EL SÁTIRO DE LAS lOh l5'
Era
un hombre más bien alto y grueso. Yo diría de unos 96 Kg de peso y 1,92 m de alto.
Tenía el pelo negro muy liso, y el color de su piel era morena.
Había nacido en un pueblo de provincias un dieciocho de febrero a las cuatro
horas de la tarde. Bueno, faltaban ocho minutos para esa hora. De pequeño fue siempre
un niño normal. Sus compañeros de escuela decían, a veces, que era un poco rarillo, una ninfita según sus compañeros de
juegos. Después creció y se hizo tal como es ahora. Resultó ser muy estudioso y
esto le valió ir a la ciudad con una de esas becas, una de las tantas que los
maestros de los pueblos solicitan para sus alumnos más aventajados. El hecho es
que obtuvo la beca y marchó a los once años a la ciudad para labrarse un porvenir, para convertirse en
un hombre de provecho. Durante ese periodo demostró ser muy inteligente y sacó muy
buenas calificaciones. Mostró una afición muy especial por la literatura y por
el arte, pero no perseveró en ello por falta de medios económicos, posibles que
se decía en su época. Acabados sus estudios regresó de nuevo al pueblo y de allí
marchó a la "mili“ en donde consiguió llegar a cabo 1ª. Al terminar ésta
es cuando tomó la sublime decisión, la acción sin vuelta atrás que iba a marcar toda su vida hasta el final
de su vida, es decir, hasta ahora.
Como
en el pueblo no tenía porvenir decidió emigrar a Barcelona para abrirse un camino
que le supusiera una garantía de cara al futuro más inmediato y también a medio
y largo plazo. La verdad es que lo intentó todo pero la realidad pudo más que él y no logró nada. Y finalmente
terminó por aceptar un empleo sencillo que al menos le permitiera mantenerse y
no pasar excesivas necesidades. Trabajaba como camarero en uno de los tantos
bares de la Plaza Real de la Ciudad Condal. Al principio se hospedó en una
pensión sita en la calle Princesa, cercana, relativamente, al lugar de su
trabajo. Después, al cabo de diez años de muchas estrecheces y privaciones, consiguió
ahorrar lo suficiente para comprarse un piso nuevo en el Paseo Valldaura, donde
vivió hasta prácticamente ahora, hasta hace muy poco.
Aunque
proposiciones y ocasiones no le faltaron, permaneció siempre soltero. No quiso
casarse y nadie recuerda haberle visto acompañado de una mujer. No es que las
odiase, pero tampoco le atraían, más bien resultó ser un poco tímido y pacato. Las
toleraba, simplemente, mientras no se inmiscuyeran en su vida. Tenía alma de poeta y siempre soñaba,
adoraba, rendía culto a mujer irreal, ficticia, ideal; a una mujer arquetípica
que le llenara sus vacíos y cubriera sus necesidades, que fuese su fiel
compañera y que compartiera con él sus inquietudes e intereses. Pero por
desgracia, ésta, María Torres Arranz- así la llamaba él siempre- un día falleció
y él no la volvió, en buena lógica, a ver. Mas no por ello dejó de amarla
siempre. Fue su único y gran amor. También adoraba las flores, el campo; le
gustaba hacer pequeñas excursiones, cuando el trabajo se lo permitía, por la
montaña del Tibidabo. En una palabra: se sentía identificado con la naturaleza,
con la belleza, con lo puro y verdadero, con lo sencillo.
Era
un ser rebuscado, introvertido, pusilánime, reservado y sobre todo exquisito.
