ANDRÉS MARCO

jueves, 3 de marzo de 2011

EL AUTOBÚS


El autobús va casi repleto de gente. Personas que a mí, en lo personal, nada me importan. Me importa un comino lo que les ocurra o les pueda pasar, no es mi problema; claro que tampoco ellos se inmiscuyen en los míos, ni siquiera lo intentan. Después de todo, qué más da. Cada uno debe de ir a lo suyo sin importarle lo de los demás. Y, sin embargo, todos vamos ahora juntos, en este autobús, a un mismo destino, o por lo menos todos lo hemos cogido en un principio con el mismo propósito, para cumplir un mismo fin, por lo demás desconocido para mí y supongo que también para la inmensa mayoría de mis acompañantes de viaje. Son muchas las cosas del mismo que se me escapan. Por ejemplo, me pregunto constantemente para qué he cogido yo hoy, esta mañana, este autobús con rumbo desconocido y no soy capaz de encontrar una respuesta mínimamente satisfactoria. Tal vez sea porque he visto que había mucha gente haciendo cola y yo me he sentido atraído por ella y he optado, sin apenas pensarlo, en sumarme a la misma y ocupar mi lugar. Claro que de no haberlo hecho, supongo que no habría ocurrido nada especial. Otro me habría sustituido. O tal vez no, y mi sitio habría quedado hueco, sin nadie, y ahora este autobús iría haciendo su ruta hacia el mismo destino con mi asiento vacío, precisamente el mío, sin mí que continuaría vagando por las calles y avenidas de la ciudad intentando consumir el tiempo vanamente. Mas no me conviene internarme por estos laberintos que no llevan a ninguna parte dado que ésta no es mi situación actual. Y, además, pensar es malo: demasiado raciocinio lleva irremisiblemente a la locura. Yo voy dentro del autobús, ocupando mi asiento, tal vez reservado expresamente para mí, con un objetivo desconocido y que en el fondo me es indiferente. El autobús rueda por una carretera solitaria, sin ningún coche que nos adelante o que pase en dirección contraria, sin cruzar por ningún pueblo o ciudad, sin ningún paisaje concreto y tangible que sirva como punto de referencia y que rompa esta monotonía del paisaje siempre verde. Y al final el vehículo se detendrá en alguna parta, todos bajarán para dirigirse a quién sabe dónde y yo no tendré más remedio que abandonar este asiento, por otra parte sumamente incómodo, y seguir a todos, ir a donde ellos vayan si es que se dirigen a alguna parte concreta y conformarme con mi destino. Mientras, no me queda otro remedio, esperar.
Sí, mientras esperar, esperar... esperar qué. Debemos llevar ya mucho tiempo aquí, sentados, sin movernos, corriendo por una serie de carreteras laberínticas que en todo momento se parecen las unas a las otras, y que, incluso, siempre podrían ser la misma: se repiten con insistencia, como si no nos moviéramos de la misma, como si el vehículo estuviera quieto y fuese el paisaje el que se mueve, el que avanza, el que se repite reiteradamente y de forma sospechosa. Hemos subido al mismo esta mañana cuando el sol apenas calentaba y ahora ya está ocultándose. No obstante, si me fío de mi reloj no son más que las  doce de la mañana; es decir, apenas llevamos tres o cuatro horas de trayecto; y a mí se me antoja una eternidad. Es posible que mi reloj no funcione muy bien, e incluso que esté parado a esa hora... No, no lo está: oigo su tictac lento, pausado, rítmico, junto a mi oído. Mas no puedo aseverar nada: para tener la certeza debería preguntar a esta señora que llevo a mi lado, una señora gorda y rechoncha, semejante a un cerdo bien cebado que llevan al matadero, con esa cara sin rasgos, amorfa, tan redonda y tan de pocos amigos, una cara que parece decir: a mí no me pregunte, que yo no sé nada, con esos ojos chiquitos y esas enormes bolsas debajo que más bien asemejan talegas de harina, qué hora es. Y yo no me atrevo, no tengo arrestos, nunca los he tenido. Tengo, eso sí, la impresión, además, de que aquí nadie habla excepto yo. He intentado entablar conversación con varios pasajeros, pegar hebra por el mero hecho de dejar que así el tiempo vaya más raudo, hablar con cualquiera de ellos de cualquier tema banal y sin importancia, lo