Yo
resido en Barcelona desde hace bastantes años en la calle...
Bueno, será mejor no decir dónde, ocultar cualquier referencia que pueda
conducir a su localización exacta, porque sino mucha gente se va a dedicar a
venir hasta aquí para comprobar la veracidad de este relato, y no quiero que me
molesten con sus tontas preguntas, y no
digamos nada si están llenas de malicia, que es lo que más gusta a la gente
morbosa, y menos que hagan perder su tiempo a la portera. Como iba diciendo, yo
vivo en una calle cualquiera de Barcelona,
sin identificar, en el sexto piso, primera puerta, de un edificio de diez
plantas y con dos ascensores de color azul metálico. Lo que más me gusta del
edificio es el hecho de que haya un estanco justo al lado de la puerta de la
calle, una panadería y un supermercado muy cerca, y sobre todo los dos ascensores.
Yo disfruto lo inimaginable con el ascensor. Es para mí algo maravilloso que nunca
he llegado a entender demasiado bien. Llegas, abres la puerta, entras, la cierras,
aprietas el botón que indica el seis y
...¡zas!, el ascensor te lleva hasta la puerta del sexto piso. Y así te evitas
el tener que subir por las escaleras, que resulta a la larga muchísimo más
pesado y, sobre todo, cansino. Eso del
ascensor es algo extraordinario. Ahora he cogido por norma -para admirar más y
mejor esta cosa tan perfecta- cogerlo y subir hasta el décimo piso y después
-como estos ascensores sólo sirven para subir y no se puede bajar en ellos- cojo
y bajo por la escalera hasta mi piso. No es que a mí me guste bajar por la escalera,
pero me aguanto, porque subir hasta el décimo piso en el ascensor as algo
singular.
Un
día que fui a coger el ascensor que utilizo siempre, porque yo siempre cojo el
mismo -el que está más al fondo del pasillo-
y al apretar el botón número diez, me encontré con la sorpresa de que el
ascensor no se movía. La verdad es que no me hizo ni pizca de gracia que no subiera.
Al momento llegó la portera -la señora Rosa- y me explicó con sumo detalle la causa de éste suceso tan raro: el ascensor
estaba averiado y por eso no marchaba. Y
también me sugirió, es más, me propuso
que podía subir a mi piso en el otro ascensor que sí que funcionaba
porque no estaba estropeado. Subí en el otro ascensor, pero no me gustó nada: no
era lo mismo, éste no era el mío. Mas no me preocupé demasiado porque pensé que
no tardarían mucho en repararlo.
Pasaron
varios días en los que yo no tenía otro remedio más que utilizar el otro
ascensor, pero nada más hasta mi piso, no hasta el décimo como solía hacer con
anterioridad con el mío habitual. Entonces fue cuando la señora Rosa me dijo
que no arreglarían por el momento el
averiado porque con uno funcionando ya era suficiente para todo el edificio, y
como el otro iba bien. Así que fue transcurriendo el tiempo y yo un día me decidí a investigar sobre quién había podido
ser el causante de la avería del ascensor
que siempre yo había utilizado hasta entonces, el culpable involuntario del trastorno que mi
vida había sufrido como consecuencia lógica de tal suceso. La gente del edificio,
y en especial doña Rosa, la portera, coincidían en hacer responsable a doña
Leonor, vieja viuda que vive en el ático, que está un poco ida, vamos que tiene
sus manías, y que siempre utiliza el ascensor para bajar hasta la portería porque
ella dice que se cansa bajando por las escaleras. Y posiblemente tengan todos
razón, ya que el ascensor sólo sirve para subir y no para bajar porque se trata de un modelo bastante viejo. Así que
todo inducía a sospechar que la responsable era doña Leonor. Pero yo
personalmente llegué a la convicción de que los causantes de que el ascensor no
funcionase eran los hijos de los Sánchez -que viven encima mío- y que tienen la fea
costumbre de jugar con los ascensores y oprimir varios botones a vez y como el ascensor no puede ir a varios
pisos a la vez decidió no ir a ninguno
hasta que alguien aclarase sus ideas y sus obligaciones, y se estropeó.
