ANDRÉS MARCO

miércoles, 16 de marzo de 2011

EL ESPEJO




Sí, estoy bien. Me siento muy cómodo en casa. No hay nada que pueda perturbar mi felicidad. Me miro en el espejo para  cerciorarme  y no veo nada. Mi espejo se ha tornado un narcisista y se pasa el día reflejándose a sí mismo. Es algo que intuyo, que vengo observando desde hace algunos días. Es como se hubiera un espejo dentro de otro. Te miras en el mismo y sólo ves un espejo. Nada más: un espejo que no refleja nada. Me enfurezco con su actitud y, sin apenas pensármelo, le propino dos patadas. La imagen de sí mismo se desvanece. Me miro con parsimonia, atento a observar, si es posible, cualquier señal en mi cara que no sea propia de mi estado de ánimo actual, pero mi imagen no aparece por ningún lado. Dentro del espejo hay unos olmos viejos y altos, muy troncudos, cuyas ramas y hojas están siendo mojadas por una pertinaz lluvia, una fuerte tormenta con abundante aparato eléctrico abatiéndose sobre ellos. Es mejor no mirar. No me interesa en absoluto contemplar paisajes de esta índole. Me ponen de mal humor para el resto del día. Será mejor olvidarme del espejo, tirarlo al cubo de basura y dejar que mañana se lo leven a otra parte, al estercolero, para que esté a su gusto, sin que nadie le impida besarse a sí mismo. A mí no me importa que lo haga, pero no cuando lo necesito, como acaba de ocurrir, para comprobar que estoy bien, que nada perturba mi paz.
Me acerco a la ventana y miro hacia fuera para no acordarme más de lo sucedido hace unos momentos, para ver cómo las estrellas de la noche juegan entre ellas a policías y a ladrones. Un grupo de ellas son los ladrones que tienen que esconderse en la amplitud del firmamento mientras el otro grupo, las que hacen de policías, no miran o lo hacen hacia otra parte y cuentan hasta cien de una forma que sólo ellas saben hacer. Después correrán por el cielo, brillando unas más que otras, jugando a confundirse con sus guiños, apagándose cuando no quieren ser vistas, poniéndose en fuga  al ser descubiertas, lanzando destellos para iluminar los lugares más recónditos y oscuros y ver si hay alguna escondida por allí, riendo y jugando toda la noche hasta que el sol las sorprenda en su diversión y como buen padre las apague y las mande a la cama, cansadas de pasar toda la noche corriendo de un lugar a otro. Me gustaría que alguna vez mi espejo reflejara durante el día unos instantes de alegría de las estrellas, entonces no lo echaría a la basura. Pero dudo que sea capaz. De todos modos no pierdo la esperanza intentando que se percate de mi deseo. Lo miro con disimulo, nada, lo miro detenidamente, tampoco. Lo cojo y lo llevo hasta la ventana, lo enfoco hacia el firmamento. No hay manera, no se da por enterado. Abro la ventana para que el aire fresco de la noche lo despeje un poco y le ayude a aclarar su mente. Nada, sigue ensimismado en su propia  contemplación. Me cabreo y lo tiro a la calle.
Al chocar con el suelo se rompe en mil pedazos y en cada uno de los trozos veo maravillado como las estrellas juegan a policías y a ladrones. Y así paso toda la noche, contemplando esta multiplicidad de imágenes de estrellas, muchas de ellas desconocidas hasta ahora para mí. Llega la mañana, las imágenes se desvanecen y yo sigo apoyado en el quicio de la ventana mirando atento por si acaso los remedos de espejuelos de mi espejo han sido capaces de retener  en su interior las imágenes nocturnas que han reflejado, tal como yo deseo. Sin embargo, nunca podré saberlo. Está amaneciendo y con el alba han llegado los barrenderos de cada mañana y con sus escobas se han llevado los pedazos de mi espejo roto. Qué le vamos a hacer,  hoy , esta tarde, sin falta tendré que comprarme otro.

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