ANDRÉS MARCO

lunes, 31 de marzo de 2014

EL SÁTIRO DE LAS lOh l5'



EL SÁTIRO DE LAS lOh l5'



Era un hombre más bien alto y grueso. Yo diría de unos 96 Kg de peso y 1,92 m de alto. Tenía el pelo  negro  muy liso, y el color de su piel era morena. Había nacido en un pueblo de provincias un dieciocho de febrero a las cuatro horas de la tarde. Bueno, faltaban ocho minutos para esa hora. De pequeño fue siempre un niño normal. Sus compañeros de escuela decían, a veces, que era un poco  rarillo, una ninfita según sus compañeros de juegos. Después creció y se hizo tal como es ahora. Resultó ser muy estudioso y esto le valió ir a la ciudad con una de esas becas, una de las tantas que los maestros de los pueblos solicitan para sus alumnos más aventajados. El hecho es que obtuvo la beca y marchó a los once años a la ciudad  para labrarse un porvenir, para convertirse en un hombre de provecho. Durante ese periodo demostró ser muy inteligente y sacó muy buenas calificaciones. Mostró una afición muy especial por la literatura y por el arte, pero no perseveró en ello por falta de medios económicos, posibles que se decía en su época. Acabados sus estudios regresó de nuevo al pueblo y de allí marchó a la "mili“ en donde consiguió llegar a cabo 1ª. Al terminar ésta es cuando tomó la sublime decisión, la acción sin vuelta atrás  que iba a marcar toda su vida hasta el final de su vida, es decir, hasta ahora.
Como en el pueblo no tenía porvenir decidió emigrar a Barcelona para abrirse un camino que le supusiera una garantía de cara al futuro más inmediato y también a medio y largo plazo. La verdad es que lo intentó todo pero la realidad  pudo más que él y no logró nada. Y finalmente terminó por aceptar un empleo sencillo que al menos le permitiera mantenerse y no pasar excesivas necesidades. Trabajaba como camarero en uno de los tantos bares de la Plaza Real de la Ciudad Condal. Al principio se hospedó en una pensión sita en la calle Princesa, cercana, relativamente, al lugar de su trabajo. Después, al cabo de diez años de muchas estrecheces y privaciones, consiguió ahorrar lo suficiente para comprarse un piso nuevo en el Paseo Valldaura, donde vivió hasta prácticamente ahora, hasta hace muy poco.
Aunque proposiciones y ocasiones no le faltaron, permaneció siempre soltero. No quiso casarse y nadie recuerda haberle visto acompañado de una mujer. No es que las odiase, pero tampoco le atraían, más bien resultó ser un poco tímido y pacato. Las toleraba, simplemente, mientras no se inmiscuyeran  en su vida. Tenía alma de poeta y siempre soñaba, adoraba, rendía culto a mujer irreal, ficticia, ideal; a una mujer arquetípica que le llenara sus vacíos y cubriera sus necesidades, que fuese su fiel compañera y que compartiera con él sus inquietudes e intereses. Pero por desgracia, ésta, María Torres Arranz- así la llamaba él siempre- un día falleció y él no la volvió, en buena lógica, a ver. Mas no por ello dejó de amarla siempre. Fue su único y gran amor. También adoraba las flores, el campo; le gustaba hacer pequeñas excursiones, cuando el trabajo se lo permitía, por la montaña del Tibidabo. En una palabra: se sentía identificado con la naturaleza, con la belleza, con lo puro y verdadero, con lo sencillo.