No se relacionaba con ninguno de sus vecinos. No tenía ningún amigo. No es que
no los necesitase, pero no encontraba nadie con quien empatizar, con quien
compartir sus sueños, sus quimeras, sus intereses, sus opiniones, sus gustos y
sus angustias. Se limita a compartir justamente lo imprescindible. Con sus compañeros del bar
de la Plaza Real comentaba lo estrictamente necesario pero ninguno de ellos
jamás llegó a saber cómo era o qué pensaba. Hacía su trabajo, ayudaba a los compañeros, asumía en muchas ocasiones
responsabilidades que tal vez no le correspondían, en su trato diario resultaba
incluso afable pero nada más, de ahí ni pasaba ni dejaba que otros dieran el paso. Le gustaba también
pasear por las calles de la urbe por la noche, lobo solitario, cuando todos
duermen y nadie se fija en él, cuando nadie le iba a molestar, cuando se
respira la tranquilidad y el sosiego de una ciudad dormida si huyes de las
zonas noctámbulas de la ciudad, cuando las sombras de la noche te permite estar
fuera de las farolas. Él siempre iba absorto en sí mismo, como si nada le
perturbase, como si tan sólo sus pensamientos le acompañaran y no precisase de
nada más. Sí había algo que un día
sintió que necesitaba. Amante del canto de los pájaros desde pequeño, un día
adquirió en una da las paradas de Las Ramblas de las Flores un canario cuyo
canto hacía días que le había admirado. Un canario amarillo dentro de una jaula
tal vez demasiado grande para un ejemplar nada más pero es que él deseaba que
dispusiera de todo el espacio posible para evitar que pudiese sentirse
enjaulado, aunque lo estuviera; en el fondo todos somos como canarios dentro de
unas jaulas con un espacio limitado que sólo se puede ensanchar si nosotros
somos capaces de hacerlo pagando, en ocasiones, un precio tal vez excesivamente
elevado. Y así este animalito se convirtió en su fiel compañero, en su único
amigo una vez muerta ella, si amada ideal. Le puso de
nombre "Chorito" y pasaba horas hablando con él mientras se
deleitaba con su trinos. Tal vez lo mimaba demasiado, le cambiaba el agua todos
los días y le llenaba la jaula de comida y de artilugios de entretenimiento
para que se sintiera como en casa. Todo hasta que una mañana lo encontró
cadáver en el suelo de la jaula. Se limitó a echarlo en el cubo de basura
mientras unas lágrimas recorrías sus mejillas.
Así
era la vida cotidiana de este hombre sencillo que, en apariencia, no se preocupaba
por nada ni por nadie. Que sólo reclamaba que lo dejasen vivir en paz en su
espacio, que no lo molestaran más de lo imprescindible. Él no se metía con
nadie, él dejaba hacer a cada quien lo que buenamente quisiese y eso mismo es a
lo que él aspiraba. Un una noche,
haciendo lo que a él siempre le gustaba hacer: caminar despacio por el Paseo
Marítimo, muy próximo al agua del mar, dejando que las olas llegaran apacibles
y sosegadas para acariciar con ternura a veces, con furia otras, la arena de la
playa mientras se dejaba embriagar por el rumor del oleaje, se le ocurrió la
genial idea que desgraciadamente al final le costaría su placentera existencia.
Un momento de locura, uno de esos instantes en los que no se piensa y se deja
actuar libremente al instinto. La tentación que se le presentó de súbito, sin
buscarla y que él no pudo evitarla. Descendió por las escaleras hasta la playa,
cogió entre sus dedos unos granos de arena y con suma delicadeza lo posó en su
pañuelo y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y regresó al paseo nocturno
habitual.
Aquella
noche la sonrisa volvió a verse reflejada
en sus mejillas .Las farolas del Paseo Marítimo fueron fieles y calladas testigos y podrían dar razón de ello si se les
habilitase el habla. Su felicidad y alegría eran tan grandes que cuando se dio
cuenta estaba dentro de su casa. Buscó un tarro de cristal limpio y cuando lo
encontró depositó dentro su preciado tesoro.
De valor incalculable para él, capaz de apreciarlo como tal, claro que ínfimo y
sin valía alguna para el resto de los mortales. Aquella noche durmió de un tirón,
suceso últimamente poco corriente en él.
