Cuando
llegué a mi pueblo aquella mañana de
cielo cubierto de nubes que presagiaban lluvia no se
veía a nadie en las calles. Era lo acostumbrado, lo normal. Nadie deambula sin más, sin un objetivo específico. Mis paisanos siempre consideran que hacer esto es una vil manera de perder el tiempo. Como si al hacerlo sintieran que el tiempo se les escapara. Yo ya lo sabía. Máxime cuando pienso que deambular, perder el tiempo sin objetivo en la calle, observar y relajarse, mirar a los otros, detenerse en las cosas que puedan llamarnos la atención siempre es bueno. Sólo se aprende a partir de la mera observación. Me apee con suma cautela del coche de línea: un autocar viejo, destartalado y renqueante: más bien asemejaba una reliquia de la pasada guerra que un autobús que pudiera funcionar todavía. El conductor también tenía el mismo semblante: pequeño, algo jorobado, enjuto, taciturno, mohíno. En resumen: hombre de pocos amigos y de menos palabras aún. Hombre que no desentonaba en absoluto con la postal del coche de línea: vehículo desvencijado, conductor descompuesto, como desquiciado deseoso de abandonar para siempre su obligación: acercar al pueblo alguna vez a algún viajero desorientado o perdido, lo cual no era mi caso. Había ido voluntariamente.
veía a nadie en las calles. Era lo acostumbrado, lo normal. Nadie deambula sin más, sin un objetivo específico. Mis paisanos siempre consideran que hacer esto es una vil manera de perder el tiempo. Como si al hacerlo sintieran que el tiempo se les escapara. Yo ya lo sabía. Máxime cuando pienso que deambular, perder el tiempo sin objetivo en la calle, observar y relajarse, mirar a los otros, detenerse en las cosas que puedan llamarnos la atención siempre es bueno. Sólo se aprende a partir de la mera observación. Me apee con suma cautela del coche de línea: un autocar viejo, destartalado y renqueante: más bien asemejaba una reliquia de la pasada guerra que un autobús que pudiera funcionar todavía. El conductor también tenía el mismo semblante: pequeño, algo jorobado, enjuto, taciturno, mohíno. En resumen: hombre de pocos amigos y de menos palabras aún. Hombre que no desentonaba en absoluto con la postal del coche de línea: vehículo desvencijado, conductor descompuesto, como desquiciado deseoso de abandonar para siempre su obligación: acercar al pueblo alguna vez a algún viajero desorientado o perdido, lo cual no era mi caso. Había ido voluntariamente.
Ya
estaba en mi pueblo, ahora debía interesarme ante todo por encontrar un
alojamiento para mí y mis maletas. Cuando llegas la primera vez a un lugar con
la intención de pasar algunos días es lo normal. No había nadie en los
alrededores que pudiese ayudarme o al menos orientarme. Es lo primero que se
hace siempre si ya no recuerdas las imágenes de referencia y quieres alojarte en algún sitio acogedor y que no resulte
caro. Pero nadie me esperaba, nadie sabía de mi llegada. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo no había avisado a nadie de mi llegada, no
reconocía ya a ninguno de los habitantes de mi pueblo y yo era allí un perfecto
extraño, precisamente para los míos. Tampoco me quedaba familia en aquel lugar
como para haberles hecho saber que iba a ir a buscar mi origen precisamente
donde yo nací. Por todo ello se hacía totalmente innecesaria una notificación
mía advirtiendo a alguien sobre mi llegada. ¿A quién iba yo a dirigirle la
carta? No lo sé, y la verdad es que no
me interesa ni me importa lo más mínimo. Así que no tuve otro remedio más que
preguntar a la única persona que junto a mí estaba: el chófer del autobús. No
contestó enseguida. Hecho que me hizo pensar que después de tanto tiempo
llevando el vehículo se había adaptado plenamente a su velocidad. Más bien me
dio la impresión de que estaba dilucidando no tanto la respuesta, que debía
de conocerla de sobras, sino sobres si
lo más adecuado era responderse o simplemente dejar de hacerlo y darme el
chitón como respuesta. Al final se decidió por una de las opciones y me
respondió que existía una fonda en la que indudablemente podría alquilar una
habitación, pero que siendo yo de ciudad no sabía si... Me incomodó un poco su
respuesta. El hecho de que no terminara la frase no daba lugar a saber qué
pretendía decirme. No llegaba yo a adivinar qué intención se escondía detrás de
sus palabras pronunciadas.
