencillo de explicar y que de algún modo ya me lo había hecho saber: ellos tienen conocimiento de que existe una civilización más allá de sus límites: la han visto de lejos, pero nunca se han querido acercar hasta ella per miedo. Han permanecido muchos años incomunicados, aislados totalmente y un posible regreso a dicha civilización supondría un gran peligro para ellos con toda seguridad, sería como un trauma -otra palabra que él dijo y que me extrañó mucho que la conociera- para todos. Dudan de las posibilidades que les puedan ofrecer y de las apariencias de la civilización actual. Creen que los convertirían en un espectáculo. En un circo para ser más exactos. Y ellos no desean ser instrumento de diversión de nadie. Tienen toda la razón del mundo. Son felices así. Se conforman con lo que tienen, no exigen nada a los de fuera, sólo que desconozcan su existencia. Están seguros que el conocimiento de su existencia por el resto de los hombres les perjudicaría en demasía. Como lobos hambrientos de gloria y de poder se volcarían sobre ellos, serían una atracción novedosa para las familias que irían a verlos los fines de semana, se les convertiría en la atracción humana, en el espectáculo humano para diversión de otros humanos. Abominable. Y ellos están indefensos ante esta civilización. Yo sé que no tanto, pues la conocen demasiado bien, aunque ellos no se den cuenta de ello. No obstante, y a pesar de todo, los comprendo perfectamente, ya pienso como uno más de ellos. Yo soy el único que conoce su existencia, mas no revelaré nunca dónde están porque aquella noche le prometí al viejo José que no los delataría jamás ante los míos ya que ahora yo también soy uno de ellos, al menos siento que los míos son ellos y quiero mucho a todos ellos. También les juré que no los abandonaría nunca porque después de conocerlos, es mi deseo permanecer allí con ellos para siempre.

A la mañana siguiente un rayo de sol me despertó. Estaba yo echado bajo aquel pino que me inspiraba más confianza que los demás. Estoy seguro que ellos me dejaron allí, donde un año antes me encontraron dormido, para que yo volviera con los míos, con mi mundo. No sé, pero entonces dudé de la veracidad del relato: puede que todo fuera un delirio causado por aquel rayo de sol que se filtraba entre las hojas de los pinos. Sin embargo, ahora que ya he arreglado todas mis cosas, ahora que ya hace mucho tiempo de todo aquello, estoy seguro de su realidad. Sé que todo fue real y estoy seguro de que algún día regresaré con ellos porque desde entonces ellos son los míos. Una vez se lo prometí  al viejo José, a mi querido y entrañable José. Le dije que nunca les abandonaría y cumpliré más pronto a más tarde mi palabra. Volveré allí, con ellos, de donde nunca debí salir. Volveré porque me necesitan y mi sitio está allí, a su lado para ayudarles y ser uno de ellos. Lo prometí y lo prometido es siempre deuda hasta que se paga. Cumpliré mi palabra dada: un día volveré con ellos y nunca más los dejaré solos.