ANDRÉS MARCO

jueves, 14 de abril de 2011

LA VIEJA

 

Si yo tuviera cabeza las cosas acontecerían de otro modo. Pero no tengo, o al menos no la encuentro cuando levanto los brazos e intento  tocarla y aprisionarla con las manos. Pasan por encima del cuello, por donde  ella debería estar y no hay mas que un espacio hueco. La vieja, pequeña ella, arrugada, casi calva, tapada con un pañuelo negro casi toda su cabeza y totalmente  desdentada ríe alegremente y dice que también ella quiere subir a los caballitos del Tiovivo. Siento que me faltan los ojos, los oídos, la boca, las mejillas y la barba; todo me lo han robado. No tengo cabeza: simplemente  un cubo pequeño de cristal blanco opaco, ínfimo él, que  impide que la  sangre  salga a borbotones  de mi  cuello. De acuerdo  que es  una terapia un poco  excéntrica, de acuerdo. Yo también lo  creo así, pero el cubo es prestado. Me lo han puesto ahí y por el momento no tengo la  más mínima intención de sacarlo de donde está. Además, no es pesado y apenas lo noto. Es como  si no llevara nada. Y los niños bajan del Tiovivo y la vieja sube al caballito. Toda la máquina para ella sola. Se inicia el viaje, la rueda gira y gira, y los  caballitos suben y bajan  llevando cada uno sobre su lomo a la vieja que ríe y muestra a todos la profunda cavidad negra  de su boca desdentada. Y se levanta las sayas y saca  de su sexo arrugado y  reseco un enorme cornetín que hace sonar estrepitosamente. Y mientras  los caballitos  suben y bajan con sus respectivas viejas encima y yo siento que también a mí me gustaría subir si no fuera por la falta de mi cabeza. Quisiera arrebatarle a la vieja el cornetín, dejar  de oírlo  de una puñetera vez. Es  imposible. Por momentos siento que mi cuerpo se va reduciendo, desapareciendo poco a poco, mientras ella se divierte. Me voy desvaneciendo  progresivamente y la vieja con su dichoso cornetín me va anulando. Su presencia es la culpable de todo, no cabe duda. No hay otro remedio: ella  o yo. Le arrojo con fuerza una jaula llena de canarios, una máquina de tren, un puesto de salchichas, una cacatúa,  parte del  público que nos mira sin entender nada y todo  cuanto encuentro en mi camino. Nada. Ella sigue montada en los caballitos que giran haciendo sonar el cornetín. Sólo me resta como solución  apagar la luz de la habitación y de la plaza, tomarme una aspirina aunque me  haga daño en el estómago y coger con ambas manos, que todavía no han desaparecido, el cubo y tirar hacia arriba con fuerza. Logro arrancarlo de mi cuerpo. Intento  balbucear algo que no llega a concretizarse y eso es todo. No hay tiempo  para nada más. La vieja  gana y yo me deshincho y desaparezco hacia arriba sin dejar huella.

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