ANDRÉS MARCO

lunes, 14 de febrero de 2011

LA PILILA



Te quejas, y con razón, cariño de mi falta de apetito. No deberías haberte casado conmigo. Si, ya sé. Ahora es tarde, sólo queda el divorcio. Pero, cómo explicarte mi pasado si estoy convencido de que no me vas a creer. Entiendo que mis silencios tampoco ayudan. Yo te quiero, Nati, y tú bien lo sabes. Y comprendo que tú esperes algo más que meras caricias y la repetición de palabras que al final, y es lógico, te suenan hueras. Qué puedo decirte. Por dónde comenzar para que te hagas a la idea y que mi historia no te suene a mera excusa.

Veras, todo comenzó siendo yo muy pequeño. Tan chico era que apenas guardo una imagen muy difuminada y vaga de cómo apareció aquella pequeña muñeca de trapo con el pelo rubio en mis manos. Había visto una similar en una revista que andaba perdida por casa y llegué a desearla tanto que al final apareció entre mis manos. Todo contento corrí a enseñársela a mi madre. Ella se sorprendió al verme con la muñeca. “Qué bonita que es”, dijo. “¿De dónde la has sacado?”. Y yo, en mi inocencia, respondí con la verdad: “La pilila”. No me creyó. De seguro pensó que la habría encontrado en alguna parte o tal vez en la calle. Yo, por lo que luego he deducido, debí desear  el tener una muñeca de trapo hasta el extremo de que mi pene fue capaz de generarlo. Sí, tal como lo oyes. La muñeca salió de mi pito.

Pasó el tiempo y yo fui creciendo consciente de que cada vez que deseaba algo con mucha fuerza y me acariciaba el pene, antes o un poco más tarde, lo tendría, saldría de mi glande catapultado hacia fuera. Me contentaba con bien poco. Apenas algún que otro caramelo y para de contar. Eran años de extrema religiosidad condicionada y el sexo estaba oculto, prohibido. Un niño no debía tocarse. Bueno, eso me lo metieron en la cabeza mucho después. Entonces yo era demasiado chico y no tenía sentido. En casa tampoco sabían nada. Yo había descubierto algo y pensaba que aquello era lo normal. Hasta que un día alguien en casa comentó: “Este crío tiene lombrices. Por la noche, cuando duerme, le chirrían los dientes. Y eso debe ser porque siempre está comiendo dulces”. Mi madre se extrañó sobremanera.  Ella no compraba de esas cosas. Y nadie me daba. De dónde podía sacarlas. “Es muy pequeño para que sise en mi monedero e ir a comprarlas a escondidas”, fue tajante mi madre. “Pues yo más de una vez le he visto masticando caramelos”, replicó la delatora. Y fui llamado a cónclave. No tuve otro remedio que explicarme: “Salen de la pilila”. Y no me creyeron, lo cual me fue de maravilla. En casa me daban un jarabe contra las lombrices que se supone tenía y yo me atracaba luego de dulces que sacaba fácilmente acariciando mi pene. Y digo acariciando porque aquello ni tan siquiera tenía visos de constituir una masturbación.

Y seguí creciendo. Y en la escuela también me recomendaron encarecidamente que los niños no debíamos tocarnos bajo pena de las llamas eternas del infierno. Y a mí aquello me angustiaba mucho porque si me la cascaba iba al infierno y si no me tocaba dejaba de tener las pequeñas cosas que como niño tanto deseaba y que disfrutaba a escondidas de todos. Y así pasé un tiempo atroz recomiéndome entre las dudas y el miedo hasta que llegó el día que cometí la errónea brabuconada de vanagloriarme ante los chavales del pueblo de que yo era capaz de conseguir un balón de reglamento para que todos jugáramos a fútbol allí mismo. Y para que dejaran de mofarse de mí no se me ocurrió otra idea más que desabrocharme la bragueta, sacar mi pilila y decir: “Ahora veréis”. Y comencé a masturbarme frenéticamente hasta que mi miembro se fue hinchando y parecía que mi glande iba a estallar. Pero no fue así, al final salió disparado al aire como si fuera el inicio de una meada un balón blanco con el que todos se quedaron con la boca abierta. Tuve suerte, nadie se chivó. No, no sentía nada parecido al placer al acariciar mi miembro, aunque menos dolor. Yo me limitaba a hacerme una paja aún a sabiendas que eso era malo y, aparte del fuego eterno y que Jesús lloraba si me veía hacerlo, desecaba el seso según nos decía el cura.

