- ¡Mirad!, por ahí viene ya Jaime. ¡Ostras, no!,
trae a su hermana pequeña con él: ¡menuda lata! Pero, en fin, qué le vamos a
hacer. Tendremos que ir con la niñita a la cueva, no vamos a dejarla sola.
- No, si ya lo digo yo: Jaime nunca puede ser
más oportuno, hoy que nos íbamos a divertir de lo lindo va y ¡zas! : se trae a
la niña con él. ¡Menudo fastidio! ...
- Bueno, ahora que estamos todos reunidos vamos
a decidir lo que vamos a hacer esta tarde para pasarlo en grande. Yo propongo
que vayamos a la cueva de los moros tal como lo teníamos pensado. Mi abuelo
dice siempre que allí no vayamos porque en ella vive desde hace muchos años el
hijo del dragón que mató San Jorge con su lanza.
- No, yo no quiero ir allí. Me da miedo -exclama,
medio implorando, Marta.
- Tu cállate, ¡porras!: si no quieres venir no
vengas, ¡allá tú! Nosotros sí que vamos.
- Marta, no seas tonta, no ves que sólo es un
juego -le dice su hermano para intentar calmarla- El dragón no hace mal a los
niños porque San Jorge lo convirtió en un dragón bueno. Es por eso que no lo
mató también a él cuando atravesó con su lanza al dragón padre que sí era muy
malo.
- De acuerdo, si es así iré con vosotros, pero
si sale el dragón no volveré nunca más a jugar con vosotros, ¿eh?
- Pues nada,
manos a la obra: en primer lugar vamos a necesitar una lanza muy larga y
muy grande para defendernos del dragón si éste nos ataca. No creo que lo haga, pero
debemos estar prevenidos por si acaso, no sea que el bicho salga y quiera comerse
a Marta...
- Jaime, lo ves -dice Marta- el dragón es malo y se come a los
niños pequeños. No quiero jugar con vosotros a estas cosas. Me dan miedo.
-
No, si... niña tenías que ser.
- ¡No te metas con mi hermana! No ves que es pequeña. Seguro que cuando sea
mayor tendrá menos miedo que tú. Además, si quieres algo con ella, ya sabes: antes
conmigo ¿vale?
- Venga, dejaos de peleas y no se hable más. Vámonos
hacia la cueva. En el camino cogeremos el palo que nos servirá de lanza. Todo
lo demás que nos puede hacer falta ya lo llevo yo de casa. La vela se la he
quitado esta mañana al señor cura mientras él se desvestía, y cerillas también
llevo. ¡Por algo soy monaguillo!...
La montana era bastante alta, mas
la ascensión en sí no ofrecía ninguna dificultad debido a que se podía llegar tranquilamente
hasta la cumbre siguiendo un camino, trazado imaginariamente, más o menos
zigzagueante entre las matas de aliaga y tomillo. Y justo en la cumbre, junto a
una gran masa de rocas que siempre habían estado allí, se encontraba la entrada
a la cueva en la que, según Pedro y el abuelo del mismo, habitaba, desde tiempo
inmemorial, el hijo del Dragón que mató San Jorge con su lanza.
Así, pues, nuestros cinco amigos: los cuatro chicos y Marta
con ellos, estaban muy atareados en conseguir conquistar la cumbre rocosa de la
montaña y llegar hasta la entrada de la cueva. Cuando todavía no habían llegado
a la mitad de la ascensión ya estaban muy cansados, en especial Marta, la
hermana de Jaime, pero el aliciente por un
lado y su fogoso espíritu de
aventura por el otro les hacía seguir juntos sin desfallecer del todo y no desistir
de su idea de jugar una tarde a ser los valientes héroes que darían muerte al
dragón poniendo de este modo fin a la -según ellos- incompleta gesta de San
Jorge.
Todo esto a Marta más bien le interesaba
muy poco por no decir lo más mínimo. Iba con ellos porque tenía que estar toda la tarde en compañía de su hermano
que debía
cuidar de ella y porque éste la
llevaba de la mano y no la soltaba. De otra forma no habría ido nunca con ellos
por varias razones. En primer lugar porque este tipo de aventuras no le divertían
lo más mínimo y porque le importaba un pito lo que pasara con el dragón. En
segundo lugar porque ella prefería jugar con sus muñecas y con sus amigas que
para fastidiarla hoy se habían ido con sus papás y no volverían hasta la noche.
Y en tercer lugar porque ella era una niña pequeña y no estaba bien que jugara
con esos niños amigos de su hermano Jaime que eran mayores que ella. También
porque odiaba tener que subir por la montaña pinchándose las piernas sin cesar
en las aliagas. Y además, sin querer, había hecho un roto en el vestido que
llevaba puesto y mamá por la noche le
iba a reñir por no tener cuidado con el vestido que había estrenado el domingo
de Ramos, día en el que papá, mamá, Jaime y ella habían ido juntos a misa para
bendecir el ramo, y por la tarde a la Procesión, y ella aquel día se había sentido
muy feliz con su traje nuevo, recién estrenado. Y además, se lo había cosido
mamá.
