Recapitulación núm. 9
Lo
que sigue quizás a muchos les parezca extraño e imposible, estoy seguro de que la mayoría de la gente creerá que todo es
producto de la imaginación enfermiza de su autor, y harán bien. Es que nos
suele ocurrir a todos cuando que sucede o que nos explican como sucedido no
puede ser asimilado por nuestras mentes normales. Y ante esta falta de
comprensión y de asimilación reaccionamos convenciéndonos de que no ha
ocurrido. Mas no, no es ficticio. Es real, y yo voy a trascribirlo tal como
sucedió y tal como sucede todos los días, porque aún hoy continúa y continuará
por mucho tiempo. Yo estaba allí, bueno, he estado siempre allí y tengo ojos
para ver, por lo tanto soy testigo y puedo dar fe de ello. Son muchas las personas
que los deberían ver a diario, pero ellos sólo miran, pero como les sucede a
muchos no ven. Pero nada más soy yo quien ve al mirarlo todo. Sí; soy yo el único
no ciego entre todos ellos. No es que yo quiera decir que tengo, que poseo, dones especiales sobre los demás. No, nada de
eso. Lo que sucede es que yo tengo el
valor suficiente para enfrentarme con la realidad de cada día y por eso soy el
único que veo las cosas tal como son, a diferencia de muchos otros que las ven y
las asimilan tal como los otros quieren que las vean y comprendan.
Entré
en el despacho del director general. Él me había mandado llamar y yo
inmediatamente acudí, como se debe hacer siempre, a su llamada. Las urgencias
de los jefes no pueden ni deben hacerse esperar, siempre ha sido así y siempre
lo será, al menos mientras haya jefes. Yo llevaba varios años trabajando en
esta importantísima industria, desde que finalicé mis estudios. Mi primer
y hasta hoy mi trabajo, el que me
permite ingresar un salario mensual para poder comer. Había visto varias veces
al director general - propietario único de toda la empresa por no decir de todo
su imperio - pero nunca había tenido la ocasión de verlo tan de cerca y mucho
menos de hablar con él. Era la primera vez que fijándose en mí y en mi trabajo,
supongo que debió ser así, me hacía llamar y yo estaba obligado a acudir
velozmente a su requerimiento.
Se
trataba de un hombre alto y bien parecido, de unos cuarenta y algo de años, pero
que parecía mucho más joven: todos los grandes hombres de empresa aparentan
tener
menos
edad de la que en verdad tienen. Claro, disponen de tiempo y de recursos para
poder ir al gimnasio, a sesiones de
masaje y relajarse cuando el cuerpo así
se les pide. Estaba sentado al otro lado de su mesa, precisamente donde le
correspondía estar, por algo es el amo de todo: omnipotente, radiando autoridad,
majestuoso, desbordando felicidad: era
lo natural. Cerca estaba sentada su secretaria en otra mesa con una máquina de
escribir que emitía unos compases tan monocordes que enseguida te olvidabas de
ellos: eran rutinarios, acompañando al ambiente. Ella, la secretaria, era alta, esbelta,
joven, guapa, morena, muy bien formada, modelada por unas manos maestras: toda
ella era una escultura capaz de hacer perder la cabeza al hombre mejor
dispuesto.
Aguardé
un momento de pie delante de la mesa. Él me miró y con un gesto simple de su cabeza me ofreció una silla para que me
sentara. Me senté y aguardé callado a que él comenzara a hablar. Y fue él quien
empezó. Me dijo que la empresa hasta ahora estaba orgullosa de mi trabajo y de
mi entrega total a pesar de lo gris de mi puesto y que había decidido él recompensarme
por ello. Habían puesto toda su confianza en mí y yo había sabido responder siempre satisfactoriamente, de una
forma inmejorable en una persona tan joven como yo. Por tanto, había llegado el
momento de que accediera, dados mis méritos, a un cargo de mayor responsabilidad con el
consiguiente y lógico aumento de categoría dentro del escalafón jerárquico de
la empresa y como consecuencia de todo ello, con un significativo aumento de
mis honorarios. Me rogó que aguardara unos minutos porque la carpeta en la que
estaban todas las normas y todos los expedientes de los que debía encargarme a partir
de ahora con mi nuevo cargo no había aún llegado y deseaba entregármela él personalmente.
No iba a tardar mucho, ya que hacía bastante tiempo que estaban preparando mi
ascenso, con lo que estaba todo dispuesto desde hacía días. Ni siquiera me
preguntó si aceptaba o no el nuevo cargo. Estaba claro que era impensable que
pudiera rechazarlo. Creo que no me gusto absolutamente nada su forma de actuar.
Al menos por cortesía debía haberme preguntado si lo aceptaba o no. Claro que para él era lógico que lo
aceptase: trabajaba en su empresa, él me pagaba y por consiguiente podía
disponer libremente de mis horas laborales. Y además, yo lo aceptaba de muy buen grado: siempre había
soñado con este momento y ahora era ya una realidad tangible. ¿Quién iba a ser tan tonto de rechazar
semejante oferta?
