ANDRÉS MARCO

miércoles, 24 de junio de 2015

MARISOL

Marisol es una niña pequeña, de unos diez años de edad, rubita ella, con el pelo largo y lacio, sedoso, que le cae suavemente por los hombros. Es más bien una niña alta para su edad y delgada, nerviosilla, inquieta, distraída, incapaz de estarse sentada demasiado tiempo seguido en un mismo sitio. Le gusta mucho jugar, y no es que se divierta con sus muñecas: tiene muchas y no les hace apenas caso; prefiere, ella, correr con la bicicleta, hacer carreras con sus hermanos y amigos, y participar en mil y una diabluras todos los días. Además es una niña muy bromista y dicharachera. Todas estas cosas la convierten en una chica más o menos normal y corriente. Tiene una carita alegre y simpática, ella como persona también lo es, algo redondilla con un gracioso mentón por barbilla y unos preciosos ojos exageradamente grandes y azules, que hablan por sí mismos, tapados muchas Veces por esas enormes cortinas que son sus inmensas y largas pestañas, con una boquita pequeña y juguetona, como ella, y unos dientecillos muy blancos y algo grandes que asoman entre sus labios cada vez que ella sonríe asemejando un conejillo viejo y sabio.

Marisol es una niña vivaracha y traviesa que sin saber cómo lo hace saca todos los años muy buenas notas en la escuela. Seguramente se debe a que es muy inteligente. Esto le permite divertirse mucho todos los veranos sin tener que estudiar ni dedicar hora alguna al repaso de las materias cursadas a lo largo del año. Mas este ahora las cosas son distintas: Marisol siempre anda cabizbaja, pensante, entretenida y absorta en lo suyo, ya no juega como antes solía hacerlo, su cara ya no refleja la ilusión infantil de antes, hay algo que la ha transformado hasta tal punto que parece irreconocible incluso para los suyos: es una niña completamente distinta. Su familia, sus papás sobre todo, están asombrados con este cambio, les ha cogido de sorpresa. No pueden comprender cómo la muerte de la abuelita de Marisol  ha podido influir tanto en la niña si tenemos en cuenta que es pequeña y además está educada desde la más temprana edad  con muy buenos principios. Sin embargo, desde que murió la abuelita y la incineraron Marisol no ha vuelto a levantar cabeza. Ella sabe de sobras que lo mejor que podía sucederle  a la mamá de papá era morirse porque llevaba ya demasiado tiempo enferma postrada en la cama, padeciendo mucho y ahora, después de muerta, ya no iba a sufrir más y todos, especialmente la abuelita, descansarían al fin. Marisol había aceptado este hecho como algo natural y lógico, incluso pensaba que la abuela, con todo, ya era algo viejita y tenía ya suficiente edad como para morirse. Sería equivocado creer que el problema de la niña radica aquí esencialmente.
No, no es éste el caso. Ella estaba muy preocupada y la causa era la muerte de la abuelita, eso desde luego, pero no expresamente que fuese su abuelita, sino el de la muerte en sí, el hecho de tener que morirse, lo que en su cabeza daba vueltas desde hacía días era el problema que se planteaba con la incineración.

