ANDRÉS MARCO

martes, 10 de junio de 2014

LA MANO


LA MANO

Desde muy joven siempre tuve la misma obsesión: aquella mano grande, musculosa unas veces y huesuda, incluso nervuda,  otras, que siempre se me aparecía y que veía cuando menos lo esperaba. Se hacía visible porque sí, sin que yo la llamara o me obsesionara con su necesidad. No la precisaba para nada, es más, no entendía por qué se hacía presente sin que nadie la  reclamara. Hubo un tiempo en el que incluso llegué a temerla y a odiarla. ¿Qué representaba? ¿Qué significaba? ¿Qué sentido tenía su presencia? ¿Por qué sólo se materializaba conmigo, cuando yo estaba sólo? Nunca conseguí  saberlo y  estoy convencido de que jamás lo  sabré. El por qué de su presencia es algo que se me escapa. Después, con el tiempo, dejé de mirarla con recelo e incluso logró hacérseme familiar. Estaba ahí, me había acostumbrado a su presencia, ya no me molestaba. Tampoco interfería en  mi vida. Era como una sombra que me seguía a todas partes. Incluso llegué a la conclusión de que se había constituido en algo así  como una señal de alerta o algo por el estilo.
La mano era  simplemente eso, una  mano, aunque no parecía demasiado humana. Al menos yo no la veía así. Una mano cortada, sin brazo ni ningún otro tipo de continuidad. Además, siempre llevaba puesto un guante. Y, la verdad, no sé por qué razón. No dudo de que sus motivos tendría. El asunto es que éste no siempre era el mismo, aunque sí en cuanto a la forma y modelo. Lo único que variaba era su color: unas veces negro, otras blanco, en ocasiones  rojo y en algunas otras era una amplia gama de colores que nunca había visto yo hasta entonces.
Era insólita, extraña, rara. Habituado a su presencia como un  elemento ya más que familiar, a veces se me ocurría dirigirle la palabra o bien  hacerle preguntas como se hace con cualquier ser humano, pero nunca me contestaba. Siempre quieta, impertérrita, ocupando su lugar como una estatua de mirada inexpresiva y con los ojos puestos en el infinito, como si la cosa no fuese con ella. Cuando llegué a acostumbrarme y verla como un elemento más de mi entorno familiar, continué dirigiéndole la palabra, aún a sabiendas de que no iba a responderme, No obstante, sí dejé de interrogarla sobre cosas que  según mi intuición podían resultarle molestas, por no decir incómodas e incluso agresivas, dado que ésta era la única evidencia que tenía de ella. Así que me limité a saludarla cuando aparecía y también a hacerle observaciones sobre las cosas más triviales y  que no supusieran conflicto. Y siempre me contestaba con un ligero movimiento de los dedos o bien emitiendo una jerga de sonidos extraños e indescifrables para mí.
No niego que a veces creí que se trataba de un ser extraterrestre, que era un habitante de algún otro planeta, que iba perdido o desorientado y que esperaba que yo le ayudase, que yo le marcara el camino de regreso. Pero ¿cómo podía hacerlo yo si desconocía todos sus motivos? Sabiendo tan pocas cosas de aquel ser  estaba claro que a todas luces me resultaba imposible. Me faltaban datos. Esta idea duró algún tiempo en mi pensamiento y, por tanto, siempre procuraba ayudarle en lo posible, pero  nada, no tenía consecuencias.
Al final desistí de esta idea y me vi inducido a pensar que se trataba de un espíritu del más allá. De algún fenómeno no parapsicológico. Un ente venido del otro mundo. Difícil de aceptar ¿no?
Una vez paso por mi cabeza la idea absurda y tonta de lanzarle algo para ver cómo podía reaccionar y para saber  también si de alguna forma era tangible, si era material o no, pues al menos a mí me lo parecía. Estando un día solo en casa, bueno, solo del todo no, con ella que me hacía compañía, como siempre; no sé cómo ocurrió, pero ocurrió. El asunto es que le lancé un cenicero de vidrio que tenía cerca de mi mano. No tuvo tiempo de reaccionar. Éste le atravesó por completo y fue a estrellarse contra la pared. Por un momento creí que la mano gesticulaba algo, inteligible para mí pero sí algo, sonidos bastante confusos. Y continuó allí inmóvil, pensativa, como si nunca hubiese pasado  nada entre ella y yo. Yo sabía que no había sido precisamente así, sino que me había atrevido a eso, a intentar agredirla sin que mediara motivo alguno. Me callé y me quedé quieto, como atontado, mirándola fijamente, asustado, expectante, atemorizado, tenía miedo de que hiciera algo contra mí como castigo a mi osadía, algo que me hiciera arrepentir de mi acto de agresión. Mas no pasó nada. Se limitó a pasearse de un lado a otro de la habitación, rozando el techo con las yemas de los dedos -si es que a aquello se le pueden llamar dedos- y no dijo nada. Después, de improviso, sin apenas percatarme de ello ni mediar gesto alguno, desapareció.