usual en estos casos, tampoco te vas a poner a discutir sobre si Sócrates debió o no acatar la orden y beber el vaso de cicuta, y nadie me ha contestado, nadie se ha hecho eco de mi solicitud desesperada. Tal vez nadie esté interesado en mantener una amena conversación conmigo... o no les interese los temas que yo podría proponerles. Claro que podrían decirlo, ¿no?. Aunque creo, es más: estoy convencido de ello, no he oído en todo el trayecto que llevamos ni una sola voz que no sea la mía. Hace rato he intentado confraternizar con la señora que llevo sentada a mi lado y que no conozco de nada. Antes he tenido que sobreponerme y vencer la enorme repugnancia que me produce su físico, en especial su cara. La he mirado a los ojos con una enorme y grácil sonrisa dudando que pudiera verme, pero había que intentarlo, y he comenzado con una pregunta absurda, tonta, sin nada de complicación para romper el hielo y darle pie. «Usted podría indicarme si es que lo sabe, a dónde nos dirigimos». No me ha contestado, la muy maleducada. Nada más se ha limitado a sonreírme poniendo su enorme manaza sobre mi pierna, cerca de la ingle y ha pretendido manosearme. Mi reacción ha sido contundente: le he pegado un manotazo en su mano, inmediatamente la ha retirado. Se ha quedado como atontada mirándome, con insolencia, como cerda en celo, No me ha quedado otra solución más que sacarle la lengua. Ofendida ha cambiado de posición y eso ha sido todo lo acontecido entre ella y yo. Ahora no voy a rebajarme preguntándole qué hora es, sería inútil. Seguro que volvería a sobarme la entrepierna, o tal vez ni tan siquiera se digne contestarme. Sí... estoy convencido de que no debo intentarlo, no me hará ni caso. Es más, está en su perfecto derecho. Ha estado muy feo por mi parte pegarle en la mano y luego, sólo luego, sacarle la lengua cuan larga la tengo, y la verdad es que es lo es mucho. También es cierto que podría coger su brazo y a la fuerza mirar en su reloj la hora que es, mas no me decido. Puede que si se tratara de una señora normal, aunque simplemente fuera rellenita. Pero así no: podría enfurecerse y, desde luego, resultaría mucho peor. Lo mejor será aguardar a que ella cambie voluntariamente de posición y sin que lo pretenda, por descuido no más, me muestre la esfera de su reloj y yo así pueda resolver mis dudas.
El tiempo avanza irremediablemente: es noche cerrada: sin luna ni estrellas que iluminen aunque sólo sea por mera cortesía del cielo. Y yo continúo aquí sentado, con esta señora que tanta repugnancia me produce a mi lado, roncando sin ataduras, sin contemplaciones, como se estuviera sola en su cama, sin preocuparse de que seguramente está molestando con tanto ruido a sus compañeros de viaje. Yo, desde luego, con su proximidad, no he podido pegar ojo. Me inquieta el hecho de que mi reloj siga marcando las 12 horas de la mañana y nada indique que está averiado, o al menos parado: su tictac prosigue como siempre. El tiempo pasa aunque parezca que todo está detenido. Todo menos el tictac de mi reloj y la marcha del autobús. Estoy decidido: de un modo u otro he de averiguar la hora que es, aunque para ello tenga que vencer la extrema repugnancia que me supone y tenga que despertar a mi más cercana acompañante. La toco con suavidad, con la palma de la mano, en el hombro. No hace caso, ni tan siquiera se ha dado cuenta. Insisto con más contundencia. Nada, no hay quien la despierte. Veo su reloj en su brazo izquierdo, al otro lado de ella, mirando la esfera hacia el pasillo. No me queda otra alternativa. Si quiero saber qué hora es tendré que pasar por encima de ella. Y yo estoy resuelto. Paso distraídamente mi mano por encima de su enorme vientre hasta llegar a tocar su brazo izquierdo. Cojo su muñeca y estiro con fuerza hacia mí... Ya está: veo la esfera de su reloj: las agujas están ambas en las doce. Y no se ha despertado. Tan sólo un fuerte rugido y el girar de su cuerpo hacia mí. Su cabeza ha caído pesadamente sobre mi hombro a causa de mi acción de tirar. Ahora me abraza con fuerza y hasta con algo de cariño. Por lo demás, continúa dormida. Desde