Un día Marisol ya no pudo aguantar más sus dudas y sus pesares y toda decidida fue a buscar a su papá a su despacho para hacerle algunas preguntas que quizás podrían resolverle fácilmente su problema. Entró en el despacho sin llamar a la puerta y  sin aguardar a que le dieran permiso para pasar, siempre lo había hecho así y esta vez no tenía por qué cambiar de costumbre, además, papá ya estaba habituado a esta forma de proceder, aunque no le agradaba, y ya no la reñía por ello. " Papá ",dijo sin más al entrar allí. "Pasa, hija, pasa ", le contestó su papá sin levantar apenas la vista de los papeles que tenía sobre la mesa. La niña pasó y se sentó en una silla al otro lado de la mesa, enfrente de su papá  sin decir nada y aguardó, como era su costumbre, a que papá se dignase hacerle un poco de caso. Volvía a estar inquieta y no paraba de moverse a pesar de estar sentada, intentaba no hacer ruido para no molestar. Era consciente de que ella allí era una intrusa que venía a perturbar el trabajo de papá, porque él, pese a que ahora estaban todos de vacaciones, no descansaba nunca. Pasaba el tiempo y Marisol no pudo aguantar más aquella especie de silencio no pactado, aquella actitud de no hacerle caso de su papá y al fin estalló diciendo: "Papá, ¿cuando yo me muera también me quemarán como a la abuelita?“   La pregunta sorprendió  a su padre, mas la contestó inmediatamente sin levantar la vista de sus asuntos: "Sí, hija mía, también te incinerarán como a todos nosotros "."Pues sabes, papá, yo no quiero que me incinereren, bueno...como se diga eso". Papá dejó lo que estaba haciendo para dedicarse por completo a la niña. Estas preguntas eran raras en ella. Jamás las hacía. Hasta el momento era una niña feliz con sus estudios, sus obligaciones, con sus ratos de juegos sin cuestionarse aún las grandes preguntas de la vida. "Vamos a ver, y ¿por qué quiere mi hija que no la incineren?"  "Verás, papá, si es muy sencillo. La abuelita y tía Matilde siempre han dicho que cuando uno se muere va su alma al cielo y que llegará un día en el que los muertos resucitaremos, las almas volverán a sus cuerpos y será el Juicio Final y todos, entonces, iremos al Paraíso. Y como comprenderás, si me queman al morir, cuando vuelva no tendré cuerpo, seré toda ceniza y no podré ir con todos y tendré que quedarme aquí para siempre, ¿ lo entiendes ahora?"  "Pero hija, ¿de dónde has sacado tú todas esas cosas?  Si todo eso es mentira" “ No, que la tía Matilde siempre lo dice". "No hagas caso a la tía, es una vieja solterona y está cargada de manías. Ahora nos incineran a todos porque como somos tantos no podrían enterrar a todos además que es mucho más higiénico, así que hace mucho tiempo ya que se decidió adoptar esta medida más sencilla, fácil e higiénica: quemar a los muertos, de este  ocupan menos lugar"."Pues sabes lo que te digo, que yo quiero que me enterréis bajo tierra". "Pero Marisol si tú no te vas a morir aún, que sólo eras una niña con demasiado tiempo a disfrutar por delante". "Sí que me voy a morir porque rezo mucho para morirme muy joven. Quiero morirme siendo joven y bonita". "Y, ¿eso por qué?". "Pues mira, papá, es bien sencillo: si ha de llegar el día en que todas las almas volverán a sus cuerpos, yo, entonces,  si muero vieja como la abuelita seré muy fea y estaré muy pachucha y sin ganas de hacer nada, sólo ir de la cama a la butaca renqueante y con un bastón y poco más y no quiero, prefiero morirme muy joven para que cuando resucite mi cuerpo sea fuerte y bonito y entonces todos me mirarán cuando yo pase al lado de ellos". "Mira, hija, tienes que olvidar toda esa sarta de tonterías que no sé quién te ha metido en la cabeza y no hacerle más caso a lo que tía Matilde diga. Yo tenía una tía, la tía Pilar, que murió mucho antes de que tú nacieses, que siempre decía que cuando nos morimos y nos entierran nos pudrimos enseguida y nos comen los gusanos y dejan nuestros huesos bien blancos y bien limpios, sin nada de carne. Y yo sigo diciéndote que estos gusanitos son después comidos por otros más grandes y estos por otros más grandes y estos por otros más grandes comidos a su vez por otros animales que los hombres matamos para comérnoslos. Y entonces resulta que nosotros nos comemos el cuerpo de los muertos. ¿Tú quieres ser comida por los gusanos y que después te coman los hombres?." "¡No!¡Aggg! ¡ qué asco!, no, papá,  no quiero que me coman ni que me entierren. Claro que entonces  ¿qué pasará cuando yo resucite si no encuentro mi cuerpo?". "Pues nada, Marisol,  serás incinerada y tus hijos y tus nietos guardaran tus cenizas". "Y cuando resucite ¿resucitarán también mis cenizas y se convertirán en mi cuerpo otra vez?"  "No lo sé, hija, supongo que todo eso que dice  tía Matilde puede ser muy bien mentira. Los cuerpos de los muertos no resucitan. Lo que sobrevive, según dicen, son las almas .No le des más vueltas al asunto y juega y diviértete que ya tendrás tiempo de pensar en todo esto cuando seas más mayor  ¿de acuerdo?". "De acuerdo papá".