Era un ser rebuscado, introvertido, pusilánime, reservado y sobre todo exquisito. No se relacionaba con ninguno de sus vecinos. No tenía ningún amigo. No es que no los necesitase, pero no encontraba nadie con quien empatizar, con quien compartir sus sueños, sus quimeras, sus intereses, sus opiniones, sus gustos y sus  angustias.  Se limita a compartir justamente  lo imprescindible. Con sus compañeros del bar de la Plaza Real comentaba lo estrictamente necesario pero ninguno de ellos jamás llegó a saber cómo era o qué pensaba. Hacía su trabajo, ayudaba  a los compañeros, asumía en muchas ocasiones responsabilidades que tal vez no le correspondían, en su trato diario resultaba incluso afable pero nada más, de ahí ni pasaba ni dejaba  que otros dieran el paso. Le gustaba también pasear por las calles de la urbe por la noche, lobo solitario, cuando todos duermen y nadie se fija en él, cuando nadie le iba a molestar, cuando se respira la tranquilidad y el sosiego de una ciudad dormida si huyes de las zonas noctámbulas de la ciudad, cuando las sombras de la noche te permite estar fuera de las farolas. Él siempre iba absorto en sí mismo, como si nada le perturbase, como si tan sólo sus pensamientos le acompañaran y no precisase de nada más.  Sí había algo que un día sintió que necesitaba. Amante del canto de los pájaros desde pequeño, un día adquirió en una da las paradas de Las Ramblas de las Flores un canario cuyo canto hacía días que le había admirado. Un canario amarillo dentro de una jaula tal vez demasiado grande para un ejemplar nada más pero es que él deseaba que dispusiera de todo el espacio posible para evitar que pudiese sentirse enjaulado, aunque lo estuviera; en el fondo todos somos como canarios dentro de unas jaulas con un espacio limitado que sólo se puede ensanchar si nosotros somos capaces de hacerlo pagando, en ocasiones, un precio tal vez excesivamente elevado. Y así este animalito se convirtió en su fiel compañero, en su único amigo una vez muerta ella, si amada ideal.  Le puso de  nombre "Chorito" y pasaba horas hablando con él mientras se deleitaba con su trinos. Tal vez lo mimaba demasiado, le cambiaba el agua todos los días y le llenaba la jaula de comida y de artilugios de entretenimiento para que se sintiera como en casa. Todo hasta que una mañana lo encontró cadáver en el suelo de la jaula. Se limitó a echarlo en el cubo de basura mientras unas lágrimas recorrías sus mejillas.
Así era la vida cotidiana de este hombre sencillo que, en apariencia, no se preocupaba por nada ni por nadie. Que sólo reclamaba que lo dejasen vivir en paz en su espacio, que no lo molestaran más de lo imprescindible. Él no se metía con nadie, él dejaba hacer a cada quien lo que buenamente quisiese y eso mismo es a lo que  él aspiraba. Un una noche, haciendo lo que a él siempre le gustaba hacer: caminar despacio por el Paseo Marítimo, muy próximo al agua del mar, dejando que las olas llegaran apacibles y sosegadas para acariciar con ternura a veces, con furia otras, la arena de la playa mientras se dejaba embriagar por el rumor del oleaje, se le ocurrió la genial idea que desgraciadamente al final le costaría su placentera existencia. Un momento de locura, uno de esos instantes en los que no se piensa y se deja actuar libremente al instinto. La tentación que se le presentó de súbito, sin buscarla y que él no pudo evitarla. Descendió por las escaleras hasta la playa, cogió entre sus dedos unos granos de arena y con suma delicadeza lo posó en su pañuelo y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y regresó al paseo nocturno habitual.
Aquella noche la sonrisa volvió  a verse reflejada en sus mejillas .Las farolas del Paseo Marítimo fueron fieles y calladas  testigos y podrían dar razón de ello si se les habilitase el habla. Su felicidad y alegría eran tan grandes que cuando se dio cuenta estaba dentro de su casa. Buscó un tarro de cristal limpio y cuando lo encontró depositó  dentro su preciado tesoro. De valor incalculable para él, capaz de apreciarlo como tal, claro que ínfimo y sin valía alguna para el resto de los mortales. Aquella noche durmió de un tirón, suceso últimamente poco corriente en él.