luego mi situación personal física y emocional ha quedado gravemente deteriorada: ya la tengo encima mío, una de sus piernas sobre las mías, y eso con la enorme repugnancia que su mera presencia ya me produce. De todos modos puedo sacar una conclusión evidente al respecto. Mi reloj, y el de ella, y supongo que el de todos los demás también, están detenidos a la misma hora, aunque sus mecanismos continúen funcionando. Por otra parte nos encontramos dentro de un autocar que se dirige a alguna parte concreta y predeterminada, para mí desconocida, desde hace al menos 16 ó 18 horas. Yo calculo que realmente deben de ser las 2 o las 3 de la mañana, aunque no puedo asegurarlo. Lo único que sé es que es noche cerrada y que yo estoy totalmente desvelado, por tanto, forzosamente debe de ser madrugada. Así que no me queda más remedio que aguardar a que amanezca y mientras intentar utilizando todos los medios a mi alcance que mi situación personal, deteriorada gravemente, cambie de algún modo para mejorar. No aguanto más su peso, su abrazo vigoroso, su aliento caliente y asqueroso que incide directamente sobre mi rostro, y mucho menos sus ronquidos. Sólo veo como solución viable por el momento clavarle con todas mis fuerzas el codo en los riñones hasta hacerle daño y obligarla a abandonar su cómoda posición actual.
Está amaneciendo. La noche lentamente se va retirando, como si deseara que su marcha pase inadvertida. Ha sido un irse callado y sigiloso. Y ya la luz del día dentro de muy poco se impondrá sobre esta penumbra lechosa y pesada que todo lo confunde. A pesar del cambio de la naturaleza, pienso, es más: estoy seguro, que nada más va a cambiar. Por lo menos en lo que hace referencia a mi situación personal, que para mí, en estos momentos, es lo más fundamental Y no es que no existan otras cuestiones más relevantes que mi estado dentro de este autobús con destino desconocido. Pero para mí, mi situación adquiere el carácter de esencial. No se trata sólo de mi estado de cansancio tras toda una noche sin poder pegar ojo, con muchas horas de viaje ininterrumpido sentado en el mismo asiento, sin haber probado alimento alguno, sin haber roto en ningún momento el tedio del viaje, sin haber podido bajar y caminar un poco, nada más para estirar las piernas y distender los músculos que ya hace rato que siento agarrotados. Y sobre todo tengo el codo, y el brazo, dolorido, hasta el punto de que no lo siento, de tenerlo toda la noche clavado materialmente en los riñones de esta señora de rasgos tan marcadamente vacunos, sin haber logrado nada positivo. Mis oídos retumban, especialmente el izquierdo, tras varias ininterrumpidas de tener sus ronquidos pegados como una lapa. He de confesar que lo he intentado todo para deshacerme de ella: lo del codo, le he abofeteado en la cara violentamente, le he pegado puñetazos en la barriga y en la barbilla, le he tapado varios minutos la nariz, pero no ha sido posible, no he obtenido el resultado que pretendía. He apretado incluso con ambas manos su cuello sin poder abarcarlo todo para estrangularla. Nada, ni se ha inmutado. Si no fuera por el tremendo estruendo de su roncar y el calor maloliente de su aliento proyectado insistentemente sobre mi rostro habría llegado a la conclusión de que era un cadáver lo que se había dejado caer en mi hombro. O tal vez un muro. Pero no es así: su actitud y su comportamiento son muy distintos: me abraza con fuerza, de cuando en cuando me acaricia, me rasca delicadamente la cabeza y me besa en la mejilla. Así que no, no está muerta. Me está molestando cada vez más y no ya no aguanto. Vamos, que ya está resultando cargante. Y yo no tengo por qué aguantarla ni un minuto más. Se lo voy a decir, con educación para que no se moleste: no me importe que piense que soy un grosero. Claro que para eso antes tendré que despertarla y, tras todos mis intentos nocturnos fallidos, veo que es algo que queda lejos de mis posibilidades. Mi experiencia acumulada así lo constata. Habrá que esperar a que ocurra algo por sí mismo, algo en lo cual yo no intervenga para nada, y que me libere de su opresión.
