ANDRÉS MARCO

miércoles, 16 de marzo de 2011

EL ESPEJO




Sí, estoy bien. Me siento muy cómodo en casa. No hay nada que pueda perturbar mi felicidad. Me miro en el espejo para  cerciorarme  y no veo nada. Mi espejo se ha tornado un narcisista y se pasa el día reflejándose a sí mismo. Es algo que intuyo, que vengo observando desde hace algunos días. Es como se hubiera un espejo dentro de otro. Te miras en el mismo y sólo ves un espejo. Nada más: un espejo que no refleja nada. Me enfurezco con su actitud y, sin apenas pensármelo, le propino dos patadas. La imagen de sí mismo se desvanece. Me miro con parsimonia, atento a observar, si es posible, cualquier señal en mi cara que no sea propia de mi estado de ánimo actual, pero mi imagen no aparece por ningún lado. Dentro del espejo hay unos olmos viejos y altos, muy troncudos, cuyas ramas y hojas están siendo mojadas por una pertinaz lluvia, una fuerte tormenta con abundante aparato eléctrico abatiéndose sobre ellos. Es mejor no mirar. No me interesa en absoluto contemplar paisajes de esta índole. Me ponen de mal humor para el resto del día. Será mejor olvidarme del espejo, tirarlo al cubo de basura y dejar que mañana se lo leven a otra parte, al estercolero, para que esté a su gusto, sin que nadie le impida besarse a sí mismo. A mí no me importa que lo haga, pero no cuando lo necesito, como acaba de ocurrir, para comprobar que estoy bien, que nada perturba mi paz.
Me acerco a la ventana y miro hacia fuera para no acordarme más de lo sucedido hace unos momentos, para ver cómo las estrellas de la noche juegan entre ellas a policías y a ladrones. Un grupo de ellas son los ladrones que tienen que esconderse en la amplitud del firmamento mientras el otro grupo, las que hacen de policías, no miran o lo hacen hacia otra parte y cuentan hasta cien de una forma que sólo ellas saben hacer. Después correrán por el cielo, brillando unas más que otras, jugando a confundirse con sus guiños, apagándose cuando no quieren ser vistas, poniéndose en fuga  al ser descubiertas, lanzando destellos para iluminar los lugares más recónditos y oscuros y ver si hay alguna escondida por allí, riendo y jugando toda la noche hasta que el sol las sorprenda en su diversión y como buen padre las apague y las mande a la cama, cansadas de pasar toda la noche corriendo de un lugar a otro. Me gustaría que alguna vez mi espejo reflejara durante el día unos instantes de alegría de las estrellas, entonces no lo echaría a la basura. Pero dudo que sea capaz. De todos modos no pierdo la esperanza intentando que se percate de mi deseo. Lo miro con disimulo, nada, lo miro detenidamente, tampoco. Lo cojo y lo llevo hasta la ventana, lo enfoco hacia el firmamento. No hay manera, no se da por enterado. Abro la ventana para que el aire fresco de la noche lo despeje un poco y le ayude a aclarar su mente. Nada, sigue ensimismado en su propia  contemplación. Me cabreo y lo tiro a la calle.
Al chocar con el suelo se rompe en mil pedazos y en cada uno de los trozos veo maravillado como las estrellas juegan a policías y a ladrones. Y así paso toda la noche, contemplando esta multiplicidad de imágenes de estrellas, muchas de ellas desconocidas hasta ahora para mí. Llega la mañana, las imágenes se desvanecen y yo sigo apoyado en el quicio de la ventana mirando atento por si acaso los remedos de espejuelos de mi espejo han sido capaces de retener  en su interior las imágenes nocturnas que han reflejado, tal como yo deseo. Sin embargo, nunca podré saberlo. Está amaneciendo y con el alba han llegado los barrenderos de cada mañana y con sus escobas se han llevado los pedazos de mi espejo roto. Qué le vamos a hacer,  hoy , esta tarde, sin falta tendré que comprarme otro.