Sin embargo, ahora, cuando había
llegado el momento de la verdad, todos estos sucesos previos no eran más que
tonterías, lo importante comenzaba a partir de entonces. Pedro, el más decidido
de todos, empezaba a entrar en la cueva porque iba, precisamente, a ser él quien dirigiría toda la aventura: él la había
planeado y todos confiaban más en él que en sí mismos. Era el cabecilla de la
pandilla desde hacía mucho tiempo. Detrás iba Jaime seguido de Marta y de los otros dos amigos. En la mente de
todos la misma idea les daba vueltas: "Como salga el hijo del dragón que
mató San Jorge con su lanza vamos a necesitar de los servicios del Santo para
que nos defienda" Y a uno de ellos, seguro que fue Luis que iba el último
y era el más bromista del grupo, se le ocurrió comentarla en voz alta. A la niña
no le hizo ni pizca de gracia. La verdad es que a los demás tampoco mucha.
Al principio fue fácil: la
entrada era lo suficientemente alta como para permitir que todos pudieran
entrar sin tener que agacharse. Después la cosa se complicó un poco aunque no
en demasía. Bastaba con ir un poco encogido para no pegarse con la cabeza en el
techo. Una vez andado el primer corredor encontraron como una habitación bastante
grande comparada con la entrada y el tramo previo que habían recorrido. En una
de las paredes se veía un ventanal bastante amplio. La corriente de aire allí
originada apagó la vela y los cinco se dirigieron apresuradamente, en la penumbra,
hacia dicha abertura. Desde ese sitio se podía contemplar de forma majestuosa todo el pueblo; las personas que paseaban por
la calle parecían hormiguitas vistas desde allí arriba. Más al fondo se veía el
mar que nunca acababa y los acantilados que daban paso a una pequeña cala con su
playa de arena. El mar estaba majestuoso, reposado, acariciando las rocas de la
costa y con un estrecho sendero de espuma que retrocedía constantemente hacia
dentro de sí mismo en la arena. Y muy al fondo, allá a lo lejos, el horizonte.
A Marta le pareció que allí el
cielo y el mar se juntaban, pues no había diferencia entre ambos. Pero esta
idea no le duró mucho. De pronto notó algo raro y frío en los pies y se echó a
llorar.
- Marta ¿qué te pasa ahora?
Marta seguía llorando. Todos se
preguntaban lo mismo: ¿por qué llorará ahora? Jaime pensaba que no debía
haberla traído porque es demasiado pequeña. Mientras Marta se calmó un poco y exclamó
medio llorosa:
- Es que me estoy mojando los pies. ¡Aquí hay agua!
Y efectivamente Marta había
metido los pies en un charco de agua que había. Ahora no sólo llevaría a casa
el vestido roto y las piernas llenas de arañazos sino que además la reñirían por
haber mojado y ensuciado los zapatos. No, decididamente, ella no debía volver a
jugar con los amigos de su hermano. Ellos son niños y los niños son muy brutos
cuando se divierten.
Ya habían visto todo lo que se
podía ver por aquella ventana abierta en la roca. Ahora debían seguir
explorando la cueva hasta dar con el dragón. Para ello era necesario encender
de nuevo la vela. Se apartaron un poco de la corriente de aire y puestos en círculo
se dispusieron a encenderla. De pronto Pedro exclamó:
-
¡Mirad! allí, al fondo.
Todos miraron con algo de temor. Dos
pequeños ojos les estaban observando. Eran redondos y brillantes. Con toda
seguridad debían pertenecer a alguna ave nocturna refugiada allí para dormir y las
voces de nuestros amigos la habían despertado. Todos quedaron como parados.
Solo Marta reaccionó al tiempo que histérica exclamaba:
- ¡Es el dragón! ¡Es el dragó que nos está mirando para comernos!
Tiraron todo lo que llevaban en
las manos y salieron corriendo, estampida, golpeándose la cabeza en el techo
del túnel, pero sin detenerse ninguno a
mirar hacia atrás para ver si el hijo del dragón que mató con su lanza San Jorge
les seguía o no. Marta, por suerte, fue más que llevada de la mano, arrastrada materialmente
por su hermano en la impetuosa carrera hasta llegar lejos de la cueva. Una vez
parados se dieron cuenta de que llevaban las ropas sucias y algo rotas. También
casi todos se habían herido en alguna parte, en especial la niña.
Pero no importaba. No habían podido
acabar la incompleta gesta de San Jorge pero al menos habían visto al dragón
que éste dejó vivo porque en aquel entonces era pequeño y le dio lástima al
Santo. Y eso era muy importante. Podrían llegar al pueblo y contar a los demás
niños toda su hazaña. Y sin embargo no lo harán nunca porque todos han prometido
no hacerlo jamás para que cuando sean mayores poder venir a matarlo entonces. Y
las promesas se deben cumplir. A partir de aquel momento éste será su secreto
compartido nada más por ellos y los secretos secretos son y deben callarse para
siempre.