Así
que esperé allí sentado a que mi carpeta llegara. La secretaria mientras había
continuado con su trabajo sin distraerse en ningún momento y ahora seguía con
él: no cabía duda de que era muy eficaz. Yo con el rabillo del ojo la observaba
diciéndome "Mira que era hermosa". Por mi cabeza pasaron deseos inconfesables
de lo se podría hacer con ella. Me gustó mucho la mujer, me resultaba imposible
dejar de contemplarla arrebolado. Incluso una vez ella levantó la cabeza y me
miró sonriendo, con algo de ironía y, según intuí yo, no exento de deseo. Seguro que ella pensaba en aquel momento
lo mismo que yo. Yo tampoco estoy nada mal, sé que muchas mujeres me desean. Me
gustó su sonrisa. Mientras, el director general siguió revisando los papeles
que tenía delante suyo y yo permanecía allí, como un tonto, inmóvil mirando a
la secretaria. Las ideas me rondaban por la cabeza, muy buenas ideas, ella era
siempre la protagonista de mis imágenes fantasiosas. Cada vez sentía más
interés por ella.
No
sé cómo fue, pero el caso es que el
director general cambió de semblante ante mis ojos. Se había quitado el traje. Estaba
desnudo, allí delante mío y de su secretaria. Su rostro era cadavérico, maléfico,
no humano, fuera de la realidad, por descabellada que esta pueda llegar ser, de
la calle. Creo que la secretaria no se inmutó lo más mínimo: debía estar muy acostumbrada
a ello. Pero, a mi entender, no estaba
nada bien que se desnudara y permaneciera así en su despacho. puede ser que con
ella tuviera una familiaridad e intimidad que le autorizaba a comportarse así
pero no conmigo, era la primera vez que accedía su despacho y nada ni nadie
le autorizaba a comportarse de este modo
tan irrespetuoso para conmigo. Su piel no era normal: era de un color marrón
negruzco, agrietada por todas partes; lleno de tumores y heridas que supuraban
un humor amarillento y viscoso, de muy mal
olor, nauseabundo y repugnante. De otras heridas, especialmente de su cara, manos
y brazos manaba pus mezclado con sangre.
No resultaba nada divertido todo lo que estaba viendo, me causaba horror, pero seguía
yo allí, sentado frente a él, contemplando de reojo las posibles reacciones de
la secretaria que proseguía con su tarea como si nada sucediese, y yo sin
entender por qué no reaccionaba tampoco yo, con los ojos puestos vagando de una fijeza en mi jefe al soslayo en la
mujer que nos acompañaba.
Aprecié
de pronto que no sólo tenía tumores con pus sino que hasta llagas llenas de unos
gusanos blanquecinos que se le comían la carne. Era espantoso. Pero el director
general permanecía inmutable, como si nada le sucediera. Quise hacérselo notar
y desistí de ello cuando él me miró extrañado y no dijo nada. Allá él con su podredumbre.
Yo me encontraba molesto ante tal espectáculo, qué duda cabe, pero decidí continuar
en mi sitio aguardando la llegada de la
carpeta que me iba a brindar la oportunidad de un ascenso a un puesto de mayor
responsabilidad y relevancia dentro de la empresa y un mejorado sueldo, que
buena falta me hacía. Él actuaba como si
yo no estuviese allí delante. Las heridas supurantes debían producirle mucho
dolor pues, de cuando en cuando, se acercaba los brazos y las manos a la cara y
pasaba la lengua por ellas. Por momentos le quedaban limpias de pus pero enseguida
volvían a estar sucias y él volvía a lamerlas para limpiarlas. Creo que incluso
una vez le quedaron en la lengua varios de aquellos gusanos blancos que
habitaban en sus tumores. Mas él seguía con sus cosas y se lamía como si no hubiese
nadie allí con él. Su secretaria no pareció alarmarse demasiado: lo miraba, me
miraba y me sonreía constantemente. Yo no podía resistirlo más, así que decidí
levantarme y marcharme del despacho: por mí que se fuera al carajo. Aquello era
un monstruo lleno de pus y humor supurante, amarillento y viscoso, con fuerte e
intenso olor a podrido. Todas las heridas supurando, rebosantes de gusanos.
Entonces
sucedió algo que me obligó a permanecer allí, de nuevo sentado, esperando
la
llegada de la cartera, viendo, mientras, lo que sucedía. La secretaria se olvidó de su trabajo, lo dejó
de todo, se puso de pie y como aquel que apenas hace nada se quitó la
falda
y la blusa y quedó también desnuda mostrándome sus hermosas piernas y sus
redondeados y bien formados pechos. Era una delicia contemplarla así. Se acercó hasta el director general y se sentó sobre sus
rodillas. Él empezó a acariciarla y a besarla en la boca y ella denotaba placer y felicidad: estaba contenta
de sentirse acariciada y deseada nada menos que por el director general. Me
pareció que no estaba nada bien que lo hicieran precisamente delante mío: era
una falta de delicadeza y de tacto imperdonable, además sabiendo que yo también
la deseaba pero por lo visto poco o nada les importaba mi presencia.