El día siguiente a esto era un lunes y por lo tanto, su día libre. Se levantó tarde, remolón como hacía años que no se dejaba llevar en la cama, se vistió y sin desayunar se fue a pasar el rato en el "Laberinto de Horta", donde podría estar solo sin que nadie ni nada ajeno a sí mismo le inquietase. Al regresar a casa aprovechó para pasar por el mercado y comprar algunas alimentos  que necesitaba.
Comió como los otros días y después se sentó en una butaca para ver la televisión y poder fumar su pipa de después de comer. Era un soñador empedernido y le gustaba imaginar lo que él habría hecho, cómo se habría relacionado y enamorado de una, de ser de otra forma con cualquiera de las hermosísimas chicas que pasan por la Plaza Real. En el fondo era un romántico. Un hombre de esos de los que quedan pocos, afirmarían algunas voces capacitadas para ello. Amaba la paz, la convivencia social, la tranquilidad, la armonía del apetecido sosiego. Decía que todos somos en el fondo hermanos, libres, llenos de  incalculables y ocultas posibilidades humanas que aún no hemos descubierto pero que están en nosotros, simplemente nos falta la voluntad de desarrollarlas.  Aunque él jamás hizo nada para demostrarlas. Y no obstante este hecho, nada le impedía mar por sobre todas las cosas la libertad. Se creía, se sentía, se sabía libre . En el fondo era un idealista sin límite. Nunca había tenido nada y ahora poseía un tesoro que nadie le podría quitar porque le pertenecía en exclusividad: sus granitos de arena en su tarro de cristal. Aquella tarde estuvo en casa, soñando, ensimismado en su pensamiento, feliz en su intimidad, admirando su codiciado tesoro. Por la noche volvió a dormir bien. En una palabra: volvía a ser feliz. Era el ser más  dichoso que pudiese existir sobre la faz de la tierra.
El día siguiente, martes, fue normal para él: su trabajo y poco más. Sin embargo, para el resto de los humanos fue muy raro. Se notaba, se respiraba, en el ambiente que estaba pasando algo. Se había movilizado toda la máquina del Estado para averiguar el motivo que perturbaba no sólo la vida de la población española y sino de toda la población mundial. Todo había cambiado, todo había mutado de comportamiento, todo estaba trastocado, nada era igual. La gente se comportaba de una forma que no era la habitual. La gente estaba rara, desquiciada, preocupada sin saber por qué, como si estuviese aguardando a que aconteciera algo inusual. Se respiraba en el ambiente, incluso los animales se comportaban de otra forma, mostraban una inquietud que nadie era capaz de identificar y mucho menos de formular. La economía mundial se estaba paralizando, la Bolsa había dejado de cotizar, los transportes a cada minuto que pasaba se ralentizaban más y más. En suma, un caos imprevisto y sin una justificación  previsible. Nada anterior podía indicar que esto iba a suceder. Lo claro era que se había roto el equilibrio de las fuerzas que mantienen en perfecta y estable armonía a las distintas sociedades,  países y poblaciones. Loa granos de arena cumplían una función concreta ocupando su posición de equilibrio estable en la playa y al ser sustraídos de allí se había roto, desarticulado toda la red que mantiene el equilibrio social, la dinámica económica mundial, la paz y las guerras en su justa medida, nada volvería a ser como había sido hasta ahora. Se hacía necesario poner remedio lo más pronto posible , sin pérdida de tiempo. Había que restablecer, recuperar como fuese, el equilibro tan penosa y costosamente logrado, demasiada sangre había corrido desde tiempo inmemorial para conseguirlo y ahora no se podía destruir ni alterar así como así por la acción descontrolada de un insensato no identificado aún.
