El tres de octubre, el día de mi cumpleaños, comenzábamos el
segundo curso de bachillerato en el colegio. Para mí no era una fecha demasiado
agradable. Cumplía once años y el único modo de celebrarlo era con mi primer
día de clase.
Bueno, al menos me reencontraba con los compañeros del curso
pasado. Apenas habían cambios. En primero nos habían separado por idiomas. Los externos
y medio pensionistas que cursábamos francés al A, los internos de francés al B y
todos aquellos que hacían inglés al C. Había tres repetidores de curso y el
resto del grupo éramos los mismos del año pasado, Nadie repetía primero y nadie
había cambiado de colegio.
Todo esto significaba que éramos básicamente los mismos, con
nuestros grupos de amigos y con nuestros grupos con los que, por algún motivo jamás
explicitado, no había tanta relación si bien todos teníamos buenas relaciones
entre nosotros. Lo cierto es que ante la represión disciplinaria a la que
estábamos sometidos todos, la unión resultaba más fácil.
Pasaban los días, y las semanas. y todo era como siempre.
Clases, muchos deberes, demasiadas misas y rezos y bastantes exámenes. Patios
en los que casi todos jugábamos al futbol porque no había nada más. Y eso sí,
los sábados por la tarde no había clase. Comíamos, jugábamos un rato en el
patio y sobre las cuatro entrábamos en fila a la sala de actos con bancos muy
viejos de madera, bastante destartalados, a los que nosotros contribuíamos a
destartalar más entreteniéndonos en destrozar poco a poco mientras veíamos
películas en blanco y negro muy antiguas o bien del oeste en color, recortadas y
censuradas por el cura de turno. Todos teníamos claro que el censor era don
Fernando, el profe de geografía universal y tutor nuestro que ya nos había
castigado sin motivo el primer día simplemente por ser nuestro tutor.
Recuerdo que aquel aciago día de mi cumpleaños a las nueve
de la mañana entró en el aula don Fernando. Se presentó diciendo que era don
Fernando, el responsable disciplinario de nuestro grupo y que eso tenía un
significado. Por ser sus pupilos ya teníamos un castigo. Sacó del bolsillo de
su sotana una bolsa llena de papelitos doblados y fue pasando por cada uno de
nosotros haciéndonos sacar un papel en el que estaba escrito el castigo del que
él tomaba buena nota. Yo tuve suerte, nada más me correspondieron veinte
vueltas al patio. Y tuve que darlas a razón de diez cada día. Al menos nos dejaba
elegir cómo cumplíamos el castigo. Diez vueltas al día era el mínimo así que yo
en dos días lo cumplí.
En el pase de las películas nos lo pasábamos muy bien y
aprovechábamos. al estar las luces apagadas, para resarcirnos de la disciplina.
Poco a poco, sin que apenas se notara íbamos desguazando los bancos en los que
nos sentábamos. Abucheábamos todos a unísono cuando intuíamos que nos habían
censurado algún beso y la liábamos con griterío cuando el Séptimo de Caballería
atacaba y mataba a los indios. En bastantes ocasiones encendían las luces y
teníamos que soportar la reprimenda de turno por nuestro comportamiento pero no
había castigo dado que la luz apagada nos igualaba a todos. En todo caso los
llevaban al patio sin acabar la película.
A comienzos de noviembre apareció de súbito un compañero
nuevo en clase. Nadie lo conocía y nadie, profesores me refiero, se molestó en
presentarlo al grupo. A las ocho de la mañana apareció y se sentó en el primer
pupitre que encontró libre, al fondo del aula, justo detrás del mío. No hubo problema, era un pupitre
que estaba desocupado. Luego, en el patio algunos intentamos acercarnos a él,
pero resultó que era un poco raro. Taciturno y apagado, poco dispuesto a hacer
concesiones con el resto de compañeros.
Fueron pasando los días y poco a poco yo me fui acercando
a él. Que me aceptara no era nada raro.
Se sentó desde el primer día detrás de mí. Yo le dejaba cada día mis libretas
con los deberes hechos para que los copiase ya que el jamás los traía hechos.
Le dejaba copiar en los exámenes. Bueno, es que yo era el alumno del cuadro de
honor del grupo en el cole. El que sacaba sobresalientes y dejarle copiar y
ayudarle no me suponía ningún esfuerzo.
Poco a poco nos fuimos haciendo amigos si bien nunca hablaba
ni de él ni de su familia. Era totalmente opaco. Jugaba, participaba en el
equipo de futbol. No había otros juegos. Se le veía alegre pero nada más. No
compartía. Tampoco era un alumno brillante. Sin mi ayuda lo habrán castigado
todos los días por no hacer los deberes. También había suspendido más de un
examen si no le hubiese dejado copiar.
Todo fue bien hasta una tarde en el patio después de comer.
Estábamos todos jugando y él chutó el balón con tanta fuerza que impactó contra
la ventana de una de las aulas rompiendo el cristal de la misma. Al oír el
ruido de los cristales cayendo al patio enseguida vino el cura responsable del
recreo gritando quién ha sido. Todos miramos a Jaume, el autor del accidente.
Pero él se calló. El cura siguió gritando quién ha sido. Y todos callamos. "Pues
van a tener que pagarlo entre todos y compartir el castigo", gritó
enfurecido el cura. Miré a Jaume a los ojos. Él no dijo nada. Simplemente me
señaló con el dedo índice de la mano y dijo " ha sido él". Todo el
resto del grupo calló.
Me castigaron a dar cincuenta vueltas al patio.
Con lágrimas en los ojos comencé a correr alrededor del
patio. Eran cincuenta vueltas.
Mis padres pagaron la reposición del cristal de la ventana.
Nunca más volví a dirigirle la palabra.
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