UNA EXTRAÑA SENSACIÓN



Hace días que lo noto. Es como si tuviera un bulto en el estómago. Al principio, de esto hace ya dos semanas, era una ligera molestia. Apenas nada. Un malestar que no pasaba, siempre lo mismo: un leve dolor de cabeza, como si estuviera algo empachado. Sin embargo, hace tiempo que no abuso  de la comida. Mi estómago no me lo permite. También pensé, como causa, en la posibilidad del alcohol, pero últimamente tampoco bebo, ni siquiera vino. Es la única forma de no sentir después esos latigazos persistentes, esa comezón interna que sube por el esófago hasta la garganta. Y yo, ahora, no noto ninguno de estos síntomas. Por tanto, debo descartar cualquier atisbo, por somero que pudiera parecer, de úlcera de estómago. Trastornos gástricos siempre los he tenido, pero nunca así, como ahora los siento. Es como si algo habitara dentro de mí, o al menos se estuviera gestando en el interior de mi estómago. Incluso hay momentos en que creo sentir que se mueve. En un principio decidí no darle demasiada importancia, confiando en que al final pasaría. Como el avestruz: haciendo oídos sordos a la evidencia, creemos que no está ahí. Pero no ha sido así. Persiste, y, cada día que pasa, con más insistencia. No por negarlo, deja de ser obvio lo obvio.
Ya casi me he habituado a  y no lo noto tanto, pese a que resulta sumamente molesto. La mejor terapia siempre consiste en aceptar la propia realidad de uno, aunque sea dolorosa y triste. Durante unos días me he dedicado a hacer régimen y a no comer apenas. He adelgazado tres kilos; pero no ha servido absolutamente para nada. Tal vez la terapia puesta en práctica no ha sido la más adecuada. El malestar continua. Pienso que debería ir al médico, mas sé sobradamente lo que me va a decir: nada de abusar del alcohol y que deje el tabaco. Y esto último ni hablar, no estoy dispuesto a transigir. Lo demás ya vengo cumpliéndolo desde hace mucho, por tanto, sus recomendaciones se me antojan innecesarias.
Lo cierto es que me molesta sobremanera. Especialmente hoy. Y lo peor es sentirlo sin saber lo que es. Me he levantado esta mañana convencido  de que por fin iba a saber qué es lo que me sucede, cuáles son los cambios que se están operando en mi organismo sin que yo pueda controlarlos. Noto un peso especial dentro de mí, algo ajeno que se mueve, como si tuviera autonomía propia. Me causa un dolor leve, suave, que no molesta excesivamente, pero cuya persistencia incomoda. He intentado desayunar como cada mañana y las nauseas que han aparecido y que nunca había sentido antes no me lo han permitido. Apenas un té a pequeños buches. Eso ha sido todo. Enseguida se han hecho presentes las arcadas y he tenido que vomitarlo. Mejor no tomar nada sólido, pasar el día con agua y esperar a ver qué sucede. Describir cómo he pasado esta mañana es algo totalmente imposible. El dolor, la pesadez de cabeza, el abotamiento, las náuseas, el malestar general son todos ellos obstáculos que me impiden emprender cualquier actividad por ínfima que ésta sea. Tumbado en la cama, con la mente en blanco, sin intentar fijar mi pensamiento en algo concreto, nada de intentar un proceso intelectivo lúdico, nada. Así siempre. Dejando pasar los minutos, las horas. Sin pretender levantarme en ningún momento. Acostado, esperando que suceda lo que tenga que suceder. Presto a actuar cuando el momento llegue, consciente de que hoy es el último día y que luego todo habrá acabado.
No puedo ahora precisar en qué momento ha comenzado. Me he visto obligado de forma imperativa a abandonar mi estado letárgico en la cama para ponerme a caminar, primero lentamente, como si mis pies no superan hacerlo, luego, a medida que he ido sintiendo mis piernas como propias de  forma cada vez más convulsiva y rápida sin que haya podido detenerme en ningún momento. No sabría precisar qué extraña fuerza me ha inducido a obrar de este modo. Sin embargo, ahora me encuentro levantado, dando frenéticas vueltas a la mesa del comedor, consciente de que muy pronto algo en mí va a suceder.
No sé, pero de pronto siento que debo detenerme, hay dentro de mí algo que me obliga a ello. Mi voluntad ya no es mía. Permanezco de pie, quieto, sin moverme, temblando por dentro y rígido por fuera. Se intensifica el dolor en el vientre. Intento concentrarme en cualquier cosa que no sea mi dolencia consciente de que puede resultar un método tan eficiente como cualquier otro a falta de uno conocido para eliminarla. Dejar que mi cerebro centre toda su atención en algo distinto para que esta sensación dolorosa aguda quede relegada a segundo término. Resulta  baladí. Persiste, cada vez con mayor intensidad. Soy incapaz de sobreponerme. Como un autómata me desabrocho el cinturón  y me bajo los pantalones. Estoy en cuclillas, haciendo fuerzas, intentando que lo que tiene que salir evacue, me abandone para siempre. Aprieto los dientes, lo intento una y otra vez, sé que está bajando, pero aún no acaba de ver la luz. Más fuerte, apretando, tiene que salir, le cuesta, con más fuerza... me concentro al máximo, mentalmente me repito: ha de salir... ha de salir... salir... hacia abajo... afuera, que vez la luz. Cada vez me resulta más doloroso, gotas de sudor perlan mi frente... no puede faltar mucho. Un esfuerzo más... aunque duela... hacia abajo... aprieto todavía más si cabe los dientes... un  poco más... un poco más... así... ahora...  así... con fuerza... con el placer que siente en estos casos... eso es. Ya está.
Por fin ha salido. Me siento enormemente aliviado. No habrá más dolores, ni sensaciones raras, ni náuseas. Se acabaron las molestias. Me subo los pantalones. Lo hecho, hecho está. He puesto un huevo en el suelo. De haberlo sabido me habría preocupado de preparar su advenimiento poniendo un grueso almohadón para que no lo recibiera el frío suelo, pero qué le vamos a hacer. Es un huevo normal, como de gallina, aunque a mí me parece ligeramente  mayor, distinto, todo blanco y brillante. Es mi huevo, únicamente mío, me pertenece porque es fruto de mis entrañas. Lo cojo con sumo cuidado entre las manos y lo observo con deleite. Le doy vueltas, lo miro desde todos los ángulos posibles y no obstante siempre es el mismo: igual a sí mismo. Un huevo, el huevo por antonomasia, EL HUEVO. Y lo he puesto yo, ha salido de mí. Mientras lo miro noto que se está rompiendo la cáscara entre mis manos. Sabía que no podía durar esta dicha. Lo deposito encima de la mesa expectante a la vez que preocupado. Mi huevo se está rompiendo. Le voy desprendiendo con sumo cuidado las cáscaras, Dentro apenas hay nada. Nada más unas letras de color blanco muy brillantes, unidas entre sí. Es como esos colgantes de oro que uno lleva al cuello con su nombre. Las extraigo con delicadeza y las dejo sobre la mesa. Tienen como una telilla que impide leer su significado. Las limpio con la yema de los dedos y ahora sí puedo leer: «LIBERTAD». La palabra, mientras la leo, se va evaporando poco a poco hasta quedar en nada. La palabra ya no existe, está seguramente en el aire. Del huevo apenas queda nada: las cáscaras esparcidas por la mesa. Me levanto y voy a buscar una bayeta a la cocina. Recojo los restos de mi huevo desaparecido y las arrojo al cubo de basura. 