No la volví a ver en varios días, con lo que mi tranquilidad fue en aumento pues no estando no podría hacerme nada. Y además, ahora, sabía que no era material, y eso ya era algo, y también sabía que me había abandonado, que se había ido. Por lo tanto yo volvería a ser una persona normal y corriente, como otra cualquiera, como las que veo todos los días por la calle. Y  también que aquella terrible pesadilla en forma de mano no la volvería a tener nunca más.
Transcurridos apenas  unos días me percaté del error que había cometido al hacer suposiciones tan precipitadas. Al despertarme una mañana, a la misma hora de siempre, la mano estaba allí de nuevo. Como un cuadro o un florero, ornamental, algo perpetuo, impasible,  observándome tal como lo haría una estatua. Me estaba contemplando sin más pero no se había hecho notar. Simplemente me había percatado de su regreso nada más porque había mirado  hacia aquel rincón del techo. Al ver que yo la miraba atónito  movió un poco los dedos en señal como de saludo. La saludé también yo con un leve movimiento de cabeza y ella me respondió de igual forma. Noté que estaba contenta. Y en el fondo también me alegré yo: me había acostumbrado a su compañía silenciosa y la había extrañado mucho durante su ausencia.
Cuando tuve ocasión de detenerme a pensar y aceptar lo que me estaba volviendo a suceder  me alegré todavía más. Después de mi atentado contra su integridad no había reaccionado en contra mía. Pasado su lógico enfado regresaba de nuevo  a casa y seguiría mis pasos como siempre lo había hecho. En cierta forma era hasta divertido el tenerla siempre como una señal de alerta. Cuando íbamos por la calle juntos, si a ella algo no le gustaba o le inquietaba lo que veía, se movía yendo de un lado a otro sin parar hasta que yo me fijaba en ella y entonces nos marchábamos. Me avisaba siempre de todos los peligros y siempre acertaba. Se había convertido en algo así como mi guardián, en mi ángel custodio, como si fuese mi segunda vida que velaba incesantemente por mi seguridad. Y yo me sentía muy satisfecho de tenerla. Sólo la poseía yo y con su presencia y compañía yo era un ser especial y privilegiado, aunque nunca supe claramente qué motivos le impulsaban a estar constantemente conmigo.
A medida que pasaba el tiempo nuestra amistad fue en aumento y nos convertimos en amigos inseparables. Éramos una misma cosa, como amasados y cocidos a fuego lento en un horno de fundición. Desconocía su procedencia y su naturaleza, su origen. Mas todo eso no importaba. Estábamos bien así juntos. Y de esta forma tan normal iba transcurriendo nuestra vida. Nunca más me había atrevido a hacerle preguntas indiscretas sobre su procedencia o por qué estaba conmigo y no con otras personas, por qué nada más la veía yo y mucho menos osé atentar contra su vida. Nos respetábamos mutuamente y juntos funcionábamos a las mil maravillas.
Después estuve un tiempo bastante largo sin ella. Me dejó, me abandonó. Desapareció sin darme ninguna explicación, sin decir nada. De esta época apenas consigo recordar nada. Ahora los médicos me han dicho muchas cosas sobre ella. Me explican que la mano nunca llegó a existir y que es por eso que no consigo recordar cómo era. Que sólo era el producto de mi mente enferma. Y que por eso he estado internado cuatro años en una clínica psiquiátrica. Para curarme de mi locura. Ahora, según ellos, ya estoy curado y por eso no volveré a ver mi mano. Yo no sé nada de nada, ni siquiera recuerdo haber estado en una clínica curándome de una supuesta locura. Dicen que yo estaba loco, pero no les creo. No cabe duda de que todo ha sido un artilugio de gentes envidiosas y perversas que me la han arrebatado para siempre porque ellos nunca permitirán que haya un ser privilegiado, especial, entre ellos. Por eso dicen que estoy loco. Para encerrarme y quitármela mientras. Pero yo sé que ellos no la tendrán nunca. Ella no me cambiaría jamás por otro.








