ANDRÉS MARCO

jueves, 24 de febrero de 2011

LA SILUETA



La noche es oscura a pesar da esa luna llena, grande, redonda, que  pretende emerger tímidamente, como si se supiera no invitada a la fiesta, por detrás de la casa. El edificio es alto, con una torre que sobresale a cada lado de la estructura compacta del centro. Queda recortado por la luz dela noche, tan sólo unos contorno imprecisos que no impiden detectar su presencia en la plaza. Una silueta negra y algo pequeña avanza protegida por las sombras de las restantes construcciones que rodean al grande. Lo hace lentamente, midiendo, calculando sus pasos, procurando no dar uno en falso: primero un pie hasta que queda firmemente aposentado en el suelo, luego, sólo entonces, luego, el otro, y así cada vez. Se detiene y mira hacia atrás, hacia los lados, hacia delante, no hay nadie más. Está solo. Bueno, solo, solo, no. Nada más yo que lo observo desde lejos. Pero él no sabe de mi presencia. Y mucho menos de mi mirada escrutadora que se ha cebado en su caminar a falta de otra distracción mejor. No tengo sueño, sé demasiado bien que si me acostara inmediatamente pasaría toda lo noche dando vueltas entre las sábanas sin poder conciliar el sueño. Desde mi ventana nada más veo la plaza. Al principio estaba solitaria y silenciosa, sumida en la penumbra de la noche. De pronto y sin saber cómo ha aparecido él. Antes no me había percatado de su presencia. Posiblemente ya estaba desde el comienzo de mi banal observación, sólo que no lo había detectado. Me he sentido atraído por su raro proceder, sobre todo teniendo en cuenta que no confiaba encontrar a nadie. Sigue avanzando pausadamente. Desde luego no tiene prisa, seguramente le pasa como a mí: nadie le aguarda para compartir su calor. Creo que únicamente él y yo permanecemos despiertos en esta fría noche. Un paso. otro paso... otro paso... leva demasiado tiempo asó. No me cabe la menor  duda de que se dirige a las gran casona que destaca en medio de la plaza, entre todas las demás, una especie de palacio neocolonial que me ha atraído desde siempre pero del que no sé absolutamente nada. Encendería un cigarrillo, mas soy consciente de que distraería mi atención, y tal vez ese farolillo rojo en mis manos o en mi boca sea suficiente para que él sede cuenta de mi presencia detrás de los vidrios de esta ventana.
Creo que por fin ha alcanzado su meta. Me he distraído ligeramente con mis pensamientos y apenas si me he dado cuenta de que llegaba a la casa. No sé si será su propietario o no, pero mora en ella, o al menos tiene una llave que abre la puerta y por tanto le está permitido entrar dentro. Se ha acabado mi distracción. Debería acostarme, aunque aún no... no vale la pena, no me dormiré enseguida. Es mejor esperar y fumarme el último cigarrillo mientras las estrellas siguen llenando la noche y la luna avanza aún más lentamente. Se ha encendido una luz en el primer piso, aunque ya no me atrae tanto. Está en su derecho a hacer en su casa lo que le venga en gana. Una luz encendida no significa apenas nada, tan sólo que alguien la ha encendido. Inmediatamente se apaga, solo ha estado unos breves instantes, no llega aun minuto. ¡Cuesta tanto de pasar el tiempo en estas ocasiones en las que el aburrimiento te domina y no tienes sueño!. De nuevo veo al personaje de antes al fondo, frente a mí. Está en el balcón, un gran balcón que abarca toda la fachada del edificio. Permanece parado, estático, mirando hacia la plaza, sin hacer nada. No, sin hacer nada no, simplemente lo parece. Está orinando a la calle. Este hecho me choca, pero si quiere orinar a la plaza y no hay nadie que le impida el hacerlo... Todos tenemos nuestras manías. Si obrando así se siente mejor, por mí que lo haga. Noto, a pesar de la distancia, que ríe contento, satisfecho. Pues mejor. No estoy seguro pero he notado un ligero ruido, como si la tierra se hubiese movido. Y sin embargo no ha pasado nada. No... hay algo en