Como era de esperar ya ha amanecido totalmente y el sol intenta apoderarse del espacio para llenarlo por completo.  Sus primeros rayos, tímidos y respetuosos, indecisos, como yo, se van abriendo camino entre la densa bruma que se levanta de los campos. Poco a poco ha ido ganando espacio y muy pronto se sentirá su estabilidad y su calor. Quiero dejar aquí constancia de mi agradecimiento a este astro que ha llegado como guerrero vencedor de mil batallas y que me ha librado de la presa de mi acompañante de asiento. La verdad es que ha resuelto el problema del modo más sencillo posible y sin que mediara entendimiento ni ayuda por mi parte. Lo ha hecho él solo, sin pedir permiso ni sugerir nada. Se ha limitado a posarse con fuerza en el rostro de esta vaca y al instante ella, voluntariamente, agradecida de la insolencia del recién llegado, se ha girado hacia la otra ventanilla liberándome de su pesadez repugnante y asquerosa. Y mientras el autobús sigue su marcha sin detenerse en ningún momento, ni tan siquiera a repostar, tragando kilómetros y más kilómetros con un fin concreto, supongo, aunque fuera de mi alcance y entendimiento. No acierto a verle la utilidad al mismo, por lo menos hasta el momento, Rodar por carreteras vacías y solitarias, tan parecidas las unas a las otras, tan monótonas, sin ningún tipo de aliciente que rompa la soledad manifiesta de este paisaje tan verde. Miro mi reloj, que sigue funcionando correctamente. , y marca las 12. El tiempo corre inexorablemente, la evidencia es clara, aunque mi reloj se niegue a dejar constancia de este pasar de las horas. Y yo continúo esperando llegar a alguna parte concreta que sea el final, o al menos parada e intermedio, de este viaje absurdo que a nada conduce.
Algo concreto y manifiestamente real ha aparecido en el horizonte aunque mis ojos, habituados todo un día al aburrimiento y a la soledad, se nieguen a dar crédito de lo que ante ellos hay. Un conglomerado uniforme y compacto de casas y edificios muy altos aparece al fondo, entre humos y atmósfera sucia. Apenas se delimitan los contornos, las aristas, destacando sobre el fondo gris. Nos acercamos con lentitud y poco a poco nos vamos adentrando, sumergiéndonos, por sus calles, Al final se ha roto la monotonía del paisaje. Las avenidas, los edificios, las tiendas con sus escaparates multicolores son otra cosa muy distinta a campos y más campos sin cultivar, llenos de hierbas y maleza verde. Ya lo creo que es distinto. Y no digamos nada de las luces de los semáforos, las bocinas de los coches, el ruido de la gran ciudad, su peculiar olor a smog me hacen sentirme bien ya. Por lo menos vuelvo  a encontrarme con mi medio. Por fin el autobús se detiene y todos nos apresuramos a bajar, empujándonos los unos a los otros, ávidos de respirar el oxígeno de la gran urbe, deseosos de que su aire y su aroma colmen y ensanchen nuestros pulmones. Ya estoy en la acera: no más estrecheces ni más señoras gorditas para atormentarme. Me siento nuevo y distinto, cambiado. Y al mismo tiempo vuelvo a reencontrarme con el que antes era. Yo no deseo cambiar. Hemos regresado al lugar de partida. Camino apresuradamente por la calle entre gentes anónimas que se dirigen a alguna parte, aunque no me importa el saberlo. Me detengo de cuando en cuando y aspiro profundamente, deleitándome en esta acción. Sí, desde luego, me siento mucho mejor. Mi reloj sigue marcando las 12, pero no importa, funciona bien.




























No hay comentarios:

Publicar un comentario