Fuera
de mí le dije que no se preocupara por mi persona, que yo no se lo había pedido
y que al fin y al cabo yo era natural de allí. Esta fue por mi parte una confesión gratuita, concesión al fin y al
cabo, que no debí haberle hecho nunca. Confesión no firmada ni sellada, pero ya
se sabe: en estas tierras la palabra tiene más valor que todo lo que se pueda
formular y demostrar en un papel escrito por muchos visos y sellos de
autenticidad que lo avalen. Ahora irían
pasando de boca en boca mi hazaña interrogándose sobre quién podría ser yo. No
tenía ninguna necesidad ni ninguna prisa por llegar a aclarar mi situación
permanente, o tal vez pasajera, en el pueblo. No había por qué estabilizar nada
ni darlo como seguro. Además, estaba más cansado de lo que podría suponerse a
causa del viaje. Todo apresuramiento por mi parte sería inconsecuente y fuera
de toda lógica. De este modo y con motivo de toda esta serie de razonamientos
previos tomé la resolución más sensata: sentarme en el suelo y dejar pasar el
tiempo descansando para de este modo tener ocasión de aclarar al máximo mis
ideas, mis dudas, que hasta el momento más bien estaban demasiado confusas.
Debo de confesar también que no me importaba el tener que permanecer varias
horas o días, e incluso años si era preciso,
incluso hasta perder la noción del tiempo que pasa y no se detiene en aquella
cómoda posición junto a mis maletas que evitaban que el fuerte viento de
levante que soplaba entonces me diera en la cara.
Estaba
a gusto en aquella especie de aletargamiento que no sé cuánto estaba durando:
aproximadamente unos tres días, cosa que no puedo asegurar pues no había
prestado demasiada atención a este hecho, cuando alguien osó perturbar mi soledad, y por
qué no mi dicha, Se había acercado con tal sigilo hasta mí que no me percaté de
su presencia hasta que su cuerpo tapó todo posible e indeciso rayo de sol que llegaba
tímidamente hasta mí para calentarme y reconfortarme produciendo la oscuridad
total. Se quedó plantado ante mí y estuvo mucho rato mirándome en esa posición
estática sin decir nada. No pongo en duda que sus motivos tendría para obrar de
esa manera: ¡no me conocía! Yo era un forastero en tierra extraña, en mi
pueblo, ¡increíble!, pero verdad, y posiblemente en su mente rondaba la duda de
si yo estaba vivo o muerto: no me haba movido ni cambiado de posición desde que
llegué y tomé la determinación de sentarme allí a descansar, en la calle, sin
apresurarme a alquilar una habitación en la fonda que hubiese sido lo correcto.
Pero hasta el momento no me era necesaria, no tenía por qué hacerlo. Aunque sé
que la forma más correcta de obrar por mi parte hubiese sido ésta y no lo que
estaba haciendo. Seguramente mi actitud habría llegado a irritar a más de una
de las mentes más primitivas del lugar, sobre todo si tenemos en cuenta la
pequeñez y el alejamiento de la
civilización del pueblo y también, y según me habían explicado cuando opté por
hacer el viaje, la poca gente que viene de fuera hasta aquí y que cuando llega
uno siempre será considerado un extraño y mirado con reticencia. Probablemente
era yo el único visitante que había llegado a mi pueblo en bastantes años.
Su
posición resultaba cómoda y auténticamente razonable. Tampoco me preocupé yo
por dar razones a nadie. Y menos a un intruso que procedía sin tener en cuenta
mi posible reacción y enfurecimiento por atreverse a molestarme en mi
anquilosamiento de aquella manera tan inusitada para mí. Tras
bastante rato en esa situación y analizándome de forma muy descarada por
fin se decidió a dirigirme la palabra. Me interrogó sobre quién era yo y qué esperaba
allí, sentado en la calle .No le respondí. Ya me había molestado lo suficiente.
El hombre continuó hablándome: me pidió, me rogó, que fuera condescendiente con
él, la gente nos estaba mirando y formaba corro a nuestro alrededor, y que
buscara acomodo en la fonda: necesariamente estaría allí mejor de lo que estaba
hasta ahora en la calle. Tal vez tenía razón. Accedí a acompañarle hasta dicho
lugar. Él cargó con mis maletas: no podía suceder de otro modo: el invitado era
yo y él el intruso en mi viaje y en mi vida. No me gustó en absoluto el aspecto
de la fonda: más asemejaba una casa destartalada e inhabitable que otra cosa. Como
todas las casas del pueblo, vamos, como todo el pueblo. Sabía que forzosamente,
era necesario, yo no podría resistir una hora en aquel lugar. Decidí no entrar.
Mi actitud le molestó un poco, mas prefiero no hacer comentario de ninguna índole
sobre aquella situación tan embarazosa. Sin darle tiempo a reaccionar le pedí,
una vez más que me acompañara hasta el ayuntamiento pues era allí hacia donde
mi misión iba encaminada. No recuerdo habérselo pedido antes, pero en fin. Qué
me importan a mí todas estas vaguedades. Nuevamente optó por callarse y acatar
de
la mejor forma que le fuera posible mi orden. Así no era posible una fricción
entre
ambos.
Nos dirigimos prestos y sin que apenas me diera cuenta ya nos hallábamos ante
el alcalde de mi pueblo .Le rogué a mi acompañante que nos dejara solos: yo debía
dialogar e indagar largo rato allí con el alcalde. Tuve la impresión de que no
había entendido bien lo que le había ordenado. O más bien que estaba dispuesto
a hacer caso omiso de mi ruego para quedarse y enterarse de mi misión.