martes, 15 de marzo de 2011

VIENE CON EL ESTÍO


Viene con el estío,
nos domina el hastío,
no hace frío,
se baña en el río,
¡qué tío!,
parece un crío,
cada día un lío.
Hace calor,
causa furor
con su bañador,
¡qué candor!,
es un primor, es superior,
no tiene temor,
parece de plata,
por la noche una lata,
a todos nos ata,
conversación grata,
¡qué perorata!
no hay quien lo abata
¡cuánta bravata!.
Si lo dejamos nos mata,
a pesar de su tesón
no tiene perdón,
se acabó la función, 
con él al paredón,
si no tiene erudición
y mucho menos educación,
¡el muy pendón!.
Yo no me fío,
aunque cambie de color
no se aclimata,
es de hojalata,
su total perdición,
se cree un pichón,
vana ilusión,
si es un figurón,
¡ el muy cabrón!
¿ a que tanta presunción?.

QUE NO SOY YO


Que no soy yo,
que es otro, mamá
quien se comió la mermelada;
que no soy yo,
que es otro, mamá
quien se orina en la cama;
que no soy yo,
que es otro, mamá
quien tiró la piedra a la ventana;
que no soy yo,
que es otro, mamá
quien ensució mi jersey de lana;
que no soy yo,
que es otro, mamá
quien sin querer rompió tu figurita de porcelana;
que no es otro,
que soy yo, mama
quien llora cuando tú te enfadas;
que no es otro,
que soy yo, mama
quien ríe contigo a carcajadas;
que no es otro,
que soy yo, mama
quien a tu cuello se abraza;
que no es otro,
que soy yo, mama
quien se duerme si tú le cantas una nana,
que no es otro,
que soy yo, mama
quien dándote un beso
te dice: “ hasta mañana”

QUÉ SUERTE MÁS PERRA


Qué suerte más perra,
quieren que vayamos a la guerra,
nos dicen hay que ir
al frente
a morir
de un tiro en la frente,
hay que luchar
y matar,
y más matar.
Nos dirán: soldado valiente
buen combatiente
que con el enemigo te bates
en arduos combates.
Saben, váyanse a la mierda
con su tonta contienda,
que en la guerra mueren hombres,
anónimos, sin nombres
y a cambio ustedes
se llevan los laureles.
Señores, ¡les detesto!,
a mí no me esperen,
lo digo para que se enteren,
y no es un mero gesto:
como soy un ser humano
yo no mato a mi hermano,
soy como soy
y a la guerra no voy
ni hoy
ni mañana
porque no me da la gana.