Marisol salió del despacho no demasiado convencida con las explicaciones que papá le había dado. El problema seguía existiendo. A la hora de comer casi no probó nada, aquello debía tener forzosamente una explicación más correcta. A la noche hablaría de todo ello con mamá. Tal vez ella sería capaz de encontrar la solución. Aquella tarde se decidió a hacer caso de las palabras de papá y volvió  a divertirse mucho con su bicicleta: ganaba a todos porque era la mejor, la más rápida. No pensó más en el problema de su muerte. Por la noche, a la hora de la cena, tenía mucha hambre y comió todo lo que le pusieron en el plato. Después se acostó como siempre solía hacerlo, habiendo tornado largo  rato la fresca para dar tiempo a que la digestión estuviera hecha como papá  decía siempre.

A la mañana siguiente, con el sol del nuevo  día ya muy alto la niña se levantó como siempre,  sintió hambre y desayunó muy bien. La idea de la muerte había desaparecido de su mente. Volvía a ser la Marisol traviesa, vivaracha y juguetona de siempre. La Marisol alta y delgada, nerviosilla e inquieta, distraída, incapaz de estar demasiado tiempo seguido quieta en un mismo sitio.





jueves, 11 de junio de 2015

LA FELICIDAD ES SENTIR

 La felicidad es sentir  ahora que nada te falta
y no que tienes todo cuanto deseas y quieres,
porque el deseo es ilimitado y al final  te agota
al ver que todo  lo que  anhelas  aún no lo tienes.
La felicidad no es más que una suma de instantes
en los  que la mente  rebelde  en blanco mantienes,
en los que no piensas en después ni añoras un antes,
la felicidad  pasa y aunque  quieras no se detiene.
La  felicidad es en invierno esa sillita al sol plácido
es esa sillita a la sombra en las tardes de verano
mientras te convences  de que la vida es muy breve,
la felicidad es esa sillita, pequeña sí pero muy fuerte.



