ANDRÉS MARCO

jueves, 24 de febrero de 2011

DON LUIS




Hoy no hay que ir a trabajar.  Lo mismo que ayer. Parte del día quedará libre para mí.  Apenas una pequeña molestia por la mañana y después nada: podré hacer lo que me plazca.  Me levantaré un poco más tarde que de costumbre: nada me apremia, hoy no se ficha, las puertas de las oficinas permanecerán cerradas. Es algo que hay que agradecer, aunque no quiera y me cueste hacerlo, a don Luis. Su último gesto para con nosotros, el único. Gracias, don Luis, por permitirme permanecer un rato más en la cama, a esta hora en que se hace tan difícil vencer el sueño atrasado y saltar con los pies desnudos al frío suelo, vestirse y afeitarse contra reloj y salir corriendo a la calle para hacer cola en la parada del autobús que como siempre llegará tarde y lleno. ¡Gracias, don Luis!.  De todas formas tendré que levantarme y ponerme mi mejor traje: uno que me compré hace varios años y que reservo especialmente para estas ocasiones solemnes.
Todo comenzó ayer mañana a primera hora en el trabajo. Apenas nos había dado tiempo a incorporarnos a nuestros quehaceres diarios cuando fue pasando por los despachos la Sra.  Maruja comunicándonos a todos que don Luis había fallecido la noche pasada.. Corrió la voz de una mesa a otra sin dar tiempo a reaccionar.  Todos habíamos deseado más de una vez y más de dos la llegada de este momento.  Desde luego don Luis no nos era simpático a nadie.  Todos lo odiábamos desde siempre.  Era un ser avaro. uraño, repugnante, capaz de provocar la animadversión personal en todos aquellos que lo habían tratado alguna vez o que tenían que soportarlo a diario como es mi caso.  Poco después se nos informó que durante todo el día de hoy y de mañana la empresa cerraría sus puertas por defunción del director y propietario de la misma. Abandonamos nuestros respectivos puestos en silencio, acomodados a la situación: nuestro jefe acababa de morir.  Aunque todos reflejábamos en nuestros semblantes sin quererlo, sin hacerlo patente, un cierto júbilo y bienestar: por fin nos habíamos librado de él. No tendremos que soportar nunca más sus ataques furibundos, sus gritos y sus amenazas de despido constantes y fuera de tono y sin justificación alguna.  Cualquier nimiedad bastaba para descargar su ira sobre nosotros.  Jamás he conocido persona más irascible y más mal educada.  Al fin la naturaleza había hecho justicia llevándoselo de nosotros para siempre.  Podíamos respirar ya tranquilos sin temor a sus constantes agravios.
Me he levantado una hora más tarde.  Me he puesto mis mejores galas y he salido a continuación a la calle convencido de que hoy era un día muy adecuado para la alegría y felicidad que me inundaba rebosando por todas partes. Lógicamente he tenido que acudir al entierro de don Luis.  Después de todo era mi jefe más inmediato y no podía faltar a tal acontecimiento, aunque sólo fuera para regocijarme y vigilar bien su partida al otro mundo, no fuera que decidiera en último momento quedarse un tiempo más aquí, a nuestro lado, sólo por fastidiarnos a todos un poco más.  En la puerta de su casa me he encontrado con todos mis compañeros de trabajo, incluso con Maruja que pese a ser su secretaria privada era la persona que más motivos tenía para odiarlo.  Al salir el féretro de la casa para llevarlo a la iglesia situada en la misma calle hemos tenido que asumir forzosamente un semblante apropiado a las circunstancias: aquello más asemejaba una fiesta que un duelo; creo que incluso para sus más allegados.
Con paso lento nos hemos encaminado hacia la iglesia integrados en el cortejo fúnebre.  Nadie lo lloraba, ni su esposa siquiera se ha dignado derramar una lágrima por él.  También ella a partir de ahora será libre.  Dentro del recinto santo todo estaba a punto para tan solemne entierro: altar engalanado totalmente, pomposamente; luces por todas partes, e incluso música sacra interpretada especialmente por un organista traído de fuera para esta ocasión: hasta en este detalle él ha tenido que ser distinto a los demás.