UN CUENTO


Un cuento,
una historia
nada notoria,
un invento.
Lo intento
una y otra vez,
hasta ciento,
qué estupidez:
una tontería,
¡qué ilusión!:
al fin: ‘alegría!,
premio a mi tesón
una narración
que es mía,
pero es otra historia,
mejor no la cuento.

UNO, DOS, TRES

Uno, dos tres,
yo, tú, él,
uno, dos , tres:
la juventud vuestra es.
cuatro, cinco, seis:
la alegría que tenéis;
cuatro, cinco, seis:
añoro vuestros dieciséis.
siete, ocho, nueve:
la energía que os mueve
a buen puerto os lleve.
Diez, once, doce:
manteneos en el goce,
que la maldad ni os roce.
seguid siempre así,
tal como sois, cien años, mil,
y en mi deseo no me limito:
así, así hasta el infinito

PORQUE ESTO NO ES UNA DESPEDIDA



Porque esto no es una despedida
y mucho menos el definitivo adiós
aquí tienes mi mano tendida
para que nunca nos separemos tu y yo.
con mi mano en tu mano recuerda
que cuando vemos en el cielo estrellas,
cuanto de de maravilloso hay en ellas
en  nuestro interior para  siempre queda.
Nos volveremos a encontrar algún día
y por eso no nos decimos adiós
basta el “hasta  pronto” con voz sencilla
asumido  por nosotros dos.

jueves, 3 de marzo de 2011

ROSAS, CLAVELES



Rosas, claveles y todo tipo de flores
voy metiendo cada día en  mi mochila
para que al abrirla inunde de olores
y pongan  muchos colores a mi vida.
Así, cuando  lleguen  los sinsabores
y le eche mano dentro  encuentre alegría
y esa larga noche resulte un poco  menos fría
que en la mochila cabe todo lo que logres,
porque la vida es eso: una constante porfía.
Claveles, rosas y más rosas
sabiendo que vives si gozas
y que el resto son …manías.

VAMOS DEAMBULANDO



Vamos deambulando por la vida
llevando a cuestas una mochila
cargada de ilusiones, anhelos, sueños;
se cumplen unos, otros bastante  menos
 pero todos tienen en nosotros  peso.
Hay  que meter para llenarla por  dentro
aquellos con los que sabemos que  podemos
para que en las cuestas  podamos con ella
que en las bajadas ella sola nos lleva
y dejar fuera  los  que constituyen meta
de  los otros  y  que no  es  la nuestra
porque entonces te agotas y no llegas
por mucho ahínco que  le metas.
Trazamos con tesón y firmeza el camino
sabiendo que habrá curvas y desventuras,
 alcanzando  siempre la meta,  y si me apuras,
el contenido de la mochila,  es lo que has  vivido.

AVANZAMOS

Avanzamos cuanto y como podemos
en el  largo camino de  nuestra vida
intentando modificar en lo posible aquellos
surcos  que para nuestro viaje había.
Surcos y más surcos que día a día
irán dejando esas hondas huellas
que son el peso de nuestra mochila
y cuando llegas al final es lo que queda:
los surcos y el camino que en la vida transitas
para que la mochila al final no llegue vacía.

