ANDRÉS MARCO

jueves, 24 de febrero de 2011

E L S U E Ñ O




Me desperté bañado en sudor. Todo mi lecho estaba mojado. Sentía a lo largo de mi cuerpo una mojazón glacial y maloliente que me resultaba francamente molesta. Si, aún ahora, me preguntaran el por qué de todo esto no sabría ni qué decir ni cómo explicarlo. Creo que la causa estaba en lo que había soñado en aquella larga e interminable noche. No obstante, concretar el sueño de forma escueta no me es posible. Me había ocurrido algo, inaudito seguramente, que me había obligado a despertar gritando furiosamente, como un poseso, fuera de mí, con todo mi cuerpo encharcado de ese sudor frío que he reseñado anteriormente, el pecho ­lleno de arañazos, con señales de uñas clavadas por todas par­tes, y mi cara con una expresión que me hizo huir aterrado del espejo al ver reflejado mi rostro en él. Sin embargo, y a pesar de todo lo sucedido, calificar aquel sueño de pesadilla sería ir demasiado lejos: hay que llamar a cada cosa por su nombre. Yo me había acostado más temprano de lo que suelo hacer normalmen­te, aunque en mí también es un hábito normal: estaba cansado de no hacer nada  en todo el día y necesitaba por todos los medios descansar un poco. Todo comenzó cuando me encontré sin sa­ber cómo caminando, vagando, por un sendero que estaba seguro de que no conducía a ninguna parte, entre matorrales y yerbajos de poca monta calcinados por el calor de un verano extremado, pese a que el cielo, para mí, estaba cubierto por unas enormes y algodonosos nubarrones. El sol resplandeciente y el calor inu­sitado de aquel día me hacían sudar y me obligaban a cada instante  a detenerme para secarme con la manga de mi camisa la frente. No sabía a dónde me dirigía aunque en mi mente rondaba un ex­traño presentimiento de que llegaría aquel mismo día a alguna parte en un valle rodeado de altas y rocosas montañas desconocidas para mí, pero con la seguridad de que yo antes había estado alguna vez remota allí. Sin saber cómo de pronto apareció ante mí, sin que lo hubiese divisado con anterioridad una casa en ruinas. Sí, ciertamente podía ser muy bien este lugar mi destino desconocido pese a qua no tenía ninguna seguridad al respecto. Sus­ paredes destartaladas me brindaban al menos la posibilidad de descansar durante un cierto tiempo sentado en la sombra y recapa­citar y discernir sobre la conveniencia de aceptar aquel lugar y aquella casona como punto final de mi camino por estar desti­nado a ella. Algunos cuervos sobrevolaban mi cabeza proyectando sus figuras negrura en el suelo: bonito espectáculo, danza maca­bra con sus graznidos y acometimientos en su ir y venir a quién sabe qué. Y no le­jos de allí donde yo estaba se apreciaba ostensiblemente la si­lueta recortada a contraluz por los rayos de aquel sol tan alu­cinante de unos buitres saciándose sobre el cuerpo de algún animal muerto hacía poco. En resumen: nada fuera de lo corriente.
No llevaba apenas tiempo sentado cuando oí detrás de mí un leve ruido, como si alguien estuviera moviendo piedras a la vez que sollozando. Me giré con parsimonia, algo asustado, para ver de qué se trataba, aunque en aquellos momentos poco podía importarme dado mi cansancio, y... sin saber cómo me encontré con una niña peque­ña, de unos siete u ocho años de edad, semidesnuda, sucia, desgreñada, llorosa, y con cara de como extraviada. Estaba muy cerca  de mí jugando, entre sollozos, a entrechocando dos piedras que lleva­ba en las manos mientras  su mirada se perdía en algún punto fijo  de la lejanía más inmediata .Al principio quedé un poco estu­pefacto ante esa visión que ciertamente allí no me esperaba. Fro­té con ambas manos mis ojos para asegurarme de que estaba des­pierto, y al volver a mirar hacia el mismo lugar la niña ya no estaba allí: había desaparecido. Su visita había resultado tan fugaz que pensé que no había sido  más que una alucinación mía, hasta cierto punto lógica y admisible, originada por mi estado de cansancio y anonadamiento. Pensándolo bien no había ocurrido nada fuera
de lo normal: había creído ver, me había imaginado una niña pe­queña jugando con unas piedras. No tenía porqué preocuparme: a veces las situaciones extrañas suelen gastarte estas bromas: todo se reduce a un simple juego de la imaginación mal inter­pretado.  Mas aquella niña me pareció lo suficiente real como para aceptar su falsedad. Su mentira no me convencía: al menos tenía como asidero, estaba claro, el sonido que producen dos piedras al entrechocarse y eso sí que lo había oído bien, estaba seguro. Y ahora volvía a oírlo. Perplejo miré a un lado y a otro y allí, junto a mí, estaba de nuevo aquella niña y esta vez si que no era una imagen etérea y fugaz, sino una realidad viva y palpable. Quise levantarme para saludarla sin que se atemorizara mientras ella lan­zaba lejos de sí ambas piedras, pero mis fuerzas me  flaquearon y no pude incorporarme antes de que ella me hiciera un gesto vago a su vez demasiado significativo de que me quedara tal como estaba, sentado a la sombra de aquella pared ruinosa y desvencijada. Le pregunté cómo se llamaba y que qué hacía ella sola por aquellos andurriales tan solitarios, tan  poco comunes, y  no me contes­tó. Se limitó a ofrecerme un líquido que llevaba en una cantimplora  herrumbrosa y vieja. Bebí y al entrar aquel vino o lo que fue­se en mi boca sentí un extraño sabor que me hizo sentir nauseas: era demasiado agrio, aunque no se parecía en nada al vinagre: al­go nuevo y desconocido para mi paladar. Lo escupí inmediatamente y la niña, al ver mi reacción salió corriendo temerosa tal vez de que yo llegara a enfadarme con ella a causa de este pequeño incidente sin importancia. Nada más le oí decir antes de mar­char, mientras yo bebía, señalando con el dedo hacia donde estaban los buitres: "es mi padre, lo ahorcaron anoche".Eso era todo. Meditándolo detenidamente la niña con toda seguridad tenía por una parte motivos más que suficientes para andar merodeando por aquellos parajes y también, a su vez, los tenía para salir co­rriendo, espantada, al ver cómo aquellos asquerosos y repugnantes pajarracos se alimentaban con las entrañas de su progenitor, al que con toda seguridad, como buena hija, querría entrañablemente. Sin embargo, yo no tenía ninguna razón para interrumpir mi descanso: yo no lo conocía ni me importaba su ahorcamiento, así que decidí desentenderme ­ de la niña, del ahorcado alimento de buitres  dormir un rato confiando que mientras tanto la niña si no se había ido demasiado lejos, regresaría.