Después de una semana las altas esferas del país y de la ONU habían detectado y ya conocían la causa de tal perturbación  y, en consecuencia,  se ordenó que se buscara la normalidad a cualquier precio, el regreso a los cauces establecidos de los que jamás se debería haber salido. Había que volver a poner los granos de arena cuando fuesen encontrados en su lugar para volver al equilibrio. Las brigadas político-sociales y las organizaciones de espionaje  más competentes empezaron las averiguaciones y pesquisas. Había que encontrar  al causante de todo aquello. Se había convertido en un grave problema político y social y era preciso resolverlo de inmediato. Era una cuestión  que atañía a todos porque estaba en juego el futuro de la humanidad.
Las indagaciones duraron dos meses y al final encontraron al responsable. Fue detenido Ramón Fernández de Rodas una mañana a primeras horas en su propio domicilio del Paseo de Valldaura y conducido en un coche especial  sin ningún tipo de identificación, para evitar males mayores,  a la comisaría de policía sita en Vía Layetana.
En estos dos meses sucedieron muchas cosas, no todas buenas,  en Barcelona. Y el pueblo barcelonés todo lo malo lo atribuyó a ese personaje fatídico, maléfico, a ese criminal que era el causante de todo. Se había llegado a atribuirle asesinatos, robos, hechos morbosos propios de locos, siempre que no encontraban a un culpable. Y la resolución de los casos resultaba sencilla: el sátiro estaba detrás de todo cuanto ocurría por lo tanto no era necesario investigar nada más, dando con él todo quedaría resuelto. La prensa contribuyó también lo suyo bautizándolo desde el inicio  con el apodo de "El Sátiro", el sádico morboso. Incluso las familias respetables no dejaban salir de noche a sus hijas para que no fuesen violadas por el sátiro. Y todos los días la prensa dedicaba sus primeras páginas a hablar de la situación en que se encontraba el mundo, el país y la ciudad, y para alabar la actuación perfecta y sincronizada de la policía que aún no resolvía nada. Al final, en grandes rótulos se anunciaba al público que el sátiro había sido detenido hacía algunos días y que estaba a disposición de las autoridades competentes, en comisaría ara proceder a lo que la ley dictaminase para este caso tan excepcional. La gente estaba eufórica, salida de sí. Al fin la normalidad volvería. Y ahora había que castigar al asesino, al  criminal, al responsable de aquellos actos tan  horribles, tan execrables, crímenes contra la humanidad.

Desde primeras horas de aquella mañana una masa inmensa de gente comenzó a concentrarse ante la comisaría de Vía Layetana. Todos deseaban lo mismo: reclamaban el preso. Se produjo lo inevitable. La turba invadió el edificio y se apoderó del reo. La policía no pudo hacer nada en contra, o no quiso. Dejar la justicia en manos del pueblo exaltado les resolvía demasiados problemas acelerando, además, su solución. La muchedumbre condujo al preso por la calle Condal y por Puerta del Ángel hasta la Plaza Cataluña, donde se pensaba hacer justicia, linchándolo. Todos gritaban y vociferaban atrocidades. Y en medio de todos  ellos el responsable, el hombre que no sabía nada de cuanto acontecía. Tampoco es que le interesase demasiado. Daba lo mismo. Llegó magullado, torturado, arrastrado, hecho ya una piltrafa desde las dependencias policiales. No parecía el mismo que días antes pasease por el Laberinto de Horta. La suerte estaba echada. Alguien sacó un cuchillo y, junto con los golpes de las porras que le propinaban los policías, segó su yugular acabando  con la vida de aquel ser miserable. Después la masa se disolvió. Y allí, en el suelo, en el centro de la plaza, quedó el cuerpo maltrecho, junto a los cadáveres de algunas palomas atropelladas y aplastadas por la muchedumbre, de aquel sátiro. Fue a las 10h l5’de la fría mañana del 25 de diciembre de 1972. Y la ciudad de Barcelona nunca olvidará, después de volver a su normalidad aquella hora gloriosa en la que se hizo justicia, dando muerte  a aquel deleznable sujeto que la prensa había nombrado como "el sátiro de las 10h 15' ". 

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