jueves, 4 de junio de 2015

MI PUEBLO

Cuando llegué a mi pueblo aquella mañana  de cielo cubierto de nubes que presagiaban lluvia no se
veía a   nadie en las calles.  Era lo acostumbrado, lo normal. Nadie deambula sin más, sin un objetivo  específico. Mis paisanos siempre consideran que hacer esto es una vil manera de perder el tiempo. Como si al hacerlo sintieran que el tiempo se les escapara. Yo ya lo sabía. Máxime cuando pienso que deambular, perder el tiempo sin objetivo en la calle, observar y relajarse, mirar a los otros, detenerse en las cosas que puedan llamarnos la atención siempre es bueno. Sólo se aprende a partir de la mera observación. Me apee con suma cautela  del coche de línea: un autocar viejo, destartalado y renqueante: más bien asemejaba una reliquia de la pasada guerra que un autobús que pudiera funcionar todavía. El conductor también tenía el mismo semblante: pequeño, algo jorobado, enjuto, taciturno, mohíno. En resumen: hombre de pocos amigos y de menos palabras aún. Hombre que no desentonaba en absoluto  con la postal del coche de línea: vehículo desvencijado, conductor descompuesto, como desquiciado deseoso de abandonar para siempre su obligación: acercar al pueblo alguna vez a algún viajero desorientado o perdido, lo cual no era mi caso. Había ido voluntariamente.
Ya estaba en mi pueblo, ahora debía interesarme ante todo por encontrar un alojamiento para mí y mis maletas. Cuando llegas la primera vez a un lugar con la intención de pasar algunos días es lo normal. No había nadie en los alrededores que pudiese ayudarme o al menos orientarme. Es lo primero que se hace siempre si ya no recuerdas las imágenes de referencia y quieres  alojarte en algún sitio acogedor y que no resulte caro. Pero nadie me esperaba, nadie sabía de mi llegada. ¿Por  qué iba a hacerlo?  Yo no había avisado a nadie de mi llegada, no reconocía ya a ninguno de los habitantes de mi pueblo y yo era allí un perfecto extraño, precisamente para los míos. Tampoco me quedaba familia en aquel lugar como para haberles hecho saber que iba a ir a buscar mi origen precisamente donde yo nací. Por todo ello se hacía totalmente innecesaria una notificación mía advirtiendo a alguien sobre mi llegada. ¿A quién iba yo a dirigirle la carta?  No lo sé, y la verdad es que no me interesa ni me importa lo más mínimo. Así que no tuve otro remedio más que preguntar a la única persona que junto a mí estaba: el chófer del autobús. No contestó enseguida. Hecho que me hizo pensar que después de tanto tiempo llevando el vehículo se había adaptado plenamente a su velocidad. Más bien me dio la impresión de que estaba dilucidando no tanto la respuesta, que debía de  conocerla de sobras, sino sobres si lo más adecuado era responderse o simplemente dejar de hacerlo y darme el chitón como respuesta. Al final se decidió por una de las opciones y me respondió que existía una fonda en la que indudablemente podría alquilar una habitación, pero que siendo yo de ciudad no sabía si... Me incomodó un poco su respuesta. El hecho de que no terminara la frase no daba lugar a saber qué pretendía decirme. No llegaba yo a adivinar qué intención se escondía detrás de sus palabras pronunciadas.
Fuera de mí le dije que no se preocupara por mi persona, que yo no se lo había pedido y que al fin y al cabo yo era natural de allí. Esta fue por mi parte  una confesión gratuita, concesión al fin y al cabo, que no debí haberle hecho nunca. Confesión no firmada ni sellada, pero ya se sabe: en estas tierras la palabra tiene más valor que todo lo que se pueda formular y demostrar en un papel escrito por muchos visos y sellos de autenticidad que lo avalen.  Ahora irían pasando de boca en boca mi hazaña interrogándose sobre quién podría ser yo. No tenía ninguna necesidad ni ninguna prisa por llegar a aclarar mi situación permanente, o tal vez pasajera, en el pueblo. No había por qué estabilizar nada ni darlo como seguro. Además, estaba más cansado de lo que podría suponerse a causa del viaje. Todo apresuramiento por mi parte sería inconsecuente y fuera de toda lógica. De este modo y con motivo de toda esta serie de razonamientos previos tomé la resolución más sensata: sentarme en el suelo y dejar pasar el tiempo descansando para de este modo tener ocasión de aclarar al máximo mis ideas, mis dudas, que hasta el momento más bien estaban demasiado confusas. Debo de confesar también que no me importaba el tener que permanecer varias horas o días, e incluso años si era preciso,  incluso hasta perder la noción del tiempo que pasa y no se detiene en aquella cómoda posición junto a mis maletas que evitaban que el fuerte viento de levante que soplaba entonces me diera en la cara.