El
día siguiente a esto era un lunes y por lo tanto, su día libre. Se levantó
tarde, remolón como hacía años que no se dejaba llevar en la cama, se vistió y
sin desayunar se fue a pasar el rato en el "Laberinto de Horta", donde
podría estar solo sin que nadie ni nada ajeno a sí mismo le inquietase. Al regresar
a casa aprovechó para pasar por el mercado y comprar algunas alimentos que necesitaba.
Comió
como los otros días y después se sentó en una butaca para ver la televisión y
poder fumar su pipa de después de comer. Era un soñador empedernido y le gustaba
imaginar lo que él habría hecho, cómo se habría relacionado y enamorado de una,
de ser de otra forma con cualquiera de las hermosísimas chicas que pasan por la
Plaza Real. En el fondo era un romántico. Un hombre de esos de los que quedan
pocos, afirmarían algunas voces capacitadas para ello. Amaba la paz, la convivencia
social, la tranquilidad, la armonía del apetecido sosiego. Decía que todos
somos en el fondo hermanos, libres, llenos de incalculables y ocultas posibilidades humanas
que aún no hemos descubierto pero que están en nosotros, simplemente nos falta
la voluntad de desarrollarlas. Aunque él
jamás hizo nada para demostrarlas. Y no obstante este hecho, nada le impedía
mar por sobre todas las cosas la libertad. Se creía, se sentía, se sabía libre
. En el fondo era un idealista sin límite. Nunca había tenido nada y ahora poseía
un tesoro que nadie le podría quitar porque le pertenecía en exclusividad: sus
granitos de arena en su tarro de cristal. Aquella tarde estuvo en casa, soñando,
ensimismado en su pensamiento, feliz en su intimidad, admirando su codiciado
tesoro. Por la noche volvió a dormir bien. En una palabra: volvía a ser feliz.
Era el ser más dichoso que pudiese
existir sobre la faz de la tierra.
El
día siguiente, martes, fue normal para él: su trabajo y poco más. Sin embargo,
para el resto de los humanos fue muy raro. Se notaba, se respiraba, en el
ambiente que estaba pasando algo. Se había movilizado toda la máquina del Estado
para averiguar el motivo que perturbaba no sólo la vida de la población española
y sino de toda la población mundial. Todo había cambiado, todo había mutado de
comportamiento, todo estaba trastocado, nada era igual. La gente se comportaba
de una forma que no era la habitual. La gente estaba rara, desquiciada,
preocupada sin saber por qué, como si estuviese aguardando a que aconteciera
algo inusual. Se respiraba en el ambiente, incluso los animales se comportaban
de otra forma, mostraban una inquietud que nadie era capaz de identificar y
mucho menos de formular. La economía mundial se estaba paralizando, la Bolsa
había dejado de cotizar, los transportes a cada minuto que pasaba se
ralentizaban más y más. En suma, un caos imprevisto y sin una
justificación previsible. Nada anterior
podía indicar que esto iba a suceder. Lo claro era que se había roto el
equilibrio de las fuerzas que mantienen en perfecta y estable armonía a las
distintas sociedades, países y
poblaciones. Loa granos de arena cumplían una función concreta ocupando su
posición de equilibrio estable en la playa y al ser sustraídos de allí se había
roto, desarticulado toda la red que mantiene el equilibrio social, la dinámica
económica mundial, la paz y las guerras en su justa medida, nada volvería a ser
como había sido hasta ahora. Se hacía necesario poner remedio lo más pronto
posible , sin pérdida de tiempo. Había que restablecer, recuperar como fuese,
el equilibro tan penosa y costosamente logrado, demasiada sangre había corrido
desde tiempo inmemorial para conseguirlo y ahora no se podía destruir ni
alterar así como así por la acción descontrolada de un insensato no
identificado aún.