El oficio ha sido largo y bien llevado: misa concelebrada por varios curas que se han dedicado en su sermón a arengarnos sobre las Innumerables virtudes de este siervo de Dios recién llamado a su vera; hombre bueno y ejemplar, servicial y caritativo, humilde como nadie, o sea y sin pronunciarlo, un beato meapilas. Vamos que el personaje que nos ha retratado era precisamente lo opuesto de don Luis; como si no lo conociéramos lo suficiente. Acabada la ceremonia litúrgica han comenzado los oradores, eminentes habladores contratados también especialmente con motivo de la ceremonia, a ensalzar al difunto: hombre insigne hijo predilecto de la ciudad, miembro, socio y presidente de innumerables sociedades benéficas de todo el país, poseedor de medallas y distinciones  sin parangón, hombre siempre amable y amigable, en todo momento dispuesto a ayudar a los demás, sobre todo a los más humildes,, presidente de honor de cáritas diocesana, insigne benefactor de la ciudad, en fin, paladín y baluarte inexpugnable de honor, bondad, cortesía y caridad.  Todo un personaje. !Ay si sus siervos habláramos!, cómo íbamos a dejar en evidencia a estos estómagos agradecidos y bien pagados, claro que no por don Luis.  Hombre eminentemente preocupado por el desarrollo de la cultura de su país y de su pueblo, amante de las buenas costumbres, hombre que con su muerte deja un vacío imposible de rellenar. !Eso desde luego es cierto: imposible, imposible, por suerte!.  Se le han concedido varias condecoraciones y medallas más; el ayuntamiento dedicará una calle en memoria de don Luis ! En buena hora aceptaría yo vivir en la misma, antes bajo un puente!.  Se anuncian varios homenajes póstumos para los próximos días.  Sus amigos - ¿acaso tiene alguno?- están dispuestos a dejar constancia del enorme dolor que les ha causado tan irrecuperable pérdida. La perorata ha continuado por más de dos horas, alternándose los oradores en el repetir constante de las mismas palabras dichas en distinto orden, pero siempre las mismas. Los más acalorados y enfervorizados en el calor de las mentiras y lisonjas oídas hoy han dicho con aire solemne: “Luis, tus amigos nunca te olvidaremos" y se han  quedado tan tranquilos. Se ve que no lo conocían. Por fin nadie más ha osado largarnos otra sarta de memeces y tonterías y el coche ha iniciado el camino hacía su morada definitiva.  Los Pésames se han hecho interminables.  Había acudido tanta gente a asegurarse de que efectivamente era don Luis el muerto para poder respirar tranquilos.
Al cementerio no hemos ido ninguno de los compañeros de trabajo, no hubiera estado bien.  El último adiós siempre se reserva para sus más cercanos familiares, ese placer único les corresponde a ellos por derecho. Nosotros nos hemos limitado a irnos dispersando cada uno por su lado, conscientes de que tal fecha había que celebrarla de algún modo.  Yo he preferido comprar una botella de champaña para la comida, nada de banquetes ni restaurantes.  Sólo para brindar a la salud de mi amado jefe, para que alcance su merecido descanso eterno, prometiéndole una visita especial al cementerio antes de que haya tenido tiempo de corromperse lo único incorrupto que había en su persona.
 La noche es cálida y tranquila.  Una suave brisa y la falta de luna en el cielo la hacen propicia para llevar a buen término mi prometida visita.  No me ha resultado nada difícil pasar inadvertido en el camino del cementerio y mucho menos saltar la tapia del mismo.  Tampoco me ha costado lo más mínimo dar con su lápida recién puesta en tierra.  Apenas levantada  un poco sobre el suelo a modo de túmulo funerario.  Nada de nichos para don Luis, en el suelo, como los grandes.  Era fácilmente identificable. Dos Luis en los últimos tiempos se había jactado más de una vez de que su tumba sería la única del cementerio adornada por dos paree de ángeles, tallados en mármol blanco, uno a cada lado de la losa, con una espada levantada en alto para proteger su reposo. Y su busto en bronce presidiendo la misma en la cabecera sobre una plataforma ligeramente más elevada que el resto. Con tantos signos de referencia resulta imposible errar en la búsqueda.  Apenas unos minutos para dar con ella; además era visible desde todas partes una vez acostumbrada la vista a la oscuridad casi total.  He llegado hasta ella emocionado. Y sin más contemplaciones me he atrevido, he osado por primera vez en mi vida, a decirle: “Don Luis, aquí me tiene sin que usted me haya llamado. Vengo a traerle un pequeño obsequio para que le acompañe en su viaje al más allá".  Y dicho esto, subiéndome encima de la lápida me he bajado los pantalones y allí, justo en el centro, le he dejado una parte entrañable de mí mismo como testimonio de gratitud para con don Luis.


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