ANDRÉS MARCO

lunes, 14 de febrero de 2011

LA TETA DEL TÉ



Nunca me había fijado en aquella mujer. Y sin embargo, por lo que luego supe, en más de una ocasión nuestros pasos se habían cruzado. Yo, al salir del trabajo, solía deambular por debajo de los porches de la Plaza, entre la gente, contemplando los escaparates de las tiendas con tantas cosas tentadoras que nunca compraré, y, seguramente, envidiando a todas aquellas parejas que merendaban sentados en las mesas de las cafeterías al otro lado de los cristales, o bien se cogían de las manos y se besaban al amparo del calor del salón del Gran Café que, a estas alturas del año, ya estaba con la calefacción encendida. Yo no tenía ninguna premura por llegar hasta mi modesta habitación, en la que el frío, la humedad y la falta de luz natural me echaban de continuo a la calle, en donde, a pesar de todo, siempre me encontraba menos solo, más arropado entre mis semejantes, aunque nunca nadie recalara en mi persona.
Y así fue como una tarde más bien gris la conocí sin proponérmelo. Iba yo ca­minando por debajo de los porches totalmente distraído cuando de pronto choqué con una figura femenina.  Fue un fuerte gol­pe de costado y algo que ella llevaba en las manos cayó al suelo.  Era un  paquete pequeño, muy bien envuelto, que al ate­rrizar contra los adoquines del suelo, se rompió. Azorado como estaba, nada más pude balbucear un casi inaudible "lo siento" y me agaché para recogerlo.  También ella, instintivamente, se agachó con el mismo propósito.  Fue entonces cuando nuestras miradas se cruzaron por vez primera y aquel rostro me sonrió con ternura.  Nunca nadie lo había hecho antes.  Noté que el calor de aquella sonrisa me envolvía y me arropaba.  No era, como mujer, bonita, pero tenía algo que la diferenciaba del resto, algo que le concedía un atracti­vo singular y que resultaba demasiado difícil, en aquellos momentos, concretar el por qué de esa singularidad que la hacía tan apetecible. Con el paquete en mi mano, le comenté: " Cuánto lo siento, ha sido una torpeza imperdonable por mi parte. Lo que hay dentro se ha roto". “No importa - me replicó ella, algo confusa- era nada más una vulgar tetera. Ya compraré otra".  "Nada de eso - añadí yo, tomando la iniciativa - la culpa es sólo mía.  Le ruego, señorita, me permita comprarle una igual para compensarla por mi falta".  De nuevo me sonrió, ahora con más franqueza.  Sus ojos se  encendieron al sonreírme y me parecieron maravi­llosos. Me atreví a esbozar también yo una sonrisa de complicidad.  Ella insistió en que no valía la pena que no me molestara. Y en el fondo tenía bastante razón. Si hubiese puesto más atención en lo que llevaba en las manos en vez de vagar como una tonta, la tetera no se le habría caído. Luego no toda la culpa del suceso era mía.  Además, se trataba de una sencilla tetera sin ningún valor, según ella misma confesaba.  "No, le compraré otra idéntica - atajé resuelto -, toda la culpa ha sido mía". “Por favor, déjelo estar e incorporémonos – me rogó ella -, estamos, así agachados y sin movernos, llamando la atención.  No tiene la menor importancia el que se haya roto".  Aquel deseo de pasar desapercibida, de no llamar la atención en la calle me complació sobremanera.  Denotaba que no era una mujer simple y vacua, del montón.  En consecuencia, le reiteré  mi voluntad de reponer aquella tetera desgraciada en el pequeño accidente.  Por fin, y mientras caminábamos sin rumbo fijo, Beatriz, accedió a mi deseo.  Yo le compraría una, le repondría la accidentada aunque no ahora, ella tenía prisa y no podía acompañarme, no importaba aunque no fuera idéntica. Y una tarde cualquiera se la llevaría a su casa y entonces saborearíamos juntos una taza de té.  No tenía ningún sentido continuar deambulando de aquella insulsa manera, una vez me había dado su dirección, entre los porches, así que me despedí de Beatriz asegurándole que mañana mismo le tendría en sus manos una.
El resto de la tarde  la pasé vagando por entre las calles intentando recordar dónde había visto yo antes una tetera úni­ca que me había llamado la atención. Quería de algún modo resarcirla y al mismo tiempo crear en ella un estado de simpatía hacia mí que nos permitiera  seguir una relación amistosa que quién sabe a qué podía lle­gar.  Por primera vez una mujer se había dignado concederme una sonrisa cariñosa.  De pronto, y sin saber cómo había llegado hasta allí, hasta aquella tienda en cuyo escaparate una vez una tetera me había llamado la atención. Ya no estaba, pero, sin embargo, al fondo, y algo escondida,  mis ojos vislumbraron una hermosa tetera de porcelana china que parecía bastante antigua.  No lo dudé ni por un momento y entré decidido a comprarla.  Resultó ser más cara de lo que yo había supuesto, no llevaba suficiente dinero encima para comprarla, así que tuve que dejar una paga y señal para que la apartaran hasta la tarde siguiente, en que, al salir de mi trabajo, pasaría a por ella pagando el resto. Problemas de dinero nunca he tenido. Si bien gano me­nos de lo que deseo, la verdad es que apenas tengo gastos y este hecho me ha permitido disponer de unos ahorros que no se van a resentir con este pequeño dispendio.
Aquella noche apenas pude dormir. No cesé de dar vueltas y más vueltas en la cama a pesar del frío. En mi mente no era capaz de desprenderme de Beatriz. Su encantadora y graciosa sonrisa, dedicada única y exclusivamente a mí me seducía y trastornaba. Y con su imagen me dormí  y con ella soñé sueños inconfesables que me ruborizan y avergüenza el recordarlos. 
La tarde siguiente, apenas salí de mi trabajo fui corriendo hasta la tienda a recoger la tetera china.  Y con ella en las manos, con sumo cuidado, me encaminé, lleno de confusión e inusitada vehemencia, hasta la casa de Beatriz, convencido de que ella me aguardaba con los mismos pensamientos que bullían en mi mente.  Al menos ese era mi deseo en aquellos momentos.
Subí las escaleras corriendo, y cuando llamé al timbre mi corazón palpitaba con tal fuerza que me asusté temiendo que se notara. Me recibió Beatriz con bastante frialdad, como si mi vi­sita le resultara inesperada y hasta molesta. “No valía la pena que se tomara tantas molestias", comentó a modo de saludo sin darme ni tan siquiera la mano. Y yo que anhelaba enloquecidamente  que salieran de sus labios otras palabras, o, cuando menos, una abierta sonrisa cómplice y preñada de sugerencias. Me hizo pasar a un salón comedor  amueblado con parca sencillez, iluminado por un amplio balcón que daba a la calle.  "Siéntese, enseguida preparo el té".  Lo había olvidado por completo. Yo venía a traerle la tetera, a es­tar con ella, a pronunciar palabras, y silencios, cálidas, tiernas, que poco a poco nos fueran afianzando y quién sabe si con el tiempo podría sustituir mi húmeda, y fría habita­ción por este pisito mucho más acogedor, cuando en realidad Bea­triz me había invitado a tomar el té por pura cortesía. Me volví hacia ella, pero no la encontré. Me había dejado solo entre los muebles y las rancias fotografías de familia que colgaban de las paredes para que éstas no se vieran tan desnudas.
Aún no había tenido tiempo de situarme cuando reapareció Beatriz con una bandeja con un juego de té para dos en las manos.  Solícito me ofrecí a ayudarla. "Gracias, pero puedo sola".  Por un instante pasó por mi mente la idea de que ella no se fiaba de mí; si dejaba la bandeja en mis manos, seguro que acabaría en el suelo con todo el juego hecho añicos. Me hizo sentar en un sofá de cuero, viejo y con los brazos raídos, pero confortable. Depositó la bandeja con suma delicadeza en una  mesita pequeña y comenzó a verter el té en las dos tazas. “¿ Cómo le gusta, solo o con leche?".  No vi recipiente alguno con leche por ningún lado y por nada del mundo deseaba que desa­pareciera de mi presencia, así que repliqué" Solo, gracias". “Yo siempre lo bebo solo, muy fuerte y sin azúcar.  Es como mejor sabe", replicó Beatriz. Entonces me percaté de que tampoco había en la bandeja azucarera.  A mí me agradan más bien poco todos aque­llos brebajes que tengan sabor a hierbas; únicamente los a­cepto si están muy dulces. Resignado comenté: " Sí, el azúcar desvirtúa el verdadero sabor del té". Por primera vez creí  intuir un esbozo de sonrisa en su rostro.  Me tendió una taza con delicadeza mientras abría sus enormes ojos midiéndome de arriba a bajo.  Aquellos ojos negros me encandilaron definitivamente.  Bea­triz no era bonita, con su melena negra y rizada y su figura delgada y sin apenas singularidades destacables. Y sin embargo aquellos ojos con vida propia eran suficientes para compensar el que uno dedicara toda su vida a contemplarlos.  Sentí que el hielo se había roto al sentarse ella a mi lado, en el mismo sofá, si bien manteniendo una prudencial distancia.
Beatriz sorbió con precaución un poco del líquido de su taza, apenas mojar los labios y de inmediato dejó la taza en la me­sita. Miró fijamente al paquete que yo había dejado a mi lado y con una expresión llena de picardía apuntó: “Es mi tetera, verdad". Asentí con la cabeza y se la entregué. Rompió el envoltorio con la impaciencia de un niño pequeño con su regalo de cumpleaños, “¡Oh, es espléndida!. No. No puedo aceptarla. Es demasiado valiosa para mí”. Y con un gesto que no admitía ningún género de dudas la envolvió rápidamente y me la tendió para que yo la cogiera. Su resolución y la rapidez con que actuó me cogió con sorpresa, con la tetera en mis manos apenas  pude balbucear: “La he comprado para usted. yo rompí la suya". “Pero, es que... “. “ No hay peros que valgan, ni una palabra más. A mí me gusta esta tetera y le ruego que la acepte como una mínima compensación del trastorno que le he causado" - le repliqué yo lleno de resolución.  "Bueno, si es así no insis­to más y la acepto como un regalo que usted me hace.  Y por favor, olvide el pequeño incidente de ayer tarde.  Fue culpa mía, sólo mía.  Lo ocurrido no tiene la menor importancia".  Pensé que era mejor no enzarzarse en una pendencia baladí  sobre mutuas culpabilidades.  Y más ahora que la veía más dis­tendida y acogedora. “De acuerdo, ya lo he olvidado".  Y tras decir yo esta frase nos sumimos en largo silencio mientras ambos nos enfrascamos en nuestras respectivas tazas de té.
De súbito y sin que mediaran más palabras, Beatriz hizo algo insólito que me dejó preso de confusión.  Tras dejar su ta­za en la bandeja se desabrochó la blusa y con la mano maniobró hasta dejar al aire un pecho blanco como la nata, turgente y hermoso, colmado, abundante y bien formado, con un grueso e incipiente pezón, sonrosado y retozón, maravilloso del cual ya no pude apartar mi atenta mirada, máxime cuando su figura no anunciaba un pecho tan grande y hermoso.  Estaba como petrificado, sin saber qué hacer o cómo reaccionar ante tan inusual evento. Nunca me había encontrado en una situación igual y no sabía cómo reaccionar ni en donde fijar mi mirada  Beatriz comenzó a acariciárselo con suavidad, con delicadeza, como si yo no estuviera allí con ella, provocándome con aquel pezón apareciendo y desapareciendo entre las yemas de sus dedos. Y no podía apartar mis ojos del mismo, pasmado como estaba. Hasta que dirigiéndose  a mí, me invitó llena de picardía: ''¿ Le gusta mi seno?, ¿ Quiere acari­ciarlo un poquito?". Sí, anhelaba con fervor tenerlo entre mis manos eternamente, no desprenderme nunca del mismo, si Beatriz me dejaba sólo esa parte de su cuerpo, no importaba, yo sería su adorador perpetuo, si bien aquella proposición suya sugería la posibilidad de mucho más y que aquello no era más que un inicio de un todo; sin embargo, me quedé mudo, sin saber qué es lo que tenía que decir en esta ocasión tan singular y extraña, las palabras desapa­recieron de mi mente y sobre todo mi capacidad de reaccionar y no digamos ya de tomar la iniciativa.  Entonces Beatriz, viendo mi azoramiento y falta de decisión, asió mi mano y la condujo con suavidad  hasta aquella teta que me aguardaba anhelante, lujuriosa, desbordando luminosidad y donaire, apetecible como ninguna.  Toda para mi solo.  Poco a poco comencé a rehacerme y presioné ligeramente el pecho con la palma de la mano.  Beatriz sonrió complacida, satisfecha, asintiendo placenteramente a mi caricia. Yo  iba tomando la iniciativa y ella se dejaba hacer, deleitada y casi obscena.  Consin­tió en que jugara con su seno, que lo besara y saboreara con delectación, que mi lengua se entretuviera con aquel pezón dulzón y elástico que respondía maravillosamente a mis acometidas, que no ponía ninguna objeción a desaparecer por completo dentro de mi boca, que se dejaba mordisquear con fruición.  En más de un momento intenté explayarme con el otro pecho pero Beatriz, en toda ocasión que lo intenté, me lo impidió. “No, con este es bastante" aducía cada vez que yo amenazaba con pasarme al otro lado.  Ni tan siquiera me dejó verlo, siempre tapado por la blusa semiabierta, provocándome aquella piel blanca y fina que yo entreveía.  Y sin embargo seguía incitándome, alentándome a continuar con mis besos, caricias y arrumacos en el otro.  No recuerdo cuánto tiempo permanecimos con tan placentera operación.  Pero sí que resultó sumamente gratificarte para mí, tan falto de ocasiones  como aquella.  Si bien debo reconocer que Beatriz, aunque estaba satisfecha, no  denotaba entrar en momentos propios de obnubilación a causa del placer que sentía. En un momento dado Beatriz, con resolución apartó mi cabeza de su seno y abrochándose dijo: " Por hoy es sufi­ciente. Mañana, si usted lo desea y no tiene nada mejor que hacer, puede volver a tomar el té conmigo. ¿Le espero a las seis?".
¿ Cuántas tardes fui a tomar el té a aquella casa?. No podría precisarlo. Todos los días aguardaba inquieto la llegada de las seis, consumido en el deseo de tocar y perderme con aquel maravilloso pecho. Salía del trabajo y me precipitaba corriendo  hasta llegar a sentarme en  su sofá.  Siempre era lo mismo, como si cada tarde fuera un puro remedo de  la anterior. Tomábamos una taza de té hecho en la tetera china que yo le había llevado el primer día y a continuación, sin mediar palabra entre ambos, ella se desabrochaba la blusa ofreciéndome su blanco seno, siempre el mismo, el izquierdo, el del cora­z6n. ¿ Cuáles eran nuestras conversaciones cuando estábamos juntos?. No puedo contestar, no recuerdo ninguna que pudiera aclarar algo, si es que hay algo que precise ser aclarado, creo que apenas llegamos a decirnos nada. Aparte de las consabidas frases banales y hueras que como personas educadas todos se dirigen cuando se encuentran sentados en un mismo sofá, sin que exista un conocimiento  profundo entre ambos o una amistad mantenida e lo largo de los años y mucho menos una intimidad compartida y cómplice, pero nada más, nada que hiciera presuponer una relación entre nosotros, ni tan siquiera una formal amistad.
Pasó el resto del otoño y todo el invierno sin que yo pensara en otra cosa que no fuera mi té con Beatriz, hasta que una tarde, al comienzo de la primavera, ella no respondió cuando llamé a su puerta.  Pensé que por algún motivo extraordinario ella había faltado a nuestra cita, pues no había comentado nada al respecto la tarde anterior.  Aguardé su regreso preocupado, pero Beatriz no vino.  Volví al día siguiente y tam­poco estaba hasta que una tarde, diez o quince días después, viendo que nunca respondía a mis llamadas, me aventuré a indagar por Beatriz con las vecinas. Llamé al piso de al lado y la mujer que me abrió me aclaró que: " La joven ya no vive aquí.  Se ha marchado a otra ciudad. ¿Es usted amigo o familiar suyo?". No respondí, tampoco podía alegar nada y mucho menos confesar nuestra extraña realidad. Así que me alejé cabizbajo y apesadum­brado, incluso dolido: Beatriz me había abandonado.  Regresé en más de una ocasión a aquella casa deseando fervientemente que Beatriz hubiese regresado hasta que una tarde una mujer madura me abrió la puerta.  Era la nueva inquilina y nada sabía de Beatriz.  Su marcha y alejamiento era defini­tivo, nunca iba a regresar.
Desde entonces suelo pasearme to­das las tardes bajo los porches, distraído, como aquel que nada busca en especial, mirando los es­caparates, sumido en mis recuerdos, en mi dedicación vehemente al pe­cho de Beatriz, confiando en que en alguna ocasión chocaré con una mujer de cuerpo frágil y que una tetera caerá al suelo y se romperá. De momento ya tengo localizado dónde comprar una de porcelana china, sólo es cuestión de saber esperar.

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