MI SILLÓN


Me siento en mi sillón esperando el merecido descanso. No es así. Como cada día sus muelles me catapultan hacia arriba. Sin remisión, sin aviso previo. Jamás me dejará en paz. Es un sillón viejo, arisco y protestón que no tiene arreglo. Cada día que pasa tiene menos aguante. La tiene tomada conmigo. Él y yo subimos y bajamos. Sus muelles se quedan tersos arriba; les falta elasticidad de puro gastados que están. Sé que debería reemplazarlos por unos nuevos, pero nunca encuentro el momento propicio. Arriba dejamos que el sol nos caliente. A pesar de que hace signos inequívocos de que le molesta. Es un medio sol nada más. Qué le vamos a hacer, nos conformamos con lo poco que nos ofrece: estamos en pleno invierno y tampoco es tan inusual que apenas de calor. Debería ser un sol como cualquier otro, como el de todos los días: sin embargo éste es distinto: es cuadrado y no tiene rayos, no le han salido aún. Además, calienta de otro modo; su calor apenas se nota y eso que se esparce por doquier, como el de las viejas estufas catalíticas. Y es de color verde. Nunca había visto un sol de este color. Parece como si acabara de nacer y aún no dominara su oficio de sol. Puede que ni lo conozca, que no sea más que un mero aficionado que aspira a llegar un día a ser sol. Un cachorrico de sol con demasiadas pretensiones. Es lógico: su juventud y falta de experiencia le lleva a cometer errores. Es un auténtico novato. Nos está molestando. Es un intruso que busca interferir de algún modo en la polémica que el sillón y yo mantenemos y no sabe cómo. Ambos somos viejos amigos que no hemos sabido encontrar otro medio de diversión. Tal vez sea que en todos estos siglos que llevamos juntos ya nos lo hemos dicho todo, y agotadas todas las posibilidades de las palabras, como en los viejos matrimonios, no nos queda otro recurso más que encontrarnos de cuando en cuando, cada vez menos, pura rutina, y entablar estas disputas que a nada conducen para dilucidar quién prima sobre quién: sus muelles vetustos, oxidados y chirriantes o yo que, aunque no parezco el mismo, todavía  me queda el coraje suficiente para enfrentarme a un viejo sillón tozudo y sin modales. De momento me he aposentado en él. Es posible que al final me toque levantarme y dejarlo, cansado de tanto subir y bajar sin sentido, aparte de la permanente disputa que mantenemos. Por el momento voy ganando yo, como cada vez que nos enfrentamos. Aunque no le oigo, sé que está resoplando, que le falta el aliento. Ya no es como antes. Entonces sí que los dos éramos jóvenes y luchábamos de verdad. Ahora no son más que simulacros de lo que en otros tiempos nos divertía. Más que nada para recordar las viejas hazañas, nuestras mutuas batallas. Todo iría bien si no fuera por ese solucho ajeno a nosotros que no sabemos de dónde ha salido y que lo único que hace es molestarnos entrometiéndose en algo para lo que no ha sido llamado. Mi sillón es muy tímido, siempre lo ha sido. Se ruboriza por nada. El único amigo que tiene soy yo. Él confía en mí. Tendré encontrar una solución como sea. No quiero un sillón incómodo. Cierro los ojos para no verlo, pero no se da por enterado. Sigue ahí, delante de nosotros, con esa cara de no haber roto nunca un plato, con esa cara de inocente que únicamente los más tontos saben poner. Y además, todo verde; es deprimente. Parece más una manzana  que un sol. Si fuera una manzana me la comería y todo solucionado, Se habría acabado el problema del intruso. Pero no lo es. Sólo lo parece. Habrá que aguardar a que llegue la noche, aunque a lo mejor con éste es distinto, como es novato igual aún no lo sabe. Tengo una idea. Apago la luz de la habitación para engañarlo con esta estratagema. Luego le chisto: « Pisst, pisst», y le señalo con el dedo detrás de él. Se asusta muchísimo ante la oscuridad, seguramente nueva para él, y sale corriendo como un potro desbocado sin dirección fija. Al fin volvemos a estar los dos solos, como los matrimonios viejos, mi sillón y yo dispuestos a seguir con nuestra pelea: arriba... abajo... arriba... abajo intentando tirarme él, intentando no caerme yo... arriba... abajo... arriba... abajo...