Cuando desperté ya  había desaparecido el sol del cielo y comenzaba a anochecer. Llevaba todo el día sin comer y ahora.  Me propuse sacar algo de alimento de mi bolsa de costado: precisaba reponer fuerzas para  continuar mi camino. A penas había comenzado a comer cuando observé en la lejanía una silueta vaga que se iba aproximando hasta donde yo estaba. Pesé, convencido, que era la niña que de nuevo regresaba, tal vez inducida por el hambre, mas al irse aproximando me percaté de que no era la niña sino una mujer joven, hermosa, completamente desnuda, de pequeños senos redondos y levantados, atrayente, y con unos muslos…¡qué maravilla de muslos bien contorneados!: exquisita, apetecible, capaz de hacer perder la cabeza a cualquier hombre en el deseo de la noche.

Ella llegó hasta mí, comió de lo mío y a continuación se me ofreció sin musitar palabra. No relataré los momentos inolvidables que pasé con ella en esa noche porque son tantos y tantos los que se acumulan en mi mente que me resultaría imposible describirlos uno a uno. Después, pasada la media noche se despertó sobresaltada y llorando, la miré fijamente a los ojos y ella a mí y sólo pudo balbucear entre los sollozos: " Anoche ahorcaron a mi marido, su cuerpo debe de estar por ahí ", Y levantándose se marchó tal como había llegado, lentamente, por el mismo sendero, con la cabeza baja, paso a paso, perdiéndose en la oscuridad de la lejanía del momento. Tras aquel suceso tan agradable en su inicio y tan mal concluso, no pude con­ciliar el sueño así que me preparé  para aguardar despierto a que amaneciera, después iría a buscarla. Sabía que no faltaba mucho porque comenzaba  a clarear y en esa luz diáfana era posible distinguir el contorno de muchas cosas y accidentes del paisaje. Creí ver cabezas  y troncos separados que corrían  y se perseguían  no lejos de mí, íncubos y súcubos practicando aberraciones que sexuales sería demasiado llamar, y un sinfín de seres informes y aterradores, monstruosos, que se paseaban cogidos del brazo, emitiendo unos sonidos frenéticos, gritos guturales y cantos jamás oídos por mí, danzas y más danzas incomprensibles e insultantes, jue­gos que nunca llegaré a comprender. Poco a poco fue amaneciendo y con la claridad del nuevo día todas aquellas formas que reían y gritaban, que reían en mi cara, gemían, se reían obscenamente, lloraban, aquellas procesiones de fétido olor, silenciosas, de troncos sin cabeza con   féretros destapados sobre los hom­bros, aquellos esqueletos odiosos e insultantes que jugaban y se reían escandalosamente, mientras yo escondido, acurrucado para que no me vieran aunque tenía la certeza de que ellos sabían que yo los estaba viendo, se desvanecieron hasta desaparecer total­mente. Era un nuevo día y yo asustado aún debía proseguir mi cami­no alejándome lo antes posible de aquel lugar infestado de aquellas formas insultantes, apócrifas, detestables, aberrantes, inconcebibles y sobre todo ridículas. Sin prisa de ninguna clase decidí levantarme, ahora que todos que se habían ido, para emprender la marcha. Iba a incorporarme ya cuando noté que una mano se posaba sobre mi hombro  impidiéndome con su  fuerza el hacerlo. Me habían atrapado, estaba seguro, ahora pertenecería para siempre a aquellos seres informes y descabezados. Giré la cabeza, temeroso, hacia ese lado y ahí estaba una anciana, vestida toda ella de negro, con grandes arrugas surcando toda su cara, con una falta tal de dientes en su boca que ofrecía una visión aterradora a pesar de lo que ya había visto aquella madrugada, con unas greñas canas a semejanza de pelo mal colocado, en fin .. .Me quedé mirándola por unos instantes, sin comprender nada porque ante la idea que rondaba por mi cabeza era preferible reaccionar así.  Ella me dijo sin más “Márchense de aquí lo antes que puedan, usted no debe de andar por estos parajes malditos, váyase o si no, morirá” y señalando hacia aquel cuerpo en el que se habían saciado los  buitres el día anterior prosiguió: “Era mi hijo, ellos lo ahorcaron anteanoche a causa de esto”. Y me mostró algo que había llevado en todo momento escondido en la mano.

No puedo recordar qué era lo que vi, pero sí se que aquella visión fue la que me hizo estremecer de pavor en el lecho, arañar todo mi cuerpo y  gritar fuera de mí hasta despertar de aquella locura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario