ANDRÉS MARCO

miércoles, 9 de abril de 2014

EL ASCENSOR



Yo   resido en  Barcelona desde hace bastantes años en la calle... Bueno, será mejor no decir dónde, ocultar cualquier referencia que pueda conducir a su localización exacta, porque sino mucha gente se va a dedicar a venir hasta aquí para comprobar la veracidad de este relato, y no quiero que me molesten con  sus tontas preguntas, y no digamos nada si están llenas de malicia, que es lo que más gusta a la gente morbosa, y menos que hagan perder su tiempo a la portera. Como iba diciendo, yo vivo en una calle  cualquiera de Barcelona, sin identificar, en el sexto piso, primera puerta, de un edificio de diez plantas y con dos ascensores de color azul metálico. Lo que más me gusta del edificio es el hecho de que haya un estanco justo al lado de la puerta de la calle, una panadería y un supermercado muy cerca, y sobre todo los dos ascensores. Yo disfruto lo inimaginable con el ascensor. Es para mí algo maravilloso que nunca he llegado a entender demasiado bien. Llegas, abres la puerta, entras, la cierras, aprietas el botón que indica el  seis y ...¡zas!, el ascensor te lleva hasta la puerta del sexto piso. Y así te evitas el tener que subir por las escaleras, que resulta a la larga muchísimo más pesado y, sobre todo, cansino.  Eso del ascensor es algo extraordinario. Ahora he cogido por norma -para admirar más y mejor esta cosa tan perfecta- cogerlo y subir hasta el décimo piso y después -como estos ascensores sólo sirven para subir y no se puede bajar en ellos- cojo y bajo por la escalera hasta mi piso. No es que a mí me guste bajar por la escalera, pero me aguanto, porque subir hasta el décimo piso en el ascensor as algo singular.
Un día que fui a coger el ascensor que utilizo siempre, porque yo siempre cojo el mismo  -el que está más al fondo del pasillo- y al apretar el botón número diez, me encontré con la sorpresa de que el ascensor no se movía. La verdad es que no me hizo ni pizca de gracia que no subiera. Al momento llegó la portera -la señora Rosa- y me explicó con sumo detalle  la causa de éste suceso tan raro: el ascensor estaba averiado  y por eso no marchaba. Y también me sugirió, es más, me propuso  que podía subir a mi piso en el otro ascensor que sí que funcionaba porque no estaba estropeado. Subí en el otro ascensor, pero no me gustó nada: no era lo mismo, éste no era el mío. Mas no me preocupé demasiado porque pensé que no tardarían mucho en repararlo.
Pasaron varios días en los que yo no tenía otro remedio más que utilizar el otro ascensor, pero nada más hasta mi piso, no hasta el décimo como solía hacer con anterioridad con el mío habitual. Entonces fue cuando la señora Rosa me dijo que no arreglarían por el momento  el averiado porque con uno funcionando ya era suficiente para todo el edificio, y como el otro iba bien. Así que fue transcurriendo el tiempo y yo un día me  decidí a investigar sobre quién había podido ser  el causante de la avería del ascensor que siempre yo había utilizado hasta entonces,  el culpable involuntario del trastorno que mi vida había sufrido como consecuencia lógica de tal suceso. La gente del edificio, y en especial doña Rosa, la portera, coincidían en hacer responsable a doña Leonor, vieja viuda que vive en el ático, que está un poco ida, vamos que tiene sus manías, y que siempre utiliza el ascensor para bajar hasta la portería porque ella dice que se cansa bajando por las escaleras. Y posiblemente tengan todos razón, ya que el ascensor sólo sirve para subir y no para bajar porque  se trata de un modelo bastante viejo. Así que todo inducía a sospechar que la responsable era doña Leonor. Pero yo personalmente llegué a la convicción de que los causantes de que el ascensor no funcionase eran los hijos de los Sánchez  -que viven encima mío- y que tienen la fea costumbre de jugar con los ascensores y oprimir varios botones a  vez y como el ascensor no puede ir a varios pisos a la vez  decidió no ir a ninguno hasta que alguien aclarase sus ideas y sus obligaciones, y se estropeó.
Como el tiempo pasaba y el ascensor seguía sin ser reparado y además yo soy soltero, cogí un día y sin decir nada a nadie instalé dentro del averiado las cosas para mí más necesarias e imprescindibles: una silla, un pequeña mesa, una cocina de gas butano, un bidón de agua, un colchón  y poco más. Y a partir de ese momento me establecí allí. Para qué hacer vida en el piso si a mí lo que me gustaba es el ascensor, que ahora lo he acondicionado para que me resulte más cómodo y además está en la planta baja y no hay que subir escaleras ni utilizar el otro para llegar hasta él, como sucede con mi piso. Yo esperaba que mis vecinos fueran a protestar, pero no dijeron nada nunca, así que el ascensor se convirtió en mi guarida, en mi nido. Y sólo subía al otro ascensor para acceder r a mi piso cuando se me hacía necesaria e imprescindible  alguna cosa que no podía tener a mano.
Un día la señora Rosa me sugirió que como ella era viuda y que como su hijo estaba casado y residía en Alemania, que para no estar tan incómodo en el ascensor que fuera a dormir a su casa, a la portería, con ella, y que me trataría como a un hijo. Sí, pero como yo conozco bien a estas mujeres, que todavía no son del todo viejas, que siguen mirando, y en ocasiones devorando, a cuanto joven se les pone a tiro, le dije que se buscara a otro para saciar sus apetitos, que yo no necesitaba de ella.
A pesar de mi contundente negativa no pasaba momento en el que la portera no siguiese insistiéndome con su propuesta para que me fuese a su casa a dormir con ella. No protestó nadie por mi manifiesta apropiación indebida del ascensor. Todos decían: "si él  es feliz así, pues que siga  ahí dentro". Pasaron varios meses hasta que los niños de los Sánchez estropearon el otro ascensor. Hecho que demostró que mi tesis era la correcta y que la pobre  doña Leonor quedaba descartada como causante de la avería del mío. Por la noche la señora Rosa me dijo que quitase todas mis cosas del ascensor  porque iban a venir a la mañana  siguiente unos mecánicos para arreglar ambos ascensores. Y, muy a mi pesar,  así lo hice.

Haciendo caso de sus consejos evité que estos sacaran por la fuerza todo cuanto había yo depositado dentro. Me llevó bastante tiempo subir todo por la escalera hasta mi piso, pues con el tiempo eran muchas las cosas que allí había yo ido acumulando. Una vez arreglados ambos ascensores volví a coger cada día mi ascensor para subir hasta el décimo piso y después bajar con él hasta el sexto. Si doña Leonor lo hacía, por qué no iba a hacerlo yo también. La señora Rosa siguió con su empeño de que me fuese con ella, y al final se salió con la suya. Ahora duermo con ella en la portería, y me trata muy bien, además no he de subir nunca a mi piso. Yo le hago de marido y ella todas las noches me deja subir y bajar con mi ascensor cuantas veces quiero. Y nadie protesta ni dice nada, como vivo con la portera. Incluso ahora estoy mejor y gano más dinero, pues he alquilado mi piso a un inquilino que me paga un buen dinero. No necesitándolo, para qué tenerlo deshabitado. Así, de esta esta forma tan sencilla, ahora soy feliz, únicamente encuentro a faltar los días en que yo vivía en mi ascensor y me negaba a las peticiones de Rosa. Claro que,  una vez arreglado el ascensor, la mejor solución era ésta y así tengo mi ascensor y lo utilizo cuantas veces quiero sin que la portera me regañe por ello, como hace con los niños de los Sánchez. Debo confesar que son muchas las veces que me dedico a apretar todos los botones a la vez para ver si así logro estropearlo. De conseguirlo viviríamos Rosa y yo dentro del mismo. Sé que a elIa no le importaría si de ese modo me tiene a su lado. Pero no se estropea por ahora. Yo no cejo en mi propósito y confío que alguna vez me saldré con la mía y entonces volveré a ser completamente feliz.

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