Aprovechando
los primeros momentos de saludos y presentaciones, confusión e incoherencias,
puras banalidades que siempre se dicen en ocasiones como ésta, se apresuró a situarse en uno de los rincones
de la estancia, precisamente allí donde menos se le notase y molestase, se ve
que no era la primera vez que operaba de esta guisa y ya tenía su lugar asignado de esas ocasiones, y yo preferí
dejar las cosas como estaban: me planteé que podía serme útil más tarde: oportunidad
que no debe desdeñarse jamás. Fue entonces, a continuación, cuando sin más trámites
ni preámbulos, hechos que en toda lógica deberían haber sido precisos y
necesarios, que hubiesen sido sobre todo imprescindibles dada mi situación de
extraño en mis lares, pero que no los tuve en cuenta, les expliqué detalladamente
mis pretensiones y mi infructuosa búsqueda. Yo quería encontrar la verdadera
historia de mi apellido, mis orígenes más remotos en los anales del pueblo. Yo sabía que un
antepasado mío: Andrés Guevara, siendo alcalde, a comienzos del siglo XIX,
pudo, consiguió más bien, comprar en la capital la independencia y libertad de
la villa, mi pueblo, perteneciente hasta ese momento al convento de San Miguel de los Reyes, desde
que el duque de Calabria la dejara como herencia al morir a dicha institución, por
la suma de cincuenta mil reales. Eso era todo, yo deseaba ahora llegar a
conocer mucho más, todo lo posible y conocido y referenciado en los anales de
la villa sobre él, sobre su origen y su familia para, de este modo, saber cuál
es mi verdadero origen ya que soy uno de sus descendientes directos. Creo que
no me entendieron ni en lo más elemental y obvio. Se jactaron de mí. Sí, sí, tal
como lo oyen: se mofaron de mi proceder.
El
alcalde tomando la palabra sin que nadie
ni nada le diera pie para ello me dijo sin más preámbulos ni florituras: "Mire,
usted no es bien recibido aquí. Llegó sin que nadie le esperara. Su obligación,
conforme a toda norma de buena conducta y justo y recto proceder, era habernos
notificado por escrito y de forma anticipada su venida. Yo le ruego a usted que
se olvide de todas esas cosas y que nos abandone inmediatamente y de forma
voluntaria para que no nos veamos obligados a ejercer la fuerza para con usted,
medida que a nadie le resultaría ni cómoda ni satisfactoria. La historia que usted
me ha referido sobre su antepasado, Don Andrés Guevara, ya está escrita. No
indague más sobre sus raíces. Piense lo
que le venga en gana, crea que es usted la raíz y fermento, el origen,
únicamente usted, de su futuro. Créame, no se sumerja más en el pasado, a veces
está lleno de lodos. La historia pertenece a los libros ya, procure hacerse
digno de su apellido y de la cepa originada en usted mismo y todo lo otro olvídelo:
son patrañas. Quién puede asegurar la verdad de lo que se cuenta si no lo vivió
y si lo hizo nos dará su versión interesada, no le quepa duda. Hágame caso y
siga mi modesto y desinteresado consejo. No dudo de que es usted capaz de pasar
sus vacaciones en otro lugar mejor que éste. ¡Márchese, pues!, se lo ruego, y no
vuelva nunca por aquí a perturbar nuestra paz. No será bien recibido. Puede
estar seguro".
Me
sentí terriblemente confundido y anonadado. No llegaba a acertar sobre cómo
debía obrar a partir de aquella conversación. Cogí mi equipaje, salí a la calle
y me dirigí hacia donde me había dejado una vez el coche de línea que me trajo.
Me llevé una gran sorpresa. La verdad: lo esperaba. Estaba todo el pueblo esperándome,
ataviados todos con sus mejores atuendos y galas, no faltaba nadie ni nada, hasta
la banda del pueblo aguardaba para darme la despedida que, por lo visto, me
merecía. Subí apresuradamente al vehículo, también él me aguardaba. Dentro no
había nadie para acompañarme en mi viaje de regreso a la ciudad y a la
civilización. Simplemente querían despedirse de mí porque en este "Adiós"
estaba implícita la seguridad y la certeza, para ellos, de que me marchaba para
no regresar nunca jamás. Dicho de otra
forma:
se habían congregado todos para echarme con miramientos y contemplaciones, hay
que reconocerlo, con el más exquisito de los refinamientos, teniendo en cuenta
el obligado protocolo. Subí al coche y me senté detrás del asiento del
conductor junto a la ventanilla.
Cuando
por fin marché del pueblo, de mi pueblo, aquel anochecer, en medio de aquel
griterío
y algarabía festiva, las calles estaban
atiborradas por una muchedumbre. No me cupo la menor duda de que allí estaban
todos. Y eso no era lo acostumbrado.
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