II


¿Tú aquí? Ya no te esperaba. Creía que te habías ido para siempre. Pero ya veo que no es así. Sabes, suponía que no regresarías más. Me alegro de que estés nuevamente aquí conmigo. Como antes, como siempre y para no volvernos a separar jamás. Seguro que será así. Ven, acércate a mi lado y cuéntame cómo te ha ido en este tiempo tan largo de ausencia, ¿no te negarás a hablarme, verdad? ¿Cuánto ha durado esta separación? Sabes, estaba celoso, tenía celos de ti. No me lo explico, pero los tenía. ¿No quieres decirme nada? Ya sé, supongo que a mí no me interesa. Bueno, no importa. Te hablaré de mí. Y ¿qué te puedo decir yo? No recuerdo nada. Nada. Déjame ver, espera, espera, creo que ya recuerdo algo. Sí, eso, sí, eso es. Una habitación  pequeña, muy pequeña, apenas una cama  estrecha, blanca, una lámpara y nada más. Ah!, y una ventana. Calla, calla, no te muevas. No, una ventana no. No había ninguna ventana. Por favor, no hagas ruido con los dedos en el techo, estate quieta. Deja, que ya empiezo a recordar. Sí, había también una ventana, pequeña, con cristales translúcidos, opacos, ah, y unas rejas. Y unos señores horribles vestidos de blanco. Como ahora. Eran cuatro, sabes; sí, sí, cuatro. No sé por qué estaba yo allí, pero lo cierto es que estaba. Y tú no, ¿verdad que no estabas? ¿O sí que estabas?
Bueno, qué más da, lo pasado pasado está. Tú estás aquí otra vez y no te volverás a ir. No me abandonarás ¿verdad? No, no me dejaras. Estoy seguro. Si tú te vas regresarán esos hombres. Sabes, me tienen prisionero y no me dejan salir de aquí. No, no me lo permiten, Me vigilan a todas horas. Mira, ves aquel cuadro, pues me observan desde detrás de él, siempre hay alguien mirándome. No, no te acerques tanto, te pueden ver. Ellos dicen que tú no existes, que eres un producto que mi mente enferma ha creado, pero yo no les creo. Sabes, según ellos ahora ya estoy curado. Lo importante es que estás aquí. Qué ilusos, no creer que tú seas una realidad. Lo eres, ¿no? Dímelo, díselo  a ellos. Que estás  aquí, a mi lado, conmigo, que estás de regreso tras unas largas vacaciones  y que a partir de ahora  no dejarás que me hagan ningún daño... Díselo, hazlo por mí. Para que vean que no estoy loco y que no miento nunca. Me harás ese favor ¿verdad?
Sabes, he decidido que mañana iremos los dos al parque a ver cómo juegan los niños. Me acompañaras, ¿eh? Será como hacíamos antaño. Y no te separarás de mí ¿verdad? No nos dejaran salir.  Sin embargo nos iremos, y no nos lo podrán impedir porque tú puedes con ellos. Me defenderás de ellos, de su acoso. Y no volveremos hasta que queramos. Y después iremos por las calles. Eso, por la noche iremos a ver las luces de los escaparates. Vendrás ¿verdad? Sí, seguro que vendrás. Tú no me puedes fallar. Vendrás. ¡Oh!, mano  extraña, fatídica, extravagante, intrigante, fiel guardián de mi vida
¡Cuán falta me hacías! Fíjate, date cuenta de que no puedes abandonarme. Cuando te vas vienen esos hombres de blanco y me hacen daño. Me dan cosas que yo no quiero. Y aunque me niego me hacen hacer lo que quieren. Lo hago siempre. Pueden conmigo porque tú no estás. Mas ahora será diferente, porque no me abandonarás nunca. ¡Prométemelo! ¡Prométemelo! No me dejarás nunca más solo. Por qué te pones tan negra. Qué pasa. No será nada malo. ¿Oyes?, ya vienen. Vete, que no te vean. No quiero que te vean. Vete. No, mejor: quédate y diles todo, que eras y eres real, que existes, que estás aquí, que yo no estoy loco, que ya nunca te irás. No, deja, que no te
vean. Corre, corre, escóndete, que ya vienen, que ya están aquí.
Ya lo has visto. Lo has visto ¿no? Me han hecho daño, me han dado una cosa mala, siempre me la dan. Yo no la quiero, pero me la tomo porque dicen que es para curarme. Es para dormir, sabes. Me entra sueño y duermo bien varias horas. Es un tranquilizante o algo así. Me la dan porque me odian. Me quieren matar para impedir que esté contigo. Me quieren matar. Te das cuenta: me quieren matar. Quieren quitarme mi mano. Pero tú no les dejarás. No, no, no tampoco yo les dejaré. Eso no sucederá nunca. No, no. Eso sí que no. Tengo sueño, sueño...sueño. Quiero mantener mis ojos abiertos, pero no puedo. Es más fuerte que yo. Tengo mucho sueño. Voy a descansar. Me hace falta. Sabes, dicen que debo descansar mucho, que me va muy bien.
Dicen que ya no tengo remedio. Me llaman otra vez loco. Pero estoy cuerdo. Lo tengo clarísimo. Jamás he estado tan lúcido como ahora. Yo lo sé porque tú estás conmigo, a mi vera, cuidando en todo momento mi sueño, velando...vigilando para que no me hagan más daño.  Me duele la cabeza. Me pesa mucho. Me da vueltas y más vueltas. Gira y aunque intento yo detener ese rotar aferrándola con fuerza con mis manos, no lo logro. Tengo sueño...sueño...No puedo más. Si vuelven no les dejes entrar. Yo sé que cuando duermo ellos vienen y me hacen muchas cosas mientras. Pero sólo cuando estoy durmiendo. Sueño...sueño. Dime  cosas,  no te calles, lo que sea, no importa, pero intenta que me mantenga despierto. No dejes que me duerma. Me da miedo el silencio del sueño. Tengo pesadillas horribles. No me abandones ahora. Habla, habla, habla para que no me duerma. Dormir ...sueño,..loco,..mano...sueño...locura...todo es lo mismo. Todo resuena en mis oídos. Es igual. Es como un ligero zumbido. Todo da Vueltas a mi alrededor, la habitación gira y gira,  locura, loco, loco, todo da vueltas. El techo y el suelo se confunden, son lo mismo. Sueño que estoy loco y cuerdo a la vez. Loco, loco, loco, loco... ¡No! Loco no ¡Eso nunca! Mano, ven. No te vayas ahora, hazme ese pequeño favor, hazlo sólo por mí. Loco...loco...pesadillas. Todo es una pesadilla, quiero despertar...una tortura permanente...un tormento que nunca cesa y que puede más que mis fuerzas. Una locura que... gira y gira sin ...cesar, sin ...ningún freno que la pare. Locura ...loco...loco. No puedo más. Loco, loco...loco....