la plaza, junto a la casa, que antes no estaba. Sí, es como un pequeño árbol que nunca había estado allí. Precisamente donde él ha orinado. Y crece constantemente, pronto será tan alto como el edificio... Ya no crece más. Apago el cigarrillo dispuesto a no perderme detalle. Es un abeto muy grande, muco más alto que cualquier otro. Mientras, él ríe contemplando el árbol. Presiento que voy a tener distracción para rato. Es igual de alto que la casa. La silueta da saltos de alegría a lo largo de la balconada. Del árbol se descuelga una figura- Es, me parece a mí, una mujer muy vieja vestida de negro con un pañuelo del mismo color en la cabeza. Mira por un momento al árbol, luego al balcón y a la casa. Se arrodilla en el suelo, permanece un rato así, se levanta... se dirige hacia el árbol, besa su tronco, se vuelve hacia el balcón, se levanta las faldas riendo y a continuación sale corriendo. Demasiada veloz para su edad: ha sido un verla y no verla. Más bien ha desaparecido, se ha esfumado. La luna llena se recorta sobre la copa del abeto. Está detenida en esa posición: parece como si se hubiese quedado atrapada allí. Desde los flancos de la plaza manan unas siluetas de jóvenes mujeres, todas ellas vestidas de blanco, moda de principios del siglo XX, con largas faldas , pamela en la cabeza y una sombrilla abierta también  blanca que hacen girar entre sus manos sobre la cabeza. Son aproximadamente una veintena. Es imposible contarlas a todas, no se están quietas, se entrecruzan entre ellas, no dejan de moverse, así es imposible seguir a una de ellas en concreto. Todas me parecen iguales. Han formado una especie de corro alrededor del abeto y giran, le dan vueltas, primero muy despacio, después van acelerando, cada vez con mayor rapidez hasta dar la impresión de que en realidad no se mueven en el vértigo del girar, es como si lo adoraran o qué se yo.... Oigo como un silbido agudo, penetrante, de alta frecuencia y de súbito todas ellas son absorbidas por el árbol, desaparecen entre sus ramas. únicamente queda en escena una figura que antes me había pasado desapercibida. Es él, la silueta del comienzo que mira hacia arriba del árbol intrigado. Lleva algo en las manos. Parece un hacha o algo así. Comienza a dar golpes contra el tronco, aunque no hace ningún ruido. Lo está cortando con extrema presteza. Como un experto. El árbol cae al suelo sin ningún estrépito en su caída, ni tan siquiera un leve crujido, sin levantar polvo ni aire. Coge el tronco con ambas manos y tira de él hacia la casa. Lo mueve como si fuera una pluma. En el otro extremo, en la copa del abeto está la silueta de la luna adherida al mismo. Lo mete dentro y cierra la puerta. Me quedo extrañado y perplejo por cuanto he visto. Sé que no podré dormirme ya. Miro al cielo. No hay luna por ninguna parte. Permanezco toda la noche en vela junto a la ventana aguardando nuevos acontecimientos que no se producen.
Apenas comienza a clarear el alba bajo corriendo a la plaza para observar los restos del abeto talado la noche anterior, la huella de su presencia plantado en la plaza. No hay nada, ni tan siquiera la más leve sospecha de que allí haya podido haber antes un árbol, nada. El asfalto no presenta brecha alguna por ninguna parte. Observo el edificio con detenimiento. Sólo al fondo, al final y a un lado de la puerta, casi oculta, una placa llama mi atención porque nunca me había fijado en la mismo. “Biblioteca Municipal”, reza la misma. Me quedo ensimismado contemplándola durante varias horas. Luego la plaza comienza a llenarse de personas con la actividad diaria. A un anciano que pasa le pregunto si aquello es la Biblioteca, y me responde que sí, que siempre lo ha sido, que él recuerde, pero que nunca entra nadie en ella, que si yo quiero entrar que deberé aguardar hasta las diez que antes no abre. Pienso que es mejor que me vaya a dormir, comienzo a sentir sueño.  

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