EL AUTOBÚS


El autobús va casi repleto de gente. Personas que a mí, en lo personal, nada me importan. Me importa un comino lo que les ocurra o les pueda pasar, no es mi problema; claro que tampoco ellos se inmiscuyen en los míos, ni siquiera lo intentan. Después de todo, qué más da. Cada uno debe de ir a lo suyo sin importarle lo de los demás. Y, sin embargo, todos vamos ahora juntos, en este autobús, a un mismo destino, o por lo menos todos lo hemos cogido en un principio con el mismo propósito, para cumplir un mismo fin, por lo demás desconocido para mí y supongo que también para la inmensa mayoría de mis acompañantes de viaje. Son muchas las cosas del mismo que se me escapan. Por ejemplo, me pregunto constantemente para qué he cogido yo hoy, esta mañana, este autobús con rumbo desconocido y no soy capaz de encontrar una respuesta mínimamente satisfactoria. Tal vez sea porque he visto que había mucha gente haciendo cola y yo me he sentido atraído por ella y he optado, sin apenas pensarlo, en sumarme a la misma y ocupar mi lugar. Claro que de no haberlo hecho, supongo que no habría ocurrido nada especial. Otro me habría sustituido. O tal vez no, y mi sitio habría quedado hueco, sin nadie, y ahora este autobús iría haciendo su ruta hacia el mismo destino con mi asiento vacío, precisamente el mío, sin mí que continuaría vagando por las calles y avenidas de la ciudad intentando consumir el tiempo vanamente. Mas no me conviene internarme por estos laberintos que no llevan a ninguna parte dado que ésta no es mi situación actual. Y, además, pensar es malo: demasiado raciocinio lleva irremisiblemente a la locura. Yo voy dentro del autobús, ocupando mi asiento, tal vez reservado expresamente para mí, con un objetivo desconocido y que en el fondo me es indiferente. El autobús rueda por una carretera solitaria, sin ningún coche que nos adelante o que pase en dirección contraria, sin cruzar por ningún pueblo o ciudad, sin ningún paisaje concreto y tangible que sirva como punto de referencia y que rompa esta monotonía del paisaje siempre verde. Y al final el vehículo se detendrá en alguna parta, todos bajarán para dirigirse a quién sabe dónde y yo no tendré más remedio que abandonar este asiento, por otra parte sumamente incómodo, y seguir a todos, ir a donde ellos vayan si es que se dirigen a alguna parte concreta y conformarme con mi destino. Mientras, no me queda otro remedio, esperar.
Sí, mientras esperar, esperar... esperar qué. Debemos llevar ya mucho tiempo aquí, sentados, sin movernos, corriendo por una serie de carreteras laberínticas que en todo momento se parecen las unas a las otras, y que, incluso, siempre podrían ser la misma: se repiten con insistencia, como si no nos moviéramos de la misma, como si el vehículo estuviera quieto y fuese el paisaje el que se mueve, el que avanza, el que se repite reiteradamente y de forma sospechosa. Hemos subido al mismo esta mañana cuando el sol apenas calentaba y ahora ya está ocultándose. No obstante, si me fío de mi reloj no son más que las  doce de la mañana; es decir, apenas llevamos tres o cuatro horas de trayecto; y a mí se me antoja una eternidad. Es posible que mi reloj no funcione muy bien, e incluso que esté parado a esa hora... No, no lo está: oigo su tictac lento, pausado, rítmico, junto a mi oído. Mas no puedo aseverar nada: para tener la certeza debería preguntar a esta señora que llevo a mi lado, una señora gorda y rechoncha, semejante a un cerdo bien cebado que llevan al matadero, con esa cara sin rasgos, amorfa, tan redonda y tan de pocos amigos, una cara que parece decir: a mí no me pregunte, que yo no sé nada, con esos ojos chiquitos y esas enormes bolsas debajo que más bien asemejan talegas de harina, qué hora es. Y yo no me atrevo, no tengo arrestos, nunca los he tenido. Tengo, eso sí, la impresión, además, de que aquí nadie habla excepto yo. He intentado entablar conversación con varios pasajeros, pegar hebra por el mero hecho de dejar que así el tiempo vaya más raudo, hablar con cualquiera de ellos de cualquier tema banal y sin importancia, lo usual en estos casos, tampoco te vas a poner a discutir sobre si Sócrates debió o no acatar la orden y beber el vaso de cicuta, y nadie me ha contestado, nadie se ha hecho eco de mi solicitud desesperada. Tal vez nadie esté interesado en mantener una amena conversación conmigo... o no les interese los temas que yo podría proponerles. Claro que podrían decirlo, ¿no?. Aunque creo, es más: estoy convencido de ello, no he oído en todo el trayecto que llevamos ni una sola voz que no sea la mía. Hace rato he intentado confraternizar con la señora que llevo sentada a mi lado y que no conozco de nada. Antes he tenido que sobreponerme y vencer la enorme repugnancia que me produce su físico, en especial su cara. La he mirado a los ojos con una enorme y grácil sonrisa dudando que pudiera verme, pero había que intentarlo, y he comenzado con una pregunta absurda, tonta, sin nada de complicación para romper el hielo y darle pie. «Usted podría indicarme si es que lo sabe, a dónde nos dirigimos». No me ha contestado, la muy maleducada. Nada más se ha limitado a sonreírme poniendo su enorme manaza sobre mi pierna, cerca de la ingle y ha pretendido manosearme. Mi