-III-


Sí, ciertamente la mano volvió y estuvo conmigo en aquella habitación. Vino a verme en mis últimas horas, a despedirse en mi marcha. Quería estar a mi lado en esos  momentos cuando el último aliento de vida decide abandonarte para siempre.
Ahora sé que estuve cuatro largos años en un manicomio y después en casa seis meses sin la mano. Y un día volvieron a por mí con un coche blanco y me llevaron nuevamente allí. Me cerraron en la misma habitación porque volvía a dar indicios de locura, según ellos, claro está. A mí nunca nadie me quiso escuchar, nadie jamás me hizo caso y sin embargo  ellos nada más tenían que abrir la boca. En su manicomio estuve hasta que llegó mi muerte. Ellos me observaban y me cuidaban. Eso al menos es lo que siempre sostuvieron. Les debo estar agradecido. Pero no había remedio posible para mi mente trastocada.  Mi demencia pudo más que mi vida y acabo con ella.
Mas sucedió algo inesperado. Aquella mano grande, carnosa unas veces, huesuda otras, de distintos colores, con un guante siempre puesto, a pesar de que una vez atenté contra su integridad, había vuelto a despedirse de mí en mis últimas horas. Quería decirme el adiós final, el hasta siempre. Quiso que me dejaran morir en paz, sin más tormentos, sin más medicamentos, sin más pesadillas, sin más hombres de bata blanca que me dieran cosas. Que pudiese morir tranquilo, solo, con ella: mi única compañera fiel, con mi bienhechora, con lo que para mí era como mi vida. Porque era precisamente ésta la que se iba para siempre.
Ahora ya estoy muerto. La vida me abandonó  en aquella lúgubre habitación blanca, pequeña, con un lecho estrecho, diminuto, en el que apenas cabía una persona y una ventana  de cristales traslúcidos con una reja metálica. Después me arrojaron en la fosa común del cementerio, pues nadie se hizo cargo de mi cuerpo. Y ya ven, estoy bien y libre de todo, hasta de mi supuesta locura. Sin embargo yo no he regresado para decirles todo esto, sino para testificar y afirmar que la mano existió, que estuvo conmigo. Que era auténtica. Era una realidad y no una fantasía mía. La mano era una mano y nada más. No era material. Pero eso sí, era una mano.



No hay comentarios:

Publicar un comentario