Como
el tiempo pasaba y el ascensor seguía sin ser reparado y además yo soy soltero,
cogí un día y sin decir nada a nadie instalé dentro del averiado las cosas para
mí más necesarias e imprescindibles: una silla, un pequeña mesa, una cocina de
gas butano, un bidón de agua, un colchón
y poco más. Y a partir de ese momento me establecí allí. Para qué hacer
vida en el piso si a mí lo que me gustaba es el ascensor, que ahora lo he
acondicionado para que me resulte más cómodo y además está en la planta baja y
no hay que subir escaleras ni utilizar el otro para llegar hasta él, como sucede
con mi piso. Yo esperaba que mis vecinos fueran a protestar, pero no dijeron
nada nunca, así que el ascensor se convirtió en mi guarida, en mi nido. Y sólo
subía al otro ascensor para acceder r a mi piso cuando se me hacía necesaria e
imprescindible alguna cosa que no podía
tener a mano.
Un
día la señora Rosa me sugirió que como ella era viuda y que como su hijo estaba
casado y residía en Alemania, que para no estar tan incómodo en el ascensor que
fuera a dormir a su casa, a la portería, con ella, y que me trataría como a un
hijo. Sí, pero como yo conozco bien a estas mujeres, que todavía no son del
todo viejas, que siguen mirando, y en ocasiones devorando, a cuanto joven se
les pone a tiro, le dije que se buscara a otro para saciar sus apetitos, que yo
no necesitaba de ella.
A
pesar de mi contundente negativa no pasaba momento en el que la portera no siguiese
insistiéndome con su propuesta para que me fuese a su casa a dormir con ella. No
protestó nadie por mi manifiesta apropiación indebida del ascensor. Todos decían:
"si él es feliz así, pues que siga ahí dentro". Pasaron varios meses hasta
que los niños de los Sánchez estropearon el otro ascensor. Hecho que demostró
que mi tesis era la correcta y que la pobre doña Leonor quedaba descartada como causante
de la avería del mío. Por la noche la señora Rosa me dijo que quitase todas mis
cosas del ascensor porque iban a venir a
la mañana siguiente unos mecánicos para
arreglar ambos ascensores. Y, muy a mi pesar, así lo hice.
Haciendo
caso de sus consejos evité que estos sacaran por la fuerza todo cuanto había yo
depositado dentro. Me llevó bastante tiempo subir todo por la escalera hasta mi
piso, pues con el tiempo eran muchas las cosas que allí había yo ido
acumulando. Una vez arreglados ambos ascensores volví a coger cada día mi ascensor
para subir hasta el décimo piso y después bajar con él hasta el sexto. Si doña
Leonor lo hacía, por qué no iba a hacerlo yo también. La señora Rosa siguió con
su empeño de que me fuese con ella, y al final se salió con la suya. Ahora
duermo con ella en la portería, y me trata muy bien, además no he de subir nunca
a mi piso. Yo le hago de marido y ella todas las noches me deja subir y bajar
con mi ascensor cuantas veces quiero. Y nadie protesta ni dice nada, como vivo
con la portera. Incluso ahora estoy mejor y gano más dinero, pues he alquilado
mi piso a un inquilino que me paga un buen dinero. No necesitándolo, para qué
tenerlo deshabitado. Así, de esta esta forma tan sencilla, ahora soy feliz, únicamente
encuentro a faltar los días en que yo vivía en mi ascensor y me negaba a las
peticiones de Rosa. Claro que, una vez
arreglado el ascensor, la mejor solución era ésta y así tengo mi ascensor y lo
utilizo cuantas veces quiero sin que la portera me regañe por ello, como hace
con los niños de los Sánchez. Debo confesar que son muchas las veces que me
dedico a apretar todos los botones a la vez para ver si así logro estropearlo.
De conseguirlo viviríamos Rosa y yo dentro del mismo. Sé que a elIa no le
importaría si de ese modo me tiene a su lado. Pero no se estropea por ahora. Yo
no cejo en mi propósito y confío que alguna vez me saldré con la mía y entonces
volveré a ser completamente feliz.
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