Después
de una semana las altas esferas del país y de la ONU habían detectado y ya
conocían la causa de tal perturbación y,
en consecuencia, se ordenó que se buscara
la normalidad a cualquier precio, el regreso a los cauces establecidos de los
que jamás se debería haber salido. Había que volver a poner los granos de arena
cuando fuesen encontrados en su lugar para volver al equilibrio. Las brigadas
político-sociales y las organizaciones de espionaje más competentes empezaron las averiguaciones
y pesquisas. Había que encontrar al
causante de todo aquello. Se había convertido en un grave problema político y
social y era preciso resolverlo de inmediato. Era una cuestión que atañía a todos porque estaba en juego el
futuro de la humanidad.
Las
indagaciones duraron dos meses y al final encontraron al responsable. Fue
detenido Ramón Fernández de Rodas una mañana a primeras horas en su propio domicilio
del Paseo de Valldaura y conducido en un coche especial sin ningún tipo de identificación, para evitar
males mayores, a la comisaría de policía
sita en Vía Layetana.
En
estos dos meses sucedieron muchas cosas, no todas buenas, en Barcelona. Y el pueblo barcelonés todo lo
malo lo atribuyó a ese personaje fatídico,
maléfico, a ese criminal que era el causante de todo. Se había llegado a
atribuirle asesinatos, robos, hechos morbosos propios de locos, siempre que no
encontraban a un culpable. Y la resolución de los casos resultaba sencilla: el
sátiro estaba detrás de todo cuanto ocurría por lo tanto no era necesario
investigar nada más, dando con él todo quedaría resuelto. La prensa contribuyó también
lo suyo bautizándolo desde el inicio con
el apodo de "El Sátiro", el sádico morboso. Incluso las familias respetables
no dejaban salir de noche a sus hijas para que no fuesen violadas por el sátiro.
Y todos los días la prensa dedicaba sus primeras páginas a hablar de la situación
en que se encontraba el mundo, el país y la ciudad, y para alabar la actuación
perfecta y sincronizada de la policía que aún no resolvía nada. Al final, en
grandes rótulos se anunciaba al público que el sátiro había sido detenido hacía
algunos días y que estaba a disposición de las autoridades competentes, en comisaría
ara proceder a lo que la ley dictaminase para este caso tan excepcional. La
gente estaba eufórica, salida de sí. Al fin la normalidad volvería. Y ahora había
que castigar al asesino, al criminal, al
responsable de aquellos actos tan horribles, tan execrables, crímenes contra la
humanidad.
Desde
primeras horas de aquella mañana una masa inmensa de gente comenzó a
concentrarse ante la comisaría de Vía Layetana. Todos deseaban lo mismo: reclamaban
el preso. Se produjo lo inevitable. La turba invadió el edificio y se apoderó
del reo. La policía no pudo hacer nada en contra, o no quiso. Dejar la justicia
en manos del pueblo exaltado les resolvía demasiados problemas acelerando, además,
su solución. La muchedumbre condujo al preso por la calle Condal y por Puerta del
Ángel hasta la Plaza Cataluña, donde se pensaba hacer justicia, linchándolo. Todos
gritaban y vociferaban atrocidades. Y en medio de todos ellos el responsable, el hombre que no sabía
nada de cuanto acontecía. Tampoco es que le interesase demasiado. Daba lo
mismo. Llegó magullado, torturado, arrastrado, hecho ya una piltrafa desde las
dependencias policiales. No parecía el mismo que días antes pasease por el
Laberinto de Horta. La suerte estaba echada. Alguien sacó un cuchillo y, junto
con los golpes de las porras que le propinaban los policías, segó su yugular
acabando con la vida de aquel ser miserable.
Después la masa se disolvió. Y allí, en el suelo, en el centro de la plaza, quedó
el cuerpo maltrecho, junto a los cadáveres de algunas palomas atropelladas y
aplastadas por la muchedumbre, de aquel sátiro. Fue a las 10h l5’de la fría mañana
del 25 de diciembre de 1972. Y la ciudad de Barcelona nunca olvidará, después
de volver a su normalidad aquella hora gloriosa en la que se hizo justicia, dando
muerte a aquel deleznable sujeto que la prensa
había nombrado como "el sátiro de las 10h 15' ".
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