Lo malo de todo es que la cosa no quedó ahí. A partir de ese día todos los chavales del pueblo fueron mis amigos, amigos interesados, claro. Cada vez que necesitábamos algo, y en aquella época las carencias era lo cotidiano, recurríamos a mi nabo. “Venga, saca el nabo y hazte una paja, Pablico, que no nos chivaremos”. Y de este modo teníamos tabaco y cerillas para fumar, más balones de reglamento, birlos, barajas de cartas, cuerdas, y cuantas cosas se nos ocurrían para jugar. Viví una época dorada, como niño, en la que me convertí en el centro de todas las actividades infantiles del pueblo. Me llegué a sentir importante sabiendo que en mi pito estaba la solución a nuestras infantiles necesidades. Nunca llegué a  pensar que aquello de dejar que me la cascaran era malo. Necesitábamos demasiadas cosas para jugar y yo disponía del medio para conseguirlas. El problema es que cada vez me buscaban más y cada vez más yo disfrutaba con aquel juego previo al juego. En una palabra, empecé a cogerle gusto al hecho de que todas las chicas me buscaran para que mi pilila nos diera lo que anhelábamos. Claro, yo me iba haciendo mayor y ya no consentía en ser yo quien me acariciara, exigía encarecidamente que fueran las niñas quienes tenían que maniobrar con el consabido vaivén hasta que manara el objeto de nuestra común codicia.

Aún recuerdo aquella tarde en que tumbado en la era, las chicas comenzaron a masturbarme entre todas porque querían algo para poder jugar ellas. Y yo desee con todas mis fuerzas que siguieran haciéndolo, porque comenzaba a hacerme mayor y aquello me estaba gustando, y entre mis resistencias a que acabaran salió un tren eléctrico con vía todo pitando. Qué tarde pasamos todos juntos, conchabados eso sí, admirando la máquina y los vagones, y la vía, larga y bien montada, y el pitido de la locomotora cuando se metía en el túnel. Fue maravilloso. Al menos lo más maravilloso que salió de mi pilila, y eso que brotaron cosas muy especiales: grullas, loros, flamencos, una radio para poder escuchar un partido del Zaragoza, una tarde fue un gramófono con placas y todo para que pudiéramos bailar, y meterles mano, con las chicas, un cachorro igual que el       que estrangulamos jugando y sin querer, para que no se diera cuenta el tío Cayo. Mejor lo dejo, Nati, sería una larga lista y ya veo que no me crees. Pero mira, es verdad, cuanto deseaba salía de mi pilila. Hasta que un día Teresica me estaba haciendo una paja maravillosa, y yo estaba gozando lo indecible, y en vez de salir una cuerda para saltar las chicas a la comba, lo que salió de mi glande fue semen. “ Anda, se ha corrido y ha echado leche”, exclamó toda cachonda Teresica. Y todos corrieron para verme en pleno éxtasis. La cuerda no salió. Nunca salió nada más excepto lo que tenía que salir: semen. Y así me hice adulto, sabiendo que en el pueblo toda mi generación sabe, pero calla, que hubo una época en que Pablico se sacaba de la polla lo que le pedían.

Y esta es, según creo yo, la razón por la cual ahora tengo un cipote tremendamente grande, pero estéril y que apenas si sirve para miccionar. No me mires con esa cara, te lo ruego, Nati, trata de comprenderme al menos. Mi pene ya cumplió en su día su función y dio sus frutos, incluso excesivos, ahora ya no me queda ningún deseo. Tal vez has llegado demasiado tarde, o puede que todo se reduzca a un profundo problema psíquico. Lo siento pero por más que tú me atraes, y te quiero, difícilmente consigo que mi pene  se levante con brío y cumpla con lo que tú esperas de él. Sé que ya no es posible,  se ha quedado flácido y reseco, como un árbol caído y muerto, sin ramas verdes. Puede que la solución esté en volver a desear otra vez con todas mis fuerzas, con una ilusión infantil que ahora ya no tengo, otra muñeca de trapo.

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