reacción ha sido contundente: le he pegado un manotazo en su mano, inmediatamente la ha retirado. Se ha quedado como atontada mirándome, con insolencia, como cerda en celo, No me ha quedado otra solución más que sacarle la lengua. Ofendida ha cambiado de posición y eso ha sido todo lo acontecido entre ella y yo. Ahora no voy a rebajarme preguntándole qué hora es, sería inútil. Seguro que volvería a sobarme la entrepierna, o tal vez ni tan siquiera se digne contestarme. Sí... estoy convencido de que no debo intentarlo, no me hará ni caso. Es más, está en su perfecto derecho. Ha estado muy feo por mi parte pegarle en la mano y luego, sólo luego, sacarle la lengua cuan larga la tengo, y la verdad es que es lo es mucho. También es cierto que podría coger su brazo y a la fuerza mirar en su reloj la hora que es, mas no me decido. Puede que si se tratara de una señora normal, aunque simplemente fuera rellenita. Pero así no: podría enfurecerse y, desde luego, resultaría mucho peor. Lo mejor será aguardar a que ella cambie voluntariamente de posición y sin que lo pretenda, por descuido no más, me muestre la esfera de su reloj y yo así pueda resolver mis dudas.
El tiempo avanza irremediablemente: es noche cerrada: sin luna ni estrellas que iluminen aunque sólo sea por mera cortesía del cielo. Y yo continúo aquí sentado, con esta señora que tanta repugnancia me produce a mi lado, roncando sin ataduras, sin contemplaciones, como se estuviera sola en su cama, sin preocuparse de que seguramente está molestando con tanto ruido a sus compañeros de viaje. Yo, desde luego, con su proximidad, no he podido pegar ojo. Me inquieta el hecho de que mi reloj siga marcando las 12 horas de la mañana y nada indique que está averiado, o al menos parado: su tictac prosigue como siempre. El tiempo pasa aunque parezca que todo está detenido. Todo menos el tictac de mi reloj y la marcha del autobús. Estoy decidido: de un modo u otro he de averiguar la hora que es, aunque para ello tenga que vencer la extrema repugnancia que me supone y tenga que despertar a mi más cercana acompañante. La toco con suavidad, con la palma de la mano, en el hombro. No hace caso, ni tan siquiera se ha dado cuenta. Insisto con más contundencia. Nada, no hay quien la despierte. Veo su reloj en su brazo izquierdo, al otro lado de ella, mirando la esfera hacia el pasillo. No me queda otra alternativa. Si quiero saber qué hora es tendré que pasar por encima de ella. Y yo estoy resuelto. Paso distraídamente mi mano por encima de su enorme vientre hasta llegar a tocar su brazo izquierdo. Cojo su muñeca y estiro con fuerza hacia mí... Ya está: veo la esfera de su reloj: las agujas están ambas en las doce. Y no se ha despertado. Tan sólo un fuerte rugido y el girar de su cuerpo hacia mí. Su cabeza ha caído pesadamente sobre mi hombro a causa de mi acción de tirar. Ahora me abraza con fuerza y hasta con algo de cariño. Por lo demás, continúa dormida. Desde luego mi situación personal física y emocional ha quedado gravemente deteriorada: ya la tengo encima mío, una de sus piernas sobre las mías, y eso con la enorme repugnancia que su mera presencia ya me produce. De todos modos puedo sacar una conclusión evidente al respecto. Mi reloj, y el de ella, y supongo que el de todos los demás también, están detenidos a la misma hora, aunque sus mecanismos continúen funcionando. Por otra parte nos encontramos dentro de un autocar que se dirige a alguna parte concreta y predeterminada, para mí desconocida, desde hace al menos 16 ó 18 horas. Yo calculo que realmente deben de ser las 2 o las 3 de la mañana, aunque no puedo asegurarlo. Lo único que sé es que es noche cerrada y que yo estoy totalmente desvelado, por tanto, forzosamente debe de ser madrugada. Así que no me queda más remedio que aguardar a que amanezca y mientras intentar utilizando todos los medios a mi alcance que mi situación personal, deteriorada gravemente, cambie de algún modo para mejorar. No aguanto más su peso, su abrazo vigoroso, su aliento caliente y asqueroso que incide directamente sobre mi rostro, y mucho menos sus ronquidos. Sólo veo como solución viable por el momento clavarle con todas mis fuerzas el codo en los riñones hasta hacerle daño y obligarla a abandonar su cómoda posición actual.
Está amaneciendo. La noche lentamente se va retirando, como si deseara que su marcha pase inadvertida. Ha sido un irse callado y sigiloso. Y ya la luz del día dentro de muy poco se impondrá sobre esta penumbra lechosa y pesada que todo lo confunde. A pesar del cambio de la naturaleza, pienso, es más: estoy seguro, que nada más va a cambiar. Por lo menos en lo que hace referencia a mi situación personal, que para mí, en estos momentos, es lo más fundamental Y no es que no existan otras cuestiones más relevantes que mi estado dentro de este autobús con destino desconocido. Pero para mí, mi situación adquiere el carácter de esencial. No se trata sólo de mi estado de cansancio tras toda una noche sin poder pegar ojo, con muchas horas de viaje ininterrumpido sentado en el mismo asiento, sin haber probado alimento alguno, sin haber roto en ningún momento el tedio del viaje, sin haber podido bajar y caminar un poco, nada más para estirar las piernas y distender los músculos