Estaba a gusto en aquella especie de aletargamiento que no sé cuánto estaba durando: aproximadamente unos tres días, cosa que no puedo asegurar pues no había prestado demasiada atención a este hecho,  cuando alguien osó perturbar mi soledad, y por qué no mi dicha, Se había acercado con tal sigilo hasta mí que no me percaté de su  presencia  hasta que su  cuerpo tapó todo  posible e indeciso rayo de sol que llegaba tímidamente hasta mí para calentarme y reconfortarme produciendo la oscuridad total. Se quedó plantado ante mí y estuvo mucho rato mirándome en esa posición estática sin decir nada. No pongo en duda que sus motivos tendría para obrar de esa manera: ¡no me conocía! Yo era un forastero en tierra extraña, en mi pueblo, ¡increíble!, pero verdad, y posiblemente en su mente rondaba la duda de si yo estaba vivo o muerto: no me haba movido ni cambiado de posición desde que llegué y tomé la determinación de sentarme allí a descansar, en la calle, sin apresurarme a alquilar una habitación en la fonda que hubiese sido lo correcto. Pero hasta el momento no me era necesaria, no tenía por qué hacerlo. Aunque sé que la forma más correcta de obrar por mi parte hubiese sido ésta y no lo que estaba haciendo. Seguramente mi actitud habría llegado a irritar a más de una de las mentes más primitivas del lugar, sobre todo si tenemos en cuenta la pequeñez  y el alejamiento de la civilización del pueblo y también, y según me habían explicado cuando opté por hacer el viaje, la poca gente que viene de fuera hasta aquí y que cuando llega uno siempre será considerado un extraño y mirado con reticencia. Probablemente era yo el único visitante que había llegado a mi pueblo en bastantes años.
Su posición resultaba cómoda y auténticamente razonable. Tampoco me preocupé yo por dar razones a nadie. Y menos a un intruso que procedía sin tener en cuenta mi posible reacción y enfurecimiento por atreverse a molestarme en mi anquilosamiento de aquella manera tan inusitada para mí.  Tras  bastante rato en esa situación y analizándome de forma muy descarada por fin se decidió a dirigirme la palabra. Me interrogó sobre quién era yo y qué esperaba allí, sentado en la calle .No le respondí. Ya me había molestado lo suficiente. El hombre continuó hablándome: me pidió, me rogó, que fuera condescendiente con él, la gente nos estaba mirando y formaba corro a nuestro alrededor, y que buscara acomodo en la fonda: necesariamente estaría allí mejor de lo que estaba hasta ahora en la calle. Tal vez tenía razón. Accedí a acompañarle hasta dicho lugar. Él cargó con mis maletas: no podía suceder de otro modo: el invitado era yo y él el intruso en mi viaje y en mi vida. No me gustó en absoluto el aspecto de la fonda: más asemejaba una casa destartalada e inhabitable que otra cosa. Como todas las casas del pueblo, vamos, como todo el pueblo. Sabía que forzosamente, era necesario, yo no podría resistir una hora en aquel lugar. Decidí no entrar. Mi actitud le molestó un poco, mas prefiero no hacer comentario de ninguna índole sobre aquella situación tan embarazosa. Sin darle tiempo a reaccionar le pedí, una vez más que me acompañara hasta el ayuntamiento pues era allí hacia donde mi misión iba encaminada. No recuerdo habérselo pedido antes, pero en fin. Qué me importan a mí todas estas vaguedades. Nuevamente optó por callarse y acatar
de la mejor forma que le fuera posible mi orden. Así no era posible una fricción entre
ambos. Nos dirigimos prestos y sin que apenas me diera cuenta ya nos hallábamos ante el alcalde de mi pueblo .Le rogué a mi acompañante que nos dejara solos: yo debía dialogar e indagar largo rato allí con el alcalde. Tuve la impresión de que no había entendido bien lo que le había ordenado. O más bien que estaba dispuesto a hacer caso omiso de mi ruego para quedarse y enterarse de mi misión.