El
director general iba sacando alfileres de una caja que tenía encima de la mesa
y poco a poco, con sumo cuidado, los iba clavando en los hermosos y apetecibles
senos de la secretaria. Ella parecía estar gozando mucho con aquella operación
tan delicada que le estaba practicando nuestro amado director general. Dentro
del goce, ella iba sacando con las uñas gusanos de sus repugnantes tumores y se
los iba comiendo poco a poco, con suma delicadeza. No sé qué extraño placer debía
encontrar en todo esto. Mientras, sus pechos se iban llenando de alfileres y más
alfileres y cuando ya hubieron bastantes, él posó sus manos sobre ellos, como
intentando rodear los senos, y empezó a apretarlos suavemente con un ligero
vaivén para que el placer fuese más exquisito. Ella sacaba espuma por la boca. Sus
labios parecían hechos de nieve. Cuando él se cansó de hacer esta operación, cogió
uno de los pechos con la mano y acercando la boca, introdujo el pezón en ella y comenzó a absorber y a
absorber como un niño pequeño: ella se reía y gozaba sin cesar, daba la impresión
que el deleite de ella era superior, en mucho, al de él y, entre risas, seguía atrapando con las uñas
a aquellos gusanos para inmediatamente después comérselos. Era repugnante, pero
yo no podía moverme de mi silla sin hacer ruido. Quería irme, levantarme y
marcharme, pero algo me obligaba a permanecer sentado esperando la carpeta y mi ascenso.
Mientras,
el director general y su secretaria habían dejado su sitio y se habían
trasladado hasta el sofá que está situado en un rincón del despacho, destinado,
al parecer, para estas ocasiones que debían ser muy frecuentes, por no decir casi
diarias. Ella estaba echada sobre el sofá y él de rodillas en el suelo, continuaba
clavando alfileres entre las piernas de la
mujer, contorneando y perfilando el contorno de su sexo.
Él se entretenía jugando con los rizados y ensortijados pelos públicos de
ella. Parecía que ella gozaba cada vez más y más. Le iban saliendo unos
pequeños hilillos de sangre, mas eso no les importaba: también tenía los pechos
ensangrentados e hinchados, pero tampoco importaba demasiado. Una vez se
cansaron, él repitió el mismo movimiento que había realizado con anterioridad
en los senos y ella gozaba lo indecible. Después le fue arrancando los
alfileres uno a uno, entreteniéndose en raspar con ellos en la piel del sexo de
ella, estirando su bello, con furor, de la abundante mata de la joven, juntando
los finos regueros de sangre que manaban. Una vez los hubo arrancado todos, se
incorporó y ambos se entregaron a hacer el amor, a copular delante mío, en mi
presencia. Sí, se pusieron a hacer el coito como dos fieras en el sofá. Estuvieron
mucho rato amándose mientras yo les miraba deseando ser yo quien ocupara el
puesto del director general. Sí, en aquellos momentos anhelé ser yo quien copulara con la secretaria. A
ambos, por la boca, les salía una espuma
blanquecina que al besarse desaparecía para volver a reaparecer poco después. Cuando
ya no pudieron más o cuando se cansaron, que todo es posible, se incorporaron cesando
del coito y ella buscó su ropa, se vistió
y volvió a su trabajo. Me miró sonriente y con cara de satisfecha y me sonrió. Enseguida
llegó la tan ansiada carpeta que yo aguardaba.
El
director general, ya vestido, me tendió
la carpeta para que yo la cogiera, pero no reaccioné a su oferta y permanecí absorto,
como ido, fuera de mí. Él me miró y nuevamente me la ofreció diciéndome: "¿le
sucede algo?, hombre, no ponga esa cara que no es para tanto". Yo no tengo
claro si se refería a lo que acababa de presenciar o a mi nombramiento. Él esperaba
que yo cogiera la carpeta y me marchara a mi nuevo despacho que seguramente me
estaría esperando. Pero yo continuaba mirando
a su secretaria. Justo sobre sus pechos, la blusa estaba manchada de sangre. El
aspecto del director general con su traje azul marino era majestuoso. Por unos instantes
no reaccioné, sin embargo al oír nuevamente su voz, le contesté involuntariamente:
"No gracias, no quiero el ascenso. Le ruego acepte mi dimisión. Hoy mismo
abandonaré la empresa. No deseo continuar trabajando en esta casa". El
director general puso una cara rara, como de suma extrañeza mientras me preguntaba: "Por qué, por qué
nos abandona usted ahora que tiene un buen trabajo?". Yo me levanté y
abandoné su despacho. Sobre los senos de la secretaria la blusa seguía manchada
de sangre. Allí no había sucedido nada; estoy seguro de que nadie lo habrá visto
antes, a pesar de estar presente en
aquel despacho incluso en el momento del coito. Pero yo los vi y sé que contra
el director general no se puede hacer nada. Por eso aquel mismo día abandoné mi
puesto y mi codiciado ascenso. No deseo volver a trabajar para el director
general de la empresa más importante del
país. Algún día alguien comprenderá los motivos de
mi
decisión cuando estando sentado en el despacho del jefe, en la misma silla que
un día estuve yo, vea lo que a menudo debe allí suceder, y que yo vi, y entonces
presentará también su dimisión.