que ya hace rato que siento agarrotados. Y sobre todo tengo el codo, y el brazo, dolorido, hasta el punto de que no lo siento, de tenerlo toda la noche clavado materialmente en los riñones de esta señora de rasgos tan marcadamente vacunos, sin haber logrado nada positivo. Mis oídos retumban, especialmente el izquierdo, tras varias ininterrumpidas de tener sus ronquidos pegados como una lapa. He de confesar que lo he intentado todo para deshacerme de ella: lo del codo, le he abofeteado en la cara violentamente, le he pegado puñetazos en la barriga y en la barbilla, le he tapado varios minutos la nariz, pero no ha sido posible, no he obtenido el resultado que pretendía. He apretado incluso con ambas manos su cuello sin poder abarcarlo todo para estrangularla. Nada, ni se ha inmutado. Si no fuera por el tremendo estruendo de su roncar y el calor maloliente de su aliento proyectado insistentemente sobre mi rostro habría llegado a la conclusión de que era un cadáver lo que se había dejado caer en mi hombro. O tal vez un muro. Pero no es así: su actitud y su comportamiento son muy distintos: me abraza con fuerza, de cuando en cuando me acaricia, me rasca delicadamente la cabeza y me besa en la mejilla. Así que no, no está muerta. Me está molestando cada vez más y no ya no aguanto. Vamos, que ya está resultando cargante. Y yo no tengo por qué aguantarla ni un minuto más. Se lo voy a decir, con educación para que no se moleste: no me importe que piense que soy un grosero. Claro que para eso antes tendré que despertarla y, tras todos mis intentos nocturnos fallidos, veo que es algo que queda lejos de mis posibilidades. Mi experiencia acumulada así lo constata. Habrá que esperar a que ocurra algo por sí mismo, algo en lo cual yo no intervenga para nada, y que me libere de su opresión.
Como era de esperar ya ha amanecido totalmente y el sol intenta apoderarse del espacio para llenarlo por completo.  Sus primeros rayos, tímidos y respetuosos, indecisos, como yo, se van abriendo camino entre la densa bruma que se levanta de los campos. Poco a poco ha ido ganando espacio y muy pronto se sentirá su estabilidad y su calor. Quiero dejar aquí constancia de mi agradecimiento a este astro que ha llegado como guerrero vencedor de mil batallas y que me ha librado de la presa de mi acompañante de asiento. La verdad es que ha resuelto el problema del modo más sencillo posible y sin que mediara entendimiento ni ayuda por mi parte. Lo ha hecho él solo, sin pedir permiso ni sugerir nada. Se ha limitado a posarse con fuerza en el rostro de esta vaca y al instante ella, voluntariamente, agradecida de la insolencia del recién llegado, se ha girado hacia la otra ventanilla liberándome de su pesadez repugnante y asquerosa. Y mientras el autobús sigue su marcha sin detenerse en ningún momento, ni tan siquiera a repostar, tragando kilómetros y más kilómetros con un fin concreto, supongo, aunque fuera de mi alcance y entendimiento. No acierto a verle la utilidad al mismo, por lo menos hasta el momento, Rodar por carreteras vacías y solitarias, tan parecidas las unas a las otras, tan monótonas, sin ningún tipo de aliciente que rompa la soledad manifiesta de este paisaje tan verde. Miro mi reloj, que sigue funcionando correctamente. , y marca las 12. El tiempo corre inexorablemente, la evidencia es clara, aunque mi reloj se niegue a dejar constancia de este pasar de las horas. Y yo continúo esperando llegar a alguna parte concreta que sea el final, o al menos parada e intermedio, de este viaje absurdo que a nada conduce.
Algo concreto y manifiestamente real ha aparecido en el horizonte aunque mis ojos, habituados todo un día al aburrimiento y a la soledad, se nieguen a dar crédito de lo que ante ellos hay. Un conglomerado uniforme y compacto de casas y edificios muy altos aparece al fondo, entre humos y atmósfera sucia. Apenas se delimitan los contornos, las aristas, destacando sobre el fondo gris. Nos acercamos con lentitud y poco a poco nos vamos adentrando, sumergiéndonos, por sus calles, Al final se ha roto la monotonía del paisaje. Las avenidas, los edificios, las tiendas con sus escaparates multicolores son otra cosa muy distinta a campos y más campos sin cultivar, llenos de hierbas y maleza verde. Ya lo creo que es distinto. Y no digamos nada de las luces de los semáforos, las bocinas de los coches, el ruido de la gran ciudad, su peculiar olor a smog me hacen sentirme bien ya. Por lo menos vuelvo  a encontrarme con mi medio. Por fin el autobús se detiene y todos nos apresuramos a bajar, empujándonos los unos a los otros, ávidos de respirar el oxígeno de la gran urbe, deseosos de que su aire y su aroma colmen y ensanchen nuestros pulmones. Ya estoy en la acera: no más estrecheces ni más señoras gorditas para atormentarme. Me siento nuevo y distinto, cambiado. Y al mismo tiempo vuelvo a reencontrarme con el que antes era. Yo no deseo cambiar. Hemos regresado al lugar de partida. Camino apresuradamente por la calle entre gentes anónimas que se dirigen a alguna parte, aunque no me importa el saberlo. Me detengo de cuando en cuando y aspiro profundamente, deleitándome en esta acción. Sí, desde luego, me siento mucho mejor. Mi reloj sigue marcando las 12, pero no importa, funciona bien.