ANDRÉS MARCO

miércoles, 16 de marzo de 2011

UNA EXTRAÑA SENSACIÓN



Hace días que lo noto. Es como si tuviera un bulto en el estómago. Al principio, de esto hace ya dos semanas, era una ligera molestia. Apenas nada. Un malestar que no pasaba, siempre lo mismo: un leve dolor de cabeza, como si estuviera algo empachado. Sin embargo, hace tiempo que no abuso  de la comida. Mi estómago no me lo permite. También pensé, como causa, en la posibilidad del alcohol, pero últimamente tampoco bebo, ni siquiera vino. Es la única forma de no sentir después esos latigazos persistentes, esa comezón interna que sube por el esófago hasta la garganta. Y yo, ahora, no noto ninguno de estos síntomas. Por tanto, debo descartar cualquier atisbo, por somero que pudiera parecer, de úlcera de estómago. Trastornos gástricos siempre los he tenido, pero nunca así, como ahora los siento. Es como si algo habitara dentro de mí, o al menos se estuviera gestando en el interior de mi estómago. Incluso hay momentos en que creo sentir que se mueve. En un principio decidí no darle demasiada importancia, confiando en que al final pasaría. Como el avestruz: haciendo oídos sordos a la evidencia, creemos que no está ahí. Pero no ha sido así. Persiste, y, cada día que pasa, con más insistencia. No por negarlo, deja de ser obvio lo obvio.
Ya casi me he habituado a  y no lo noto tanto, pese a que resulta sumamente molesto. La mejor terapia siempre consiste en aceptar la propia realidad de uno, aunque sea dolorosa y triste. Durante unos días me he dedicado a hacer régimen y a no comer apenas. He adelgazado tres kilos; pero no ha servido absolutamente para nada. Tal vez la terapia puesta en práctica no ha sido la más adecuada. El malestar continua. Pienso que debería ir al médico, mas sé sobradamente lo que me va a decir: nada de abusar del alcohol y que deje el tabaco. Y esto último ni hablar, no estoy dispuesto a transigir. Lo demás ya vengo cumpliéndolo desde hace mucho, por tanto, sus recomendaciones se me antojan innecesarias.
Lo cierto es que me molesta sobremanera. Especialmente hoy. Y lo peor es sentirlo sin saber lo que es. Me he levantado esta mañana convencido  de que por fin iba a saber qué es lo que me sucede, cuáles son los cambios que se están operando en mi organismo sin que yo pueda controlarlos. Noto un peso especial dentro de mí, algo ajeno que se mueve, como si tuviera autonomía propia. Me causa un dolor leve, suave, que no molesta excesivamente, pero cuya persistencia incomoda. He intentado desayunar como cada mañana y las nauseas que han aparecido y que nunca había sentido antes no me lo han permitido. Apenas un té a pequeños buches. Eso ha sido todo. Enseguida se han hecho presentes las arcadas y he tenido que vomitarlo. Mejor no tomar nada sólido, pasar el día con agua y esperar a ver qué sucede. Describir cómo he pasado esta mañana es algo totalmente imposible. El dolor, la pesadez de cabeza, el abotamiento, las náuseas, el malestar general son todos ellos obstáculos que me impiden emprender cualquier actividad por ínfima que ésta sea. Tumbado en la cama, con la mente en blanco, sin intentar fijar mi pensamiento en algo concreto, nada de intentar un proceso intelectivo lúdico, nada. Así siempre. Dejando pasar los minutos, las horas. Sin pretender levantarme en ningún momento. Acostado, esperando que suceda lo que tenga que suceder. Presto a actuar cuando el momento llegue, consciente de que hoy es el último día y que luego todo habrá acabado.
No puedo ahora precisar en qué momento ha comenzado. Me he visto obligado de forma imperativa a abandonar mi estado letárgico en la cama para ponerme a caminar, primero lentamente, como si mis pies no superan hacerlo, luego, a medida que he ido sintiendo mis piernas como propias de  forma cada vez más convulsiva y rápida sin que haya podido detenerme en ningún momento. No sabría precisar qué extraña fuerza me ha inducido a obrar de este modo. Sin embargo, ahora me encuentro levantado, dando frenéticas vueltas a la mesa del comedor, consciente de que muy pronto algo en mí va a suceder.
No sé, pero de pronto siento que debo detenerme, hay dentro de mí algo que me obliga a ello. Mi voluntad ya no es mía. Permanezco de pie, quieto, sin moverme, temblando por dentro y rígido por fuera. Se intensifica el dolor en el vientre. Intento concentrarme en cualquier cosa que no sea mi dolencia consciente de que puede resultar un método tan eficiente como cualquier otro a falta de uno conocido para eliminarla. Dejar que mi cerebro centre toda su atención en algo distinto para que esta sensación dolorosa aguda quede relegada a segundo término. Resulta  baladí. Persiste, cada vez con mayor intensidad. Soy incapaz de sobreponerme. Como un autómata me desabrocho el cinturón  y me bajo los pantalones. Estoy en cuclillas, haciendo fuerzas, intentando que lo que tiene que salir evacue, me abandone para siempre. Aprieto los dientes, lo intento una y otra vez, sé que está bajando, pero aún no acaba de ver la luz. Más fuerte, apretando, tiene que salir, le cuesta, con más fuerza... me concentro al máximo, mentalmente me repito: ha de salir... ha de salir... salir... hacia abajo... afuera, que vez la luz. Cada vez me resulta más doloroso, gotas de sudor perlan mi frente... no puede faltar mucho. Un esfuerzo más... aunque duela... hacia abajo... aprieto todavía más si cabe los dientes... un  poco más... un poco más... así... ahora...  así... con fuerza... con el placer que siente en estos casos... eso es. Ya está.
Por fin ha salido. Me siento enormemente aliviado. No habrá más dolores, ni sensaciones raras, ni náuseas. Se acabaron las molestias. Me subo los pantalones. Lo hecho, hecho está. He puesto un huevo en el suelo. De haberlo sabido me habría preocupado de preparar su advenimiento poniendo un grueso almohadón para que no lo recibiera el frío suelo, pero qué le vamos a hacer. Es un huevo normal, como de gallina, aunque a mí me parece ligeramente  mayor, distinto, todo blanco y brillante. Es mi huevo, únicamente mío, me pertenece porque es fruto de mis entrañas. Lo cojo con sumo cuidado entre las manos y lo observo con deleite. Le doy vueltas, lo miro desde todos los ángulos posibles y no obstante siempre es el mismo: igual a sí mismo. Un huevo, el huevo por antonomasia, EL HUEVO. Y lo he puesto yo, ha salido de mí. Mientras lo miro noto que se está rompiendo la cáscara entre mis manos. Sabía que no podía durar esta dicha. Lo deposito encima de la mesa expectante a la vez que preocupado. Mi huevo se está rompiendo. Le voy desprendiendo con sumo cuidado las cáscaras, Dentro apenas hay nada. Nada más unas letras de color blanco muy brillantes, unidas entre sí. Es como esos colgantes de oro que uno lleva al cuello con su nombre. Las extraigo con delicadeza y las dejo sobre la mesa. Tienen como una telilla que impide leer su significado. Las limpio con la yema de los dedos y ahora sí puedo leer: «LIBERTAD». La palabra, mientras la leo, se va evaporando poco a poco hasta quedar en nada. La palabra ya no existe, está seguramente en el aire. Del huevo apenas queda nada: las cáscaras esparcidas por la mesa. Me levanto y voy a buscar una bayeta a la cocina. Recojo los restos de mi huevo desaparecido y las arrojo al cubo de basura. 

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