Aprovechando los primeros momentos de saludos y presentaciones, confusión e incoherencias, puras banalidades que siempre se dicen en ocasiones como ésta,  se apresuró a situarse en uno de los rincones de la estancia, precisamente allí donde menos se le notase y molestase, se ve que no era la primera vez que operaba de esta guisa y ya tenía su  lugar asignado de esas ocasiones, y yo preferí dejar las cosas como estaban: me planteé que podía serme útil más tarde: oportunidad que no debe desdeñarse jamás. Fue entonces, a continuación, cuando sin más trámites ni preámbulos, hechos que en toda lógica deberían haber sido precisos y necesarios, que hubiesen sido sobre todo imprescindibles dada mi situación de extraño en mis lares, pero que no los tuve en cuenta, les expliqué detalladamente mis pretensiones y mi infructuosa búsqueda. Yo quería encontrar la verdadera historia de mi apellido, mis orígenes más remotos  en los anales del pueblo. Yo sabía que un antepasado mío: Andrés Guevara, siendo alcalde, a comienzos del siglo XIX, pudo, consiguió más bien, comprar en la capital la independencia y libertad de la villa, mi pueblo, perteneciente hasta ese momento  al convento de San Miguel de los Reyes, desde que el duque de Calabria la dejara como herencia al morir a dicha institución, por la suma de cincuenta mil reales. Eso era todo, yo deseaba ahora llegar a conocer mucho más, todo lo posible y conocido y referenciado en los anales de la villa sobre él, sobre su origen y su familia para, de este modo, saber cuál es mi verdadero origen ya que soy uno de sus descendientes directos. Creo que no me entendieron ni en lo más elemental y obvio. Se jactaron de mí. Sí, sí, tal como lo oyen: se mofaron de mi proceder.
El alcalde  tomando la palabra sin que nadie ni nada le diera pie para ello me dijo sin más preámbulos ni florituras: "Mire, usted no es bien recibido aquí. Llegó sin que nadie le esperara. Su obligación, conforme a toda norma de buena conducta y justo y recto proceder, era habernos notificado por escrito y de forma anticipada su venida. Yo le ruego a usted que se olvide de todas esas cosas y que nos abandone inmediatamente y de forma voluntaria para que no nos veamos obligados a ejercer la fuerza para con usted, medida que a nadie le resultaría ni cómoda ni satisfactoria. La historia que usted me ha referido sobre su antepasado, Don Andrés Guevara, ya está escrita. No indague más  sobre sus raíces. Piense lo que le venga en gana, crea que es usted la raíz y fermento, el origen, únicamente usted, de su futuro. Créame, no se sumerja más en el pasado, a veces está lleno de lodos. La historia pertenece a los libros ya, procure hacerse digno de su apellido y de la cepa originada en usted mismo y todo lo otro olvídelo: son patrañas. Quién puede asegurar la verdad de lo que se cuenta si no lo vivió y si lo hizo nos dará su versión interesada, no le quepa duda. Hágame caso y siga mi modesto y desinteresado consejo. No dudo de que es usted capaz de pasar sus vacaciones en otro lugar mejor que éste. ¡Márchese, pues!, se lo ruego, y no vuelva nunca por aquí a perturbar nuestra paz. No será bien recibido. Puede estar seguro".
Me sentí terriblemente confundido y anonadado. No llegaba a acertar sobre cómo debía obrar a partir de aquella conversación. Cogí mi equipaje, salí a la calle y me dirigí hacia donde me había dejado una vez el coche de línea que me trajo. Me llevé una gran sorpresa. La verdad: lo esperaba. Estaba todo el pueblo esperándome, ataviados todos con sus mejores atuendos y galas, no faltaba nadie ni nada, hasta la banda del pueblo aguardaba para darme la despedida que, por lo visto, me merecía. Subí apresuradamente al vehículo, también él me aguardaba. Dentro no había nadie para acompañarme en mi viaje de regreso a la ciudad y a la civilización. Simplemente querían despedirse de mí porque en este "Adiós" estaba implícita la seguridad y la certeza, para ellos, de que me marchaba para no regresar nunca jamás. Dicho de otra
forma: se habían congregado todos para echarme con miramientos y contemplaciones, hay que reconocerlo, con el más exquisito de los refinamientos, teniendo en cuenta el obligado protocolo. Subí al coche y me senté detrás del asiento del conductor junto a la ventanilla.
Cuando por fin marché del pueblo, de mi pueblo, aquel anochecer, en medio de aquel
griterío y algarabía  festiva, las calles estaban atiborradas por una muchedumbre. No me cupo la menor duda de que allí estaban